DOMINGO
LIBRO

Un prócer para el presente

Manuel Belgrano y un legado que sigue vigente.

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A dos siglos de su muerte en una Buenos Aires dividida por una sangrienta grieta, sus múltiples servicios a una patria que nacía cobran más significado. | juan salatino

San Martín arribó a Buenos Aires el 9 de marzo de 1812, tres semanas después de que Belgrano la abandonara para dirigirse a la Villa del Rosario. ¿Alguna vez coincidieron en la principal ciudad del territorio? Solo entre 1781 y 1783, tiempo en el que Manuel era estudiante y José Francisco apenas un niño de corta edad.

En realidad, el día que San Martín desembarcaba junto con otros militares profesionales (José Matías Zapiola, Francisco Vera, el barón de Holmberg, Carlos de Alvear, Antonio Arellano y Francisco Chilavert), Belgrano se encontraba en camino a Jujuy para hacerse cargo del derrotado y desmoralizado Ejército del Norte que comandaba Castelli. De los integrantes de aquel grupo, hubo uno que recibió la orden de sumarse al Ejército del Norte. Nos referimos a Eduardo Kaunitz, el barón de Holmberg.

El austríaco, que había peleado junto a San Martín en Europa, debe haber sido el primer interlocutor entre los dos grandes hombres de nuestra historia, el primero en contarle a Belgrano sobre la trayectoria y los planes del militar nacido en Yapeyú.

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San Martín, por su parte, también tuvo conocimiento inmediato acerca de Belgrano y su acción en el frente paraguayo y en el norte. Si especulamos acerca de quiénes pudieron haber sido sus confidentes, imaginamos a Bernardino Rivadavia, Manuel de Sarratea y Antonio de Escalada.

Los dos primeros eran integrantes del gobierno. El tercero, su futuro suegro, ya que San Martín iba a casarse con su hija en septiembre de 1812. Con los tres trabó relación inmediata.

Pero hay otras dos personalidades que no deben soslayarse: Martín Miguel de Güemes, quien llegó en septiembre del 12 a Buenos Aires, confinado por el mismísimo Belgrano, y el barón de Holmberg, porque, debido a sus actitudes tan estrictas, fue rechazado por la oficialidad del Ejército del Norte, a pesar de la simpatía que le tenía Belgrano. Holmberg terminó regresando a Buenos Aires, donde es inevitable imaginar las conversaciones que habrá mantenido con San Martín. La información sobre la campaña militar en el norte y la personalidad de su jefe tuvieron que haber figurado como tema de sus charlas.

De todos modos, estos dos destacados hombres, que seguramente no habrán ofrecido una mirada totalmente positiva de Belgrano, arribaron después de que se conociera la gran noticia: la victoria en la batalla de Tucumán.

La primera lectura sobre el triunfo patriota fue que alejaría a los realistas del territorio y, por lo tanto, la guerra iba a definirse lejos de Buenos Aires. En cuanto a las estrategias, implicaba un cambio. No era lo mismo actuar a la defensiva que ser ofensivos.

El coronel San Martín en Buenos Aires y el general Belgrano en Salta se prestaban mucha atención. En algún momento iban a conocerse. Terminó ocurriendo en un escenario menos optimista, como consecuencia de la derrota de Ayohuma.

El encuentro

Ambos jefes iban llegando a las respectivas orillas del río Juramento. Belgrano le había mandado una nota a San Martín para pedirle que se detuviera a esperarlo, ya que él cruzaría el río hacia el sur para encontrarlo.

La decisión se debió a necesidades logísticas. Belgrano tenía que traspasar el Juramento con sus hombres, los derrotados de Ayohuma. Esa era una operación militar que requería de orden y coordinación. Decidió dejar a sus oficiales a cargo y se adelantó en el camino para cruzar antes y entrevistarse con San Martín.

El célebre encuentro tuvo lugar el 17 de enero del año 14, en la Posta de los Algarrobos. Seguramente Belgrano concurrió acompañado de una reducida escolta, entre los que debía figurar su ayudante José Manuel de Vera.

¿Fue el encuentro “silla a silla” como había augurado Belgrano? Pese a que no hay testimonios que lo confirmen, se presume que debe haber sido de esa manera. Quien estaba llegando a caballo era el general del Ejército.

El coronel San Martín, un oficial de menor rango, no podía estar en la posta con sus hombres recibiendo con displicencia a su jefe. Sin duda, lo que ocurrió fue que San Martín envió una partida para escoltar a Belgrano y también el porteño debe haber despachado a un hombre para avisar que estaba llegando. Con lo que podemos presumir que el coronel aguardó con sus hombres formados la llegada del general; y en ese contexto también San Martín debería estar montado.

Es muy probable que el primer encuentro, el primer abrazo, se lo hayan dado a caballo. Por fin, estos hombres estaban frente a frente y ya no había correspondencia en el medio o papeles y plumas para comunicarse. Habrá sido una gran emoción y satisfacción para cada uno el hecho de conocer al otro.

¿Cuáles fueron los temas que trataron? El principal se refería a la designación de San Martín en el Ejército. A pesar del deseo de Belgrano de subordinarse a un jefe de las características de San Martín, formador de un regimiento y profesional bien conceptuado, el hombre llegaba con una disposición del gobierno que lo convertía en el segundo al mando.

Esa misma tarde repasaron las comunicaciones que habían tenido, confirmando en persona lo que se habían escrito, principalmente acerca de las posiciones del enemigo y de qué manera Dorrego con sus Cazadores retrasaba el avance realista; sumado a la importancia que les daba Belgrano a los Granaderos a Caballo, cuerpo que podía participar de esa misma misión junto con el díscolo oficial.

Luego Belgrano le explicó cuál era su plan para volver a ser efectivos y marchar hasta chocar una vez más con el ejército realista. En esa detallada exposición debe haber recibido consejos acerca de lo que correspondía hacer. Frente al planteo de Belgrano de concentrar su tropa con la recién llegada en Las Piedras, donde ya habían vencido al enemigo el 3 de septiembre del año 12, San Martín sugirió replegarse y hacerse fuerte en Tucumán.

Pero lo más importante que ocurrió aquel día fue que estos dos patriotas reunidos en una sencilla posta del norte del territorio argentino advirtieron que no estaban solos. Belgrano se sentía respaldado y ese peso enorme que cargaba por las derrotas de Vilcapugio y Ayohuma dejó de agobiarlo.

Por su lado, San Martín volvía al terreno de lo que mejor sabía hacer: pensar estrategias, desarrollar tácticas y pelear. Sin duda, aquella jornada fue una de las más importantes en la historia de la Guerra de la Independencia. Y sus consecuencias iban a verse con mucha mayor claridad en los próximos meses.

Salta - Tucumán

El 18 de enero los dos jefes acudieron al río Las Piedras para revisar un paso poco conocido. En esa expedición, San Martín se mostró muy satisfecho con la forma en que se manejaba Belgrano y las órdenes que daba. Luego de casi dos años en esta tierra, advertía que el comandante era uno de los mejores soldados de la Patria, aportaba soluciones concretas, cargadas de sentido común y mando enérgico. Esas eran cualidades que el profesional destacaba del militar que se había formado en las dos campañas.

En esos días continuaron las deliberaciones y el análisis de los riesgos. Pararon en la estancia de las Juntas, propiedad de José Manuel Torrens, un español que había adherido a la causa de la independencia. El 20, Belgrano encargó a San Martín que fuera a Tucumán y estableciera el espacio físico para el acuartelamiento de las tropas.

El coronel partió el 21 y arribó a destino el 24. Belgrano se quedó organizando la retirada. La imagen lo dice todo: mientras San Martín marchaba adelante del Ejército, Belgrano iba atrás cuidándolo. A su vez, pidió a Torrens que juntara a todos los matacos que había en la región, aquellos que, seguramente incentivados por los realistas, habían hecho bastante daño. Torrens cumplió su misión y los matacos se incorporaron al Ejército del Norte. Fueron enviados a Tucumán para participar en la construcción del cuartel donde iban a instalarse los hombres de Belgrano y San Martín.

Belgrano salió de la estancia el 22 y llegó a Tucumán tres días después que San Martín, es decir, el 27 de enero.

Allí tuvo lugar el nuevo encuentro. Esa misma semana, un chasqui militar arribó con el nombramiento del futuro Libertador a la cabeza de las fuerzas, firmado por el Triunvirato.

El deseo de Belgrano se había cumplido. Compartieron una temporada, intercambiando opiniones, aprendiendo uno del otro y fortaleciendo la idea de terminar cuanto antes la guerra y lograr la independencia. Para ellos había un solo camino posible, el de la libertad, con mucha disciplina y sacrificios. Estaban dando los pasos correctos. Aun en esos meses en que las complicaciones se multiplicaban. Pero ellos dos eran líderes e iban a encontrar la forma de revertir la compleja situación.

Belgrano y la Declaración de Independencia

El Congreso de Tucumán se llevó adelante en un contexto muy complejo. El panorama en 1816 era desalentador. Fernando VII había recuperado el trono de España y estaba dispuesto a enviar al Río de la Plata una flota con quince mil soldados expertos, profesionales, veteranos que habían vencido nada menos que a las tropas de Napoleón. La economía de las Provincias Unidas estaba devastada. Para colmo, de Provincias Unidas tenían poco. La región estaba partida en tres: por un lado, el extremo norte, que comprendía la zona del Alto Perú y Jujuy, en manos de los realistas. Por el otro, el litoral y la Banda Oriental, que respondían a Artigas, adversario de Buenos Aires. Más el resto de las provincias, alineadas en el mismo objetivo, aunque enfrentadas entre sí. Las diferencias políticas eran notables.

Los diputados de Buenos Aires, por un lado, y Córdoba (artiguista), por el otro, estaban en las antípodas, aunque todos tenían buena relación con los de Cuyo. ¿Y el norte? Lejos de mostrarse compacto, estaba muy dividido.

Se debatía la legitimidad de una asamblea en la cual algunos de sus representantes formaban parte de un territorio ocupado por los realistas. Además, estaban los resquemores de los propios diputados. Muchos no creían que el Congreso fuera a lograr sus objetivos. Ya había fracasado la Asamblea del Año XIII, que no había declarado la independencia ni redactado una Constitución.

Como si todas esas complicaciones no fueran suficientes, hay que tener en cuenta que muchos diputados se enteraron camino a Tucumán de que el Ejército del Norte comandado por Rondeau había sido vencido en el Alto Perú, en Sipe Sipe.

El panorama en 1816 era sombrío y los diputados eran conscientes de que se jugaban mucho en esas decisiones porque, ante cualquier nuevo fracaso, iban a quedar como los responsables.

Más allá de todos los contratiempos, el 24 de marzo de 1816, con el quórum suficiente, se iniciaron las deliberaciones. (…)

Belgrano se paró delante de los diputados y dio un discurso largo y sentido. Se lo notaba conmovido. El primer tema que expuso estuvo referido al panorama. Cómo éramos vistos en el exterior y también cómo él nos había visto durante su misión diplomática, tomando distancia y pudiendo observar desde afuera lo que estaba ocurriendo en nuestra tierra. Según su mirada, las perspectivas estaban muy lejos de ser esperanzadoras.

Dijo que nuestra revolución se percibía en el exterior como un caos, que era muy evidente el desorden interno, incluso con rasgos de anarquía. Ese comienzo de su exposición estaba cargado de angustia. Mientras les hablaba a los diputados se le caían las lágrimas.

¿Qué estaba pasando? Belgrano les decía que la Patria soñada por todos se moría y no podía contener la emoción ante el mismísimo Congreso de Tucumán. Algunos diputados, contagiados por el sentimiento de Belgrano, también se emocionaron. Fue uno de los momentos más angustiantes de los episodios históricos: el gran Belgrano enfrentando a otros grandes, con la voz temblorosa por el dolor de saber que, tal vez, todos los esfuerzos que habían hecho estaban a punto de perderse. En ese nivel de tensión continuó la exposición, que fue larga. Luego se concentró en el segundo gran tema.

Les explicó que, desde su punto de vista, sin organización jamás íbamos a recibir ayuda del exterior. Que necesitábamos mostrarnos a los ojos del resto como una nación organizada y no solo parecerlo, sino que teníamos que serlo.

Mientras tanto, no podíamos esperar nada de nadie. Se lo planteaba a un Congreso que venía reuniéndose desde fines de marzo, de lunes a sábado, y aun así, a pesar del tiempo y de las sesiones, no estaba alcanzando los acuerdos que hacían falta. Pero, además, dentro de ese desarrollo institucional, hacía falta establecer una forma de gobierno. Y en ese punto también los sorprendió. Dijo que en el mundo la tendencia se inclinaba hacia la monarquía atemperada, la monarquía a la inglesa, parlamentaria, a diferencia de la monarquía absolutista de los Borbones. La mejor forma de gobierno, para él, era la monarquía con límites, con controles, y con una participación representativa de los súbditos.

Ese fue el tercer tema, también extenso, para dejar en claro los beneficios de una monarquía de ese tipo, incluso coincidiendo con San Martín, quien también era partidario de este tipo de gobierno. Los dos eran monárquicos. Entendían que nuestra nación, en su primera etapa de formación, iba a necesitar un monarca, ya que la república podía padecer de cierta debilidad institucional. Todavía no había llegado el tiempo de pensar en esa forma de gobierno.

El cuarto y último punto fue, sin dudas, el más polémico. Porque luego de plantear la cuestión monárquica, cabía preguntarse quién debería ocupar el trono. ¿Los Borbones? Claro que no. Belgrano postuló a los descendientes de los incas, imperio que abarcaba el norte de nuestro territorio.

La propuesta generó cierto revuelo en el Congreso. Pero Belgrano fue más allá y opinó que la capital debería ser trasladada de Buenos Aires a Cuzco. La novedad cayó como un balde de agua fría entre los representantes porteños. Iban a perder los beneficios de ser la capital y la hegemonía del poder se trasladaría a Cuzco, en el Alto Perú. Los diputados de Buenos Aires se mostraron sorprendidos. Nicolás Anchorena, por ejemplo, no entendía por qué Belgrano, a quien conocía muy bien, estaba planteando trasladar la capital a Cuzco y generar una monarquía de la “casta del chocolate”, según escribió preocupado en una carta.

Mientras los diputados porteños se inquietaban, algunos de los representantes de las provincias del norte se mostraban entusiasmados. Fue el caso de Manuel Antonio Acevedo –representante de Catamarca– y, sobre todo, de Pedro Francisco Uriarte –de Santiago del Estero–, quien concurrió a la casa de Belgrano para proponerle que el quechua se convirtiera en idioma oficial, en reemplazo del español. Lo sabemos porque después de que Uriarte se despidió de Belgrano, llegó un amigo a la casa del general y éste le contó, sorprendido y riendo, la idea del diputado santiagueño.

Con la postulación de un monarca incaico, Belgrano completó su presentación. El consenso, en cuanto a la forma de gobierno y sus derivaciones, estaba lejos de alcanzarse. Pero el mensaje acerca de la importancia de organizarse y no dejarse ganar por la anarquía llegó a todos.

Así fue la reunión del sábado 6 de julio. La próxima sesión, el lunes 8, fue de debate y preparativos. Al día siguiente, a las dos de la tarde, los veintinueve diputados presentes escucharon la lectura del acta, a cargo de Juan José Paso, y votaron en unanimidad la Declaración de Independencia de las Provincias Unidas del Río de la Plata. Esa histórica tarde, en el salón de sesiones, el general patriota fue testigo principal del acontecimiento.

Imaginemos el abrazo de Belgrano y Paso. Los dos habían integrado la Primera Junta, el 25 de Mayo de 1810. Seis años después, volvían a participar de otro gran acontecimiento. Por fin, el objetivo principal se había cumplido. Es hora de que le demos el valor justo al papel que le cupo a Belgrano en la Declaración de la Independencia.

Intermedio romántico

Josefa Ezcurra y su primo Juan Esteban se casaron en 1803. La relación tuvo un punto final en 1810, cuando el marido resolvió regresar a España, disconforme con los acontecimientos revolucionarios. Cabe especular que el matrimonio aún no se había calibrado. Porque Josefa se quedó en Buenos Aires. Y, de esta manera, se separaron de hecho. Ese era el método habitual. Uno lejos del otro.

La institución matrimonial se mantenía, pero solo en el título, ya que no había más convivencia. Por lo tanto, la señora Ezcurra de Ezcurra lo era en los papeles y en todas las formalidades sociales. Pero en 1812 y con 25 años, esta joven que en 1802 había comenzado a tejer una historia de amor con Belgrano estaba sola.

Salteando páginas de glorias belgranianas, llegamos a los últimos días de febrero de 1812. El general recibió la orden de marchar al norte. Lo hizo de inmediato. En cuanto a Josefa, la próxima referencia que se tiene es que durante la primera quincena de marzo dejó Buenos Aires para viajar al norte del territorio. Sola o tal vez en compañía de un criado. ¿Cuántas mujeres abandonarían la ciudad capital para dirigirse a la frontera, donde la guerra no era un comentario de tertulias sino un ejercicio cotidiano?

Según el biógrafo Isaías García Enciso, el viaje le demandó cuarenta días. A fines de abril, en San Salvador de Jujuy, se reencontró la pareja.

A este rompecabezas le faltan muchas piezas. Salvo que creamos que ella viajó en carruaje durante varias semanas para sorprender a un hombre que había conocido diez años antes, lo más lógico sería especular que habían seguido manteniendo contacto, probablemente luego de la partida del marido.

¿Cuál fue el tiempo en que coincidieron en Buenos Aires desde la separación informal de los Ezcurra? De los veintiún meses que corrieron entre junio del año 10 y febrero del 12, Belgrano estuvo, en forma discontinua, unos once meses. Si hubo correspondencia, cartas o esquelas, nada de eso ha llegado a nuestros días. Pero el sentido común nos indica que el caballero estaba al tanto del viaje de la dama.

Manuel y Josefa permanecieron juntos en el norte alrededor de ocho meses que, a su vez, serían los únicos. En el transcurso de esos meses de 1812 tuvieron lugar tres acontecimientos que quedaron grabados en los anales de la Patria: la bendición de la bandera argentina en San Salvador de Jujuy (el 25 de mayo), el éxodo jujeño (iniciado el 23 de agosto) y la batalla de Tucumán (el 24 de septiembre).

En Tucumán, a comienzos de enero de 1813, cuando el Ejército se alistaba para marchar rumbo al norte en persecución de los realistas, Manuel y Pepa se separaron, luego de ocho meses de amor y guerra. Él se dirigió a Salta, mientras que ella tomó el camino de regreso. Pero no llegó a Buenos Aires. Se detuvo en Santa Fe. A esperar el nacimiento de su hijo. Porque cuando se despidió de su amado, tenía un embarazo de ocho semanas.

Dolores y Manuel, pasión de primavera

Tucumán lo retendría durante tres años y medio. También allí iba a concebir a su hija, Manuela Mónica.

La madre de la criatura fue María de los Dolores Helguero, quien tenía 21 años cuando dio a luz en mayo de 1819. El hermetismo en torno a la relación del general y la joven dio lugar a hipótesis de todo tipo. Se dijo que se habían conocido en los meses posteriores a la batalla de Tucumán (que tuvo lugar en septiembre de 1812, en tiempos en que Dolores tenía 14 años). También se señaló, como punto de partida de la aventura amorosa, la fiesta que se realizó en la mismísima Casa Histórica, al día siguiente de la Declaración de la Independencia (...).

¿Cómo es posible que el general Belgrano, figura relevante de la historia argentina y, probablemente, el hombre más reconocido de Tucumán en aquellos años haya vivido un romance de por lo menos dos años y medio y no haya quedado ningún vestigio escrito, ninguna alusión en cartas, memorias, autobiografías o evocaciones?

Podría compararse con el caso del propio Belgrano con Josefa Ezcurra, por la ausencia de comentarios de sus contemporáneos. En todo caso, eso tienen en común: no existen referencias directas, nadie vio nada, nadie escuchó nada. Si no fuera por los nacimientos de los niños –el varón en 1813, la dama en 1819–, estos dos romances del general habrían quedado en las sombras. Pero en la reconstrucción de ambas historias, hay más elementos para aclarar el amorío con Pepa Ezcurra porque consta que ella viajó al norte para encontrarse, adoptando un papel más activo que María de los Dolores.

 

☛ Título: Belgrano

☛ Autor: Daniel Balmaceda

☛ Editorial: Sudamericana

 

Datos sobre el autor

Es periodista graduado en la Universidad Católica Argentina. Trabajó como editor de las revistas Noticias, El Gráfico y Newsweek, entre otras.

Es miembro de número de la Academia Argentina de la Historia, miembro titular y vitalicio de la Sociedad Argentina de Historiadores y miembro de número del Instituto Histórico Municipal de San Isidro.

Fue distinguido como Personalidad Destacada de la Cultura por la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires.

Se desempeña como consultor de historia en instituciones y en diversos medios escritos, radiales y televisivos del país.