DOMINGO
Libro

Un filósofo en pandemia

Un diario sobre leer y escribir en tiempos extraños.

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En Diario de un abuelo salvaje, de Editorial El Ateneo, Tomás Abraham hace catarsis sobre cómo pasó sus días en soledad y reflexiona acerca de algunos temas de la vida cotidiana. | Juan Salatino

Dejé de escribir hace una semana, o algo más. Escribir no es algo natural, es una imposición que me hago a mí mismo. Si no escribo, no sé qué pasa, pero angustia. Registrar, será necesidad de registrar con la idea de que alguien recibirá el registro. Por eso, de la botella al mar; por eso, lo del náufrago.

Por eso, lo de la epístola. Escribir por encargo es otra cosa, y escribir por encargo de uno mismo también es otra cosa. Me pregunto si mi necesidad de escribir no fue otra que la de publicar. No tiene nada de malo, de condenable, de juzgable. Mi relación con el mundo que rompe el muro de la soledad es la de escribir, publicar y la de dar clases, ser profesor.

Si no lo hago, hay un no sé qué hacer. Estos días no supe qué hacer, y me puse a estudiar. Ahora estudio La Década Infame, para escribir un texto sobre el tema. Me ayudo con el Kindle, que me encanta, pero llevo una valija con unos treinta libros a Colonia. Para estudiar.

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Tengo angustia, la manejo como puedo. Mi amor tiene problemas de salud, me angustia. Mi dentadura se afloja, el jueves voy al dentista, me angustia. Cumplí setenta y cuatro años, ya los tengo, fue una fiesta con hijas y nietos. Pura alegría.

Un abuelo mira, se sienta en una reposera bajo la sombra de un árbol, y mira a su familia. La escena de El Padrino que tanto me fascinó ahora es mía. Don Corleone mirando jugar en el parque a sus nietos, junto a un amigo. Yo solo, sin amigo, con quien compartir la dulce melancolía. Pero recibí afecto y saludos de muchos amigos. Todos tienen que ver con mi estudio, casi todos estudiaron conmigo y se hicieron mis amigos, los hice amigos. Desde que no estudio ni hago estudiar estoy solo. Si el otro yo del Dr. Merengue se ríe de mi autocompasión, lo espero en la esquina. Que no me corra por macho. Sí, estoy solo con mi amor y mi familia, solo, solo, solo, sí lo estuve. En Tokio. Se está solo cuando se vive y no se conoce a nadie en una ciudad de veinte millones.

Me desperté inquieto por la angustia, mañana es tarde de hisopados para el viaje al Uruguay, luego dentista, y un viaje por ruta como una carrera de obstáculos con permisos para circular, certificaciones sanitarias, trámites de aduana, justificaciones del viaje, etc. Somos residentes uruguayos, igual hay que presentar de todo.

Me llevo a Levrero, me acompaña, creo que su novela luminosa es buena, tiene talento, hace de una nada algo interesante. Todos estos días no lo leí, pero leí mucho, y al no escribir, elegí lecturas agradables, que me permiten dejarme llevar sin esfuerzo. Las biografías me provocan eso, biografías de escritores. Leí la de Pedro Orgambide sobre Horacio Quiroga, y ahora un libro de Kindle sobre Juan Filloy, dos personajes interesantes, curiosos, de vidas opuestas, los dos en provincias, uno en Misiones, el otro en Córdoba.

Escribo sin fijarme en el estilo, como esas agendas en las que escribía para mí, con birome, sin destino de publicación.

Volver a la intimidad es una forma del silencio, hablar solo, a las paredes, escribirle a la pantalla. Esto que escribo me suena raro que sea publicable porque no soy Levrero, no soy uruguayo, no dirijo revistas de comics o de palabras cruzadas, no estoy en ninguna bohemia rioplatense, ni siquiera fumo tabaco.

Necesito espantar malos pensamientos relacionados con enfermedades y muerte, y le siguen los angustiantes por el viaje del sábado a Colonia, lo que puede pasar en la ruta, los papeles que pueden pedirme y que me faltan, o que creo que me faltan. Este tema de la pandemia no deja descansar, este tema del aflojamiento de mis dientes tampoco, el de la salud de mi amor, menos.

Por eso, lo que estoy escribiendo ahora a la manera de Levrero sin lograrlo porque él cuenta lo que hace y yo lo que pienso, y cuenta lo que le produce lo que hace y yo lo que me produce lo que pienso y no lo que hago porque no hago más que pensar y lo que hago es siempre lo mismo y no sé hacerlo siempre diferente como Levrero, que también hace lo mismo, pero lo cuenta diferente. No cuento mis intimidades, pero tampoco las cuenta Levrero, en suma, estoy entre Levrero y Montaigne, que escribió un diario que llamó Ensayos en el que escribe lo que piensa y piensa lo que pensaron otros, y no habla, de lo que siente y vive. Aunque recuerdo que dice que ya no fornica de parado y creo que habla también de su amor por su amigo La Boétie.

No sé si lo que he pensado sobre mi carrera literaria, porque efectivamente es una carrera, una carrera en la que sin cumplir con los rituales de la sociabilidad, no me muevo entre escritores y periodistas, no hago más que correr de un libro tras otro, de un editor tras otro. Me tomé en serio la idea de Chauteaubriand de que la inmortalidad está en un estante. Y hoy, además, leí en la exquisita biografía de Pedro Orgambide sobre Quiroga, que los artículos y notas que entregaba Quiroga a las revistas no tenían la dignidad que se le confiere al libro, el libro un objeto que dignifica. Valores de la nobleza cultural.

Me pregunto si después de haber desculado tantas cosas inteligentes y descubrir las razones de mi ansiedad editorial, cambiará mi estado de ánimo, mi apuro, mi necesidad, mi angustia. La verdad es que no creo, en esta materia confío más en el psicoanálisis y su técnica de largo plazo y conversaciones prolongadas y asociaciones dispersas, que en el lúcido darse cuenta.

Además, estoy muy angustiado por los problemas de salud de mi amor.

Llegué a Colonia. Llueve torrencialmente. Pasamos por las barreras aduaneras y de migraciones, por las sanitarias, en un viaje agradable de siete horas. Nuevamente en el campo con los animales. El pavo real que grita, los burros que rugen, los gansos que chillan, y Bouvard y Pécuchet, el libro en francés de Flaubert que hace años me espera en La Bambusa, nombre de mi establecimiento.

Aclaro que no soy hombre de campo. No uso boina ni botas de cuero. No me hago el gaucho y menos el gaucho judío.

No uso ropa de La Martina ni tomo mate. No me subo a un caballo. Ni mi decisión de venir a Colonia tiene que ver con buscar la paz, no existe la paz. Vine a Colonia a estudiar.

Escribí varios libros en el campo y en el pueblo. Terminaba de dar clases en la UBA y con mi vestimenta de profesor y attaché de cuero con apuntes bajaba del alíscafo.

El libro de Flaubert me viene de perillas, se trata del estudio. Dos personajes retirados de la ciudad se van a vivir al campo a estudiar. Y estudian como yo estudio, leen todo el tiempo y toman notas, luego reúnen esas notas en nuevas notas, dos eximios copistas, y nadie sabe qué quiso hacer Flaubert con este símil de novela que dejó inconclusa con su muerte.

Quizás mostrar el carácter irrisorio del mundo de las ciencias y del conocimiento del mismo modo en que en La tentation de Saint Antoine mostró el delirio del anacoretismo del santo, de sus visiones religiosas. Es la interpretación más tentadora.

La subscribe Guy de Maupassant, un escritor interesante, además de muy buen escritor, tan buen escritor como Flaubert, a quienes degusto en francés, una prosa precisa, ajustada, impecable, nítida y rica, medida, el cartesianismo aplicado a la narrativa, todo esto leí hoy desde la seis de la mañana.

Seguí con Quiroga, con su vida tan poco literaria, mejor dicho, por el contrario, tan literaria, hay vidas de escritores que narradas por un buen biógrafo superan en encanto a sus escritos. La vida de Quiroga es una novela, su vida en la selva o en un sótano de la calle Canning, los balazos y los suicidios de sus seres más cercanos, su casa con jardín en Vicente López con serpientes, yacarés, osos hormigueros y vecinos espantados, su vida de ferretero, carpintero, leñador.

La vida de este Rabelais de Río Cuarto, Filloy, el señor juez que inventa una literatura fantástica sin futurismo ni ciencia ficción, sino sencillamente con locuras, y, por supuesto, Levrero; quién mejor que el uruguayo que vivió dos años en Colonia para continuar con sus malestares reales e imaginarios, sus guisos, milanesas, su amiga, sus palomas muertas, sus juegos y videogames, sus palabras cruzadas, y su encierro en un departamento de Montevideo.

Colonia. Otra vida. Cuesta al principio. Sigue el encierro, pero rodeado de animales. Poco a poco me divierto y filmo videos en los que hago de profesor con los burros, los pavos reales, los gansos y las cabras. Les reclamo que estudien más.

A ellos, porque en lo que a mí respecta, comienzo a estudiar, yo también. Muy de a poco, me satura el tema apenas lo comienzo. La historia argentina no se detiene nunca. El presente ya es histórico, el futuro del país ya es histórico, todo es historia, igual que la revista de Félix Luna, cuando todo se repite, los personajes y sus relatos no innovan nunca. Basta de historia, y basta de historiadores.

Este es el hastío antes de comenzar La Década Infame. Pero necesito un cauce para pensar, no puedo seguir con este diario personal en el que cuento justamente lo diario, lo cotidiano, lo que me pasa. No me pasa nada interesante y tampoco me interesa sumergirme en el fondo de mí mismo para desenterrar mis terrores, mis deseos traicioneros, mis fantasmas. Prefiero las comparsas de un carnaval.

Estoy en Uruguay y me traje el diario de Levrero, que vivió dos años en Colonia, yo hace treinta y cuatro años que vengo a Colonia, en donde tengo casa y campo. Todavía no fui a la ciudad, estoy en cuarentena en mi granja, escuchando el ruido, el sonido y la música del campo. Son tres frecuencias que se dan alternativamente. La vedette son los pavos reales, los gritos que pegan, superaron a los gallos, a las gallinas guineas, a los gansos, al mugido de las vacas, el balido de las ovejas y cabras, el maullido de los gatos, el ladrido de los perros, el chirrido de las chicharras, el zumbido de las abejas, el graznido de los teros, el parloteo de las cotorras, el ulular de las lechuzas, el rugido de los burros y a la voz de mi consciencia, primero el pavo real.

No está mal aunque fuere para este monarca que se trepa al techo de la casa y baila durante la noche un pasodoble, un zapateo americano, y grita. No tiene nada que ver con el gorgojeo de un pavo plebeyo, éste, el monarca, tiene un solo sonido, una consonante y una sola vocal, como si saliera primero la vocal y luego la consonante. Googleo y busco “sonido de pavo real”, y escucho un Youtube en donde el sonido se parece más al de un gato en celo amplificado por un megáfono, y dice que los pavos comunes guglutean.

Para compensar el “déjà vu” de la historia argentina, leo a Flaubert, cuyo Bouvard me parece una gran idea, una locura de un escritor consagrado que no cesa de acometer emprendimientos imposibles como la de sintetizar el conocimiento de su época, leer cientos de libros. Flaubert dice haber leído mil quinientos para mostrar lo irrisorio de la voluntad de saber, una idea genial, el anti-Hegel absoluto, la de mostrar por medio de una enciclopedia universal la total e inevitable ignorancia del conocimiento humano. Por eso, tengo bajado en mi Kindle el noveno tomo de su correspondencia, y ahora también L’Éducation sentimentale, que leí a los veinte y algo de años, y de la que no recuerdo nada salvo que me encantó. Me atrae que, según dicen, habla de la decepción por las revueltas del 48 –un acontecimiento que me resulta cada vez más importante por las consecuencias que tuvo, tanto como la caída del Muro–, una decepción que no creo que en el caso de Flaubert haya sido la restauración y la aparición de un sobrino de Napoleón, la farsa de la que habló Marx, una revuelta en la que participaron Bakunin, Wagner y Baudelaire, pero creo que Flaubert lejos de estar del lado de los insurgentes era conservador.

Y me digo una vez más que el solitario y expopularísimo Jean Paul Sartre, en su encíclica en varios tomos sobre Flaubert, esa biografía imposible, habría que leerla, no sé qué buscaba para dedicar sus últimos años antes de volverse ciego a escribir como un frenético sobre el idiota de la familia. Y rescato también que mi maestro Paul Veyne dice que de los dos libros que se llevaría al Averno o al palacio divino, uno es La educación sentimental.

Me llamó una editorial por mi libro rumano, quieren hablar conmigo por zoom, espero que no sea para cercenarme partes o para decirme que me lo publican póstumamente. No quiero ilusionarme, imposible, sería un golazo de fin de año.

Y fue gol nomás. Tengo editor para mi libro rumano. Me hablaron largo de sus condiciones, de lo que pueden prometerme y de lo que no pueden prometerme. Dijeron que al enterarse de mi llamada para ofrecerles un libro, sonrieron.

No sé por qué no les pregunté nada sobre la sonrisa. Por pudor quizá. Me preguntaron los motivos de mi acercamiento a ellos, les dije que me rechazaron y rechacé.

La directora de la parte comercial me hizo entender que ella estaba para vender y que el título del libro no vendía. Sinagogas con candado no era comercial, no decía nada, por lo general las sinagogas estaba cerradas. Respondí que el candado no era de cierre fuera de horas de servicio, sino por genocidio.

Ahora entiendo un poco mejor cuando el editor de la última  editorial de la que me fui me dijo que no me hablaría como lector, sino como editor, es decir, no lo que le había parecido el libro, sino cómo había que venderlo. Yo no sé si ésta es una costumbre argentina o una tara universal, pero me ha tocado escuchar elogios sobre el libro de un editor que me explica las razones por las que lo rechaza. Cuando lo aceptan, lo quieren cambiar o centrarse en lo que aparentemente les es primordial: la tapa y el título. Respecto del título se puso firme con que no funcionaba, y la editora que la acompañaba aclaró que el título hacía pensar, casi adivinar su sentido, y eso no debería suceder, se necesitaba un título fuerte, sin ambigüedades ni misterio. La directora agregó que no sabía por qué no estaban incluidas en el libro escenas de mayor emoción como los sabores de la comida judía. Le dije que la matanza de trescientos cincuenta mil judíos transmitía suficiente emoción para un lector, que no se trataba de un libro sobre la vida judía, sino sobre su desaparición.

Me sugirió para el título algo así de ¿Por qué soy judío?, le dije que no era un libro sobre mi judaísmo, sino de un cuasi-genocidio de los judíos en Rumania, y que libros sobre la identidad judía del autor había tantos como judíos. Había que cambiar el título, y les dije que se me ocurría que el libro trataba de una matanza que se quería ocultar, olvidar. Las dos, editora y gerente, saltaron de alegría, dijeron: ¡ese es el título!, La matanza negada, con el agregado que le puse de “autobiografía de mis padres. Después de que me dijeran que Auschwitz vendía y que yo me tapara la cara (era un videollamada de pandemia) y dijera que me daba vergüenza escuchar algunas cosas, me amonestaron con que no veían las razones por las que sonrojarse, que las cosas eran así, y que nada de malo tenía vender un libro. Respondí que en mi vida había vendido muchas cosas, y que no todas eran tan nobles como libros, pero que había palabras que no me daban lo mismo.

Cuando le dije a C que iba otro título, me dijo que no era olvidada, sino negada. Enseguida les escribí un mail diciendo que el título era La matanza negada. Mi mujer había entendido el libro sin leerlo. Les agregué, en broma –me gusta mucho bromear– que esperaba que no se pensara que se trataba de un libro sobre la zona más importante del Conurbano que siempre está en la picota porque decide todas las elecciones nacionales y provinciales. Una vez que nos pusimos de acuerdo sobre su fecha de publicación, se dispusieron a leerlo.

Imágenes espantosas me invaden. No sigo. Tiene que ver con enfermedades. Leo la biografía de Kant y agrego otra de Paul Groussac. Qué personaje interesante, tan reputado por su mal humor y por su desprecio. No congeniaba con el paternalismo nacional. Era duro y tajante. No se castellanizó de un modo parcial como yo, sino entero. Un caso como el de Nabokov y el de Conrad, más curioso aún porque no sabía ni una palabra de castellano hasta que llegó a la Argentina a los veinte años.

La biografía está mal escrita, la escribe un admirador embelesado con el personaje, son las peores biografías. Al menos la de Kant es sobria y me informa sobre un mundo que desconozco, desde la importancia de Könisberg hasta el peso de una figura liberadora como la del filósofo Wolf, aquel discípulo de Leibniz. El biógrafo le da un buen espacio a la influencia del pietismo, una rama del luteranismo puritana y vigilante.

Y habla también del modo en que se dividen y conviven las clases sociales, los artesanos, los comerciantes, los campesinos –de los que casi no habla–, los hombres de la toga y la nobleza. El multiculturalismo, polacos, lituanos, prusianos, judíos, católicos, rusos, cada uno en su burbuja a la vez que en contacto por las exigencias del mundo de la necesidad.

Esto por Kindle, en papel sigo con la bibliografía de La Década Infame.

Hoy hice mi caminata de una hora por la ciudad de Colonia. La palabra “ciudad” le queda grande y la de “pueblo”, algo chica. Es un barrio península. Sin barbijo, salvo para entrar a la farmacia porque olvidé en el campo mi medicamento para el colesterol, justo ayer que comí molleja y chorizo en la parrilla El Portón de la familia Martínez. No había vasotenal 20, y había de 10, y para ser caro ya es carísimo el de 20, para pagar más por el de 10, el farmacéutico me ofreció un genérico uruguayo después de contarme porciones de su vida de enfermo. Así son las conversaciones de pueblo. Yo no quise contar nada mío para no convertir la conversación en un diálogo deprimente entre dos viejos de Colonia. Me voy a poner una nueva conciencia en el bocho, la de un tipo que en seis años cumple ochenta, es duro, rompe la capa helada de la imagen narcisista. Narciso no se miró en un lago, sino en una pista de patinaje, su cara estaba dura, como una máscara mortuoria.    

Seguí caminando, pasé por la pollería, pregunté por un lechón para Nochebuena, me dijo que ya estaban vendidos, de todos modos no lo iba a comprar, no estamos para grasa quemada, ni siquiera tengo ganas. Los pollos arrollados son sosos. Agarré por avenida Artigas, veo un rostro conocido, me detengo, una vecina de Colonia. La saludé y seguí caminando hasta la calle Dayman, entré a la carnicería para preguntar si tenía lechón para Navidad, me dijo que le quedaba paleta y algo de costillas, dije que consultaría, de todos modos no como cerdo frío.

Cuando ya caminaba de regreso, después de hacerle caso a la recomendación de mi fisioterapeuta que cada tanto corriera un poco para acelerar el ritmo respiratorio y abrir el diafragma para compensar mi sensación de angustia que lo cierra, al doblar por Rivera, llegando a Tres Arroyos, pensé en lo genial que era Kierkegaard, genial no solo por lo que escribió, sino por lo que me da para pensar. Pasé por lo del cerrajero, pregunté si el señor Acevedo había recibido mi mensaje en el contestador que ya había podido destrabar la puerta y que no hacía falta que pasara, me agradeció que le avisara. Amabilidad coloniense.

Volvimos a Buenos Aires en honor a Esculapio. Más especialistas. Más estudios. Pascua judía de pandemia. Siempre festejo esta fecha. Es alegre, es política, un día de liberación, del fin de la esclavitud. Esta segunda Pascua de pandemia –la primera la celebramos por zoom–, con presencialidad acotada, fue con C y tres nietos. Pedí a sus padres, a nuestras hijas y sus maridos, que se abstuvieran de venir. Todavía no estábamos vacunados. Rafa de ocho, Rupi de cinco y Remo de tres. La mamá de Rafa es mi hija, y los otros dos son hijos de la hija de C. Como estamos juntos hace treinta y siete años, la palabra “ensamblada” no me dice nada. Somos una familia como otras, las de sangre, las de crianza, o las que combinan ambas como la nuestra que se inicia con los baby boomers hasta la generación alfa.

Ceremonia con la Hagadá, el libro de oraciones que uso para la ocasión. Tengo una cajita con los implementos que me dieron mis padres. En el libro hay unas hojas que conservo como tesoro con unas hojas manuscritas de mi viejo que leía cada Pésaj con las explicaciones y los pasos a seguir en la cena. En el medio de la mesa están la manzana, la miel, el matzá, el hueso de pollo, las hierbas amargas y la copa de plata con vino ritual para el profeta Elías. Esta fiesta me trae dulces recuerdos de mis padres. La mesa preparada por mi madre que le hacía exclamar a mi padre un hurrah glamoroso que sabía que la halagaba. Platos de porcelana superpuestos para la entrada y el plato principal, copas de cristal, cubiertos de plata. Un gefilte fish lujoso en el que mi madre combinaba camarones trozados, pejerrey y una cinta de merluza que contenía el relleno. Luego el goulash de carne con nokerly, y de postre una torta de chocolate y frutillas.

 

☛ Título: Diario de un abuelo salvaje

☛ Autor: Tomás Abraham

☛ Editorial: El Ateneo
 

Datos del autor 

Tomás Abraham es un filósofo argentino, nacido en Timisoara, Rumania. Se graduó en Filosofía y Sociología en las universidades de Sorbonne y Vincennes (París).

Es profesor emérito de Filosofía de la Universidad de Buenos Aires, profesor honoris causa de la Universidad Nacional de Salta y doctor honoris causa de la Universidad Tibiscus (Timisoara, Rumania). Además, es fundador del Colegio Argentino de Filosofía (CAF) y director del Seminario de los Jueves.

Escribe, publica y proyecta textos y videos en su blog Pan Rayado, en el canal de YouTube @tomasabrahamcanal, en Instagram @tomasabrahamok y en su página de Facebook.