La Guerra de Malvinas ha sido, durante años, una especie de afrenta para los argentinos, una mancha en el orgullo nacional, que costó décadas en cicatrizar y que produjo daños irreparables en sus protagonistas, en especial, en los jóvenes que fueron enviados a combatir, con escasa experiencia, mal alimentados, con poco abrigo y con armamentos, en muchos casos, obsoletos.
A su regreso, la sociedad les dio vuelta la cara, los trató como “loquitos” e, incluso, los metió en la misma bolsa con los militares que habían violado los derechos humanos durante la dictadura, tras el discurso del presidente Raúl Alfonsín, en el que llamó “héroes de Malvinas” a los carapintadas que se habían sublevado contra su gobierno en la Semana Santa de 1987. ( )
Ningún sector político, sindical o religioso estuvo exento de esto. La comunidad judía local vivió la guerra y la postguerra de la misma forma que lo hizo el resto de la población, ya que se trataba de una parte inseparable de ella, con sus virtudes y defectos, al igual que lo sigue siendo hoy en día.
Sus dirigentes y miembros se vieron sorprendidos con la noticia de la recuperación de las Malvinas, como el resto de los argentinos y, al igual que los demás, iniciaron, en seguida, campañas de ayuda en clubes, sinagogas, centros culturales y colegios para enviar dinero, abrigos y alimentos a los soldados que habían sido movilizados.
Incluso, sus directivos y el rabino Marshall Meyer lograron que cinco religiosos (Baruj Plavnik, Felipe Yafe, Efraín Dines y Tzví y Natán Grunblatt) fueran designados capellanes para prestarles asistencia espiritual a los conscriptos que se encontraban desplegados en diferentes zonas de la costa patagónica y en las islas.
Éste fue un evento histórico ya que, sin saberlo, se convirtió en la primera y única vez que un religioso de una fe que no fuera la Católica realizaba esta tarea en el seno de las Fuerzas Armadas Argentinas. Esto nunca más volvió a ocurrir hasta la actualidad con ningún culto. (...)
Sin embargo, esta actitud cambió rotundamente cuando terminaron los combates y esos mismos jóvenes, a los que antes habían buscado asistir, retornaron a sus hogares cargando con las consecuencias físicas y psicológicas que implica una guerra.
Muchos de esos muchachos, en su mayoría de dieciocho o diecinueve años, guardaban en sus mentes y sus cuerpos los traumas causados por el antisemitismo y las torturas a las que habían sido sometidos por sus oficiales y suboficiales por su condición de judíos durante su estadía en las islas, como se verá en este libro.
Pese a esto, los directivos de las instituciones centrales comunitarias y los propios rabinos que habían sido movilizados nunca más volvieron a preocuparse (salvo en casos excepcionales) por su salud, sus necesidades espirituales, psicológicas, económicas y, sobre todo, humanas durante treinta años.
En cambio, recibieron el rechazo de los clubes a los que fueron a pedirles becas o el desinterés de la propia Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA) que se comprometió en apoyar a algunos de los que fueron a golpearle la puerta en 1982, pero jamás lo hizo.
Esta situación se acrecienta aún más debido a que la Delegación de Asociaciones Israelitas Argentinas (DAIA) siguió intentando convertir en estable la capellanía rabínica en el Ejército tras la finalización de la guerra, algo que trató de repetir infructuosamente a comienzos de la década del 90. Sin embargo, no hizo ningún intento por saber si los veteranos de Malvinas precisaban alguna clase de apoyo.
Este proceso de desmalvinización que vivió la comunidad judía argentina fue similar a la que padeció el país, al punto de que las siguientes generaciones de dirigentes desconocían lo que habían conseguido sus antecesores con la presencia de los rabinos en el Ejército durante la guerra o la ayuda que se había enviado a los soldados durante el conflicto del Atlántico Sur.
Tanto es así que la propia DAIA ni siquiera incluyó este evento dentro de su libro “75 años de historia: Década a década en imágenes y palabras”, a pesar de que sus dirigentes estuvieron personalmente involucrados para que esto se concretara.
Ese clima de ignorancia y desinterés se mantuvo así durante treinta años. La labor que llevaron a cabo los veteranos de Malvinas Silvio Katz, Sergio Vainroj y Claudio Szpin y las denuncias vertidas en el libro “Los rabinos de Malvinas: La comunidad judía argentina, el antisemitismo y la guerra del Atlántico Sur” en 2012 hicieron despertar a la colectividad de su letargo. (...)
La Sociedad Hebraica Argentina fue la única que comprendió la importancia real que tiene este concepto tanto para ellos como para el pueblo judío. Por eso, impulsó la publicación de este libro, tras haberlos nombrado “socios distinguidos” y haber colocado una placa en su homenaje en la puerta de su sede de Pilar en 2019.
*Autor de Los soldados judíos en Malvinas, Ediciones Hebraica.
(Fragmento).