La mujer judía en la familia desde diferentes miradas
Adelantamos nuestra intención de analizar la mujer en la familia, en toda su perspectiva vital; la maternidad, los embarazos, los partos, cómo ser madre y ama de casa en el ghetto. No hay que dejar de tener en cuenta que la mujer había sido excluida de su hogar, que en la mayoría de los casos había sido ocupado por los nazis.
De esta manera, pues, vamos a ubicar a la mujer en su universo familiar, incluso en el infierno nazi.
Porque lo cierto es que todo cambió en pocos años desde 1939.
Como referimos, los judíos fueron obligados a abandonar sus viviendas y la mayoría de sus pertenencias, ya que sólo podían llevar consigo lo indispensable, y fueron conducidos a los guetos que les habían sido asignados previamente. Para las mujeres fue muy doloroso abandonar sus hogares debido a que sus actividades e identidad estaban allí centradas.
En esa situación se relató en La mujer en la Shoah, Nuestra Memoria, Buenos Aires, año VIII, n. 18, agosto 2001: “Muy pronto se difundió la noticia que todos los judíos debían abandonar sus hogares y marchar al gueto. Empacamos una valija con lo más necesario “se acercan el otoño y el invierno– nos ponemos toda la ropa que podemos (...). Duele separarse de la vivienda, donde nací y me formé... tantas alegrías y penas vividas aquí... ¿Y a dónde nos mandan ahora? ¿Qué penuria nos espera?”
Los testimonios se reiteran, pero la historia es sólo una.
Casi desde el comienzo, hubo que compartir habitaciones, cocinas y baños con desconocidos, lo que llevó a que la intimidad fuera casi un recuerdo del pasado y, para las mujeres, fue mucho más difícil adaptarse a dicha situación. (…)
Volviendo a la vida en el gueto, la mujer tenía que preocuparse por la comida, trabajar en los campos, dedicarse a las tareas de las casas, cocinar, atender a los niños y en ese caso protegerlos y en su caso salvarlos de la persecución. En realidad, esas actividades componían un cuadro de heroísmo cotidiano protagonizado por mujeres comunes.
El tema es que cuando tratamos el tema del género no implica solo los papeles que les atribuye la sociedad a las mujeres judías, sino también las expectativas que tienen las personas y la misma sociedad con relación a ellas, sin dejar de tener en cuenta que el género femenino, en esta situación de vulnerabilidad, de alguna manera, opera como un factor agravante de la situación.
Veamos, pues, a la mujer como ama de casa en el gueto. Recordemos la vida cotidiana en el gueto: hacinamiento, frío en invierno, falta de combustible, limpieza sin jabón, una sola cocina para muchos con la hiperconflictividad que supone la mera convivencia.
El día a día es penoso y la vida implica que luego de realizar las tareas habituales en el ámbito de la familia, la mujer tenía que caminar con las ollas antes de cocinar y después de la cocción de los alimentos servir la comida a todos. Mientras tanto, ni hablar de la relación con sus hijos, que significaba incrementar el trabajo. Esto significa que, a las tareas indicadas, se van agregando otras, que agravan y suman cansancio al cansancio. Una rueda sin final.
Por otra parte, la decisión de retirarse y abandonar las casas, de manera obligatoria, con la concentración en los guetos, implicaba como es de suponer, la selección de los bienes y al mismo tiempo ejercer opciones. (…)
Una vez en el gueto lo imperioso era subsistir, alimentarse.
¿Qué sucedía con el racionamiento? Las historias son múltiples, dramáticas con pérdida de límites de lo humano. Se ha dado un caso en el gueto de Lodz, en el que un niño denunció a sus padres por el robo de su pan.
También hay diversos casos en los que se refiere la situación de la madre, que escondía la comida para procurar administrar en el racionamiento.
Ahora bien, es el caso de analizar la situación de la mujer ante situaciones límites.
¿Cuál es el papel de la madre cuando comienza la razzia de niños? Se dice que la primera acción de las mujeres judías en esa situación, ha sido la de apartar, retirar o alejar a los niños del gueto, con el peligro que ello supone.
Aquí surge un nuevo problema, porque la cuestión fue cómo encontrar alguna persona que aceptara refugiar a un niño, o bien una familia o incluso un sacerdote que aceptara esa situación. La mujer se encargaba de esa tarea dolorosa de abandonar al hijo para salvarle la vida.
Sobran testimonios desgarradores en el gueto de Varsovia. Hay casos de madres que se resistieron a la entrega de niños, y a veces se ofrecieron para sustituir ellas la entrega y camino a la muerte en lugar de los hijos.
En otros casos, las mujeres decidieron ir con un niño e incluso, lo más dramático, de madres que entregaron a los niños para salvar a los demás. Una vida a cambio de otras: una matemática atroz.
Incluso en situaciones límites, hubo casos de madres que paralizadas, no adoptaron actitud alguna. Es conmovedora la reacción ante el temor y, en gran parte, esas situaciones responden a la esencia del nazismo, con su disciplina del terror.
Nos referimos al género y ello implica lo que la sociedad proyecta para cada sexo en especial, expectativas y resultados previsibles. En el caso de las mujeres, las expectativas con relación al género femenino no cambian, como, por ejemplo, en el caso del arreglo de la casa, la comida o la salud, porque las distintas situaciones de género, no es que suministren una situación de mejora, sino que implican un aditamento, un agregado a las demás tareas, que colocan a las mujeres, a las mujeres comunes, en situación heroica.
Recordemos que, en verdad, mientras se iban acumulando tareas cada vez más dolorosas; también, para destacar la responsabilidad de las madres judías, había carteles en el Judenrat que instaban a las madres para que llevaran sus hijos a vacunar.
Ni aún en los peores y más dramáticos momentos, las madres dejaban de ser madres.
La razón es evidente: las madres judías eran madres más allá de todo y de todos.
☛ Título: Los judíos
☛ Autor: Juan Antonio Travieso
☛ Editorial: Claridad
La cocina como algo más que el acto de cocinar
Este libro nace con la intención de ayudar en la tarea diaria de la cocina. Eligiendo opciones generalmente aceptadas y “queridas”, con la atención puesta en los ingredientes. Buscando formas creativas de incorporar más verduras, frutas y alimentos nutritivos en las preparaciones clásicas que a todos nos gustan.
Es una propuesta que está escrita con la humildad de sumar, sin juzgar ni presionar. Simplemente es una mano amiga, que te da algunos tips para que eso que hacés todos los días tenga una vueltita de rosca y se convierta en algo más saludable.
La idea es tener recetas que te ayuden a “resolver”, sin acudir en automático a los alimentos ultraprocesados.
Vengo de la industria alimenticia. Es parte de mi historia y no reniego de eso. No estaría aquí si no hubiera transitado ese camino.
No hacía y no hago apología de la industria. No me pongo de la vereda de enfrente, no soy fundamentalista, pero tampoco me gusta ofrecer a mi familia todo empaquetado.
Creo fervientemente en la importancia de la cocina como algo más que el acto de cocinar. Creo que la comida hecha en casa alimenta más que cualquier cosa y en un sentido más amplio que el nutricional, porque lo casero propicia los momentos compartidos, fortaleciendo los vínculos, las relaciones familiares, aunque lo que cocines sea una pizza.
Tus manos puestas en una masa hacen que sea distinta. Hacen que ese plato tenga algo de vos, de lo que tenés para darle a otros, lo que lo hace imposible de reemplazar o igualar por un delivery o un pack de cualquier producto.
Cuando comemos, asimilamos no solo los nutrientes, sino también la energía de la comida. Los alimentos tienen distintas cualidades y propiedades energéticas, dependiendo de dónde, cuándo y cómo son cultivados, así como la forma en que son preparados. Sintonizar con estos aspectos sutiles nos vuelve más conscientes de cómo nos afectan.
Además, al cocinar en casa, sabés qué estás comiendo. Aun si elegís envasados, los combinás, los podés equilibrar, conocés cada ingrediente de ese plato, y sabés qué le estás dando a tus seres queridos.
Hoy nuestra familia está compuesta por cinco varones y yo. Ellos tienen distintas edades, están en diferentes momentos de la vida y con gustos variados. Tienen nueve meses, cinco, 13, 15 y 47 años; y estas recetas están “testeadas” con ellos.
Somos una familia donde la alimentación es importante, sí. Nos dedicamos a la producción de alimentos agroecológicos, pero no tenemos conductas radicales: ni comemos rigurosamente todo natural, ni descuidadamente todo procesado.
Nuestra dieta es muy variada, no estamos catalogados bajo ninguna corriente de alimentación. No somos veganos, pero nos encantan las verduras (comemos muchas), y ojo, también nos encantan las hamburguesas con cheddar. Pasamos de la pizza con masa de harina de lupino, con tomate y palta, a las milanesas con papas fritas.
Creemos en la variedad y la Biondividualidad donde la elección de incluir o excluir algún alimento tiene que ver con lo que a uno le hace bien, sin reglas genéricas como “los hidratos están mal”, “los lácteos hacen mal”, “la papa es mala”, “el azúcar mata”, “hay que excluir todos los productos blancos de la dieta”.
Creemos más bien en una alimentación inclusiva. ¿Y qué es eso? Pensar en una forma de alimentarnos no polarizada, sin agredir ni desacreditar al otro, sin juzgarlo por lo que come. No somos detractores de ningún alimento, nuestro foco está puesto en la calidad y en la caseridad.
Pienso que, como todo en la vida, la clave es el equilibrio para sostener hábitos saludables que te acompañen diariamente.
Claro que es importante comer alimentos nutritivos para mantener una buena salud, sin embargo, puede resultar poco conveniente ser un fanático de la comida. No es lo que comés una que otra vez, sino lo que comés la mayoría de las veces lo que marca la diferencia.
Lo que quiero es invitarte a una transición hacia una alimentación simple, sin imposiciones, incorporando pequeños cambios que tendrán un impacto importante en vos y en quienes querés. Agradeciendo lo que hoy comemos, mirando con más cariño lo que hoy tenés.
Y de yapa, quizás hasta anímicamente te movilice algo, por lo menos a mí me pasa eso cuando logro que una comida que está hecha con verduras sea bienvenida y los platos queden vacíos. Me genera una satisfacción enorme. ¿Me conformo con poco? Quizás sí, y tal vez de eso se trate la cosa. (...)
Una de las cosas que más recuerdo de haber estudiado Health Coach es la importancia de los verdes. Y aprendí que siempre deberían estar presentes en nuestra mesa por los innumerables beneficios que tienen.
desintoxican, depuran, mejoran el sistema inmunológico dan saciedad, contienen ácido fólico, son ricos en fibra (previenen la constipación), mejoran la absorción de nutrientes, tienen calcio, potasio, magnesio vitaminas a y c, tienen una enorme riqueza de antioxidantes
A la hora de elegirlos sé creativ@, existen muchos verdes además de la lechuga, la espinaca y la acelga.
pepino, espárragos, repollitos de bruselas, zapallitos, brócoli, rúcula, radicheta, zucchini, cebolla de verdeo, apio, chauchas, palta, arvejas, morrón verde, alcaucil, puerro, habas, kale, escarola, berro, etc., etc., etc... Podés incluirlos en las preparaciones o en los acompañamientos. (...)
Cuando éramos chicos, el postre siempre era una fruta. (...). Considero que hay una especie de magia cuando la fruta está cortada, fresca y lista para comer. Muchas veces escucho que comer sano es caro o lleva mucho tiempo y me pregunto cuánto te lleva cortar una manzana o abrir una mandarina o cortar un melón o una sandía. Hacé la prueba: dejar la fruta disponible y lista para comer tienta más de lo que te imaginás.
☛ Título: Me importa un rábano
☛ Autora: Lucía Calogero
☛ Editorial: Aguilar
Strassera: no militaba en política y se oponía al peronismo
J ulio César Strassera nació en Comodoro Rivadavia en 1933. Su padre era empleado contable de YPF y se vio tentado por los cincuenta pesos extras que la compañía ofrecía por trabajar en zona alejada. También le daban vivienda. El matrimonio Strassera, que estaba por tener a Julio, su primer hijo, pensó que esos años de sacrificio valdrían la pena y que el ahorro sería significativo.
Cuando el primogénito tenía cuatro años regresaron a Buenos Aires. Ya eran cuatro: había nacido otro varón. Se instalaron en Villa Ballester. Julio concurrió primero a una escuela alemana, y tal vez allí haya quedado encandilado por la cultura germánica. Después la familia se mudó a Palermo y él pasó a un colegio estatal. Las turbulencias en el matrimonio de sus padres se acentuaron hasta que la separación fue inevitable.
Entre los muchos cambios que esto supuso, el inmediato para Julio fue que lo enviaron pupilo al colegio San José, que quedaba sobre la calle Azcuénaga, en el barrio de Once. Allí fue educado por padres bayoneses. A pesar de las apariencias, en esos cuatro años no se fraguó su anticlericalismo extremo posterior. Siempre habló con cariño de los padres del San José y de sus enseñanzas. No se sabe el motivo, pero no finalizó sus estudios en el colegio católico: los últimos años de secundario los cursó en el Nacional Sarmiento, turno noche, un nido de repetidores y expulsados de otros colegios privados: el alumnado parecía un casting para Doce del patíbulo.
La situación económica de la familia no era holgada, por lo que debió trabajar desde joven. Fue empleado en YPF, en la Standard Oil, en una compañía de seguros y en algún estudio de abogados. Cambiaba frecuentemente. No solo lo hacía porque le pagaban poco y porque carecía de vocación. Sus enojos conseguían que lo echaran seguido. Strassera no dudaba en discutir con un superior si creía que tenía razón.
En esos años, y mientras vivía con su madre, ingresó a la Facultad de Derecho. No supo bien por qué. No sentía que su vocación fuera profunda. Al poco tiempo le consiguieron un cargo ad honorem, de meritorio (o pinche, como se decía en esa época), en el juzgado del doctor Inchausti, en la Justicia Penal. Ese golpe del destino hizo que se dedicara a esa rama del derecho y no al Comercial o al Administrativo. “Siempre, aun de joven, tuve una suerte de vocación de justiciero, que se evidenciaba en las discusiones con mis amigos. Cuando alguien tenía razón, yo era capaz de pelearme con cualquiera para decir que era él que estaba en lo cierto. Un fiscal debe tener cierta vocación por la verdad y la Justicia”, le dijo a José Eliaschev.
Ya por ese entonces era radical y se oponía al peronismo. No militaba en política, pero sus elecciones las tenía claras desde el inicio.
Se casó muy joven y se divorció al poco tiempo. La angustia por el fracaso matrimonial lo hizo sumergirse en el estudio. Aprobó muchas materias como alumno libre. Como no tenía plata para comprar los libros de cada materia, por lo general caros, se la pasaba horas en la biblioteca de la facultad. Se recibió ya de grande, en 1965. Eran muchos “en algunas ocasiones hasta él” los que pensaban que su posibilidad de hacer un buen camino profesional ya había pasado, que el tiempo perdido no iba a poder recuperarlo. Por entonces, convertirse en profesional, lograr un título universitario en una de las carreras tradicionales, por lo menos auguraba que no pasaría necesidades.
Después de unos años sin que le llegara el nombramiento que esperaba, al producirse una vacante para el puesto de secretario de juzgado fue nombrado otro compañero. Strassera consideraba que él merecía ese lugar. Se enojó y se fue de la Justicia. Se dedicó a ejercer como abogado durante unos meses.
Pero para él no era lo mismo. Había descubierto su vocación: estaba del otro lado del mostrador de Tribunales. Poco tiempo después le ofrecen ser prosecretario electoral. Su siguiente nombramiento fue como secretario del Juzgado Federal 4, otra vez, a cargo del juez Inchausti.
En 1973, tras la victoria de Cámpora, se produjo la disolución de la Cámara Penal que había creado el gobierno de Lanusse para perseguir delitos de violencia política, conocida como “Camarón”. Strassera y el “Chino” Díaz Lestrem fueron designados para liquidarla y repartir sus expedientes entre los distintos juzgados federales. En su fuero interno se oponía a la amnistía decidida por el gobierno del delegado de Perón, pero como miembro de la Justicia la aceptó.
En esa época ya había sido ascendido a fiscal federal. Después del Golpe de marzo de 1976, Strassera y todos los miembros de la Justicia que continuaron en sus cargos –la enorme mayoría– debieron jurar por los estatutos del Proceso. La norma indicaba en su artículo 5°: “Los magistrados y funcionarios que se designen y los que sean confirmados, deberán prestar juramento de acatamiento a los objetivos básicos fijados por la Junta Militar, Estatuto para el Proceso de Reorganización Nacional y la Constitución Nacional en tanto no se oponga a aquélla”.
“Juraron todos. Hasta entrada la segunda década del siglo XXI seguía habiendo funcionarios judiciales que habían hecho ese juramento. Era una rutina tonta. Creo que el juramento lo tomaba el juez que pedía cumplir el estatuto del Proceso y con la Constitución. No me provocó el más mínimo conflicto personal ni arrepentimiento. Eso no vulneraba mi dignidad como persona, ni mi decencia como funcionario”, dijo.
En años recientes, de un lado y del otro de la grieta, se tiraban con estos juramentos por la cabeza. A Strassera las agrupaciones y medios que defendían a los militares ya lo habían señalado por eso durante el Juicio. Luego esas acusaciones las repitieron de manera textual, hasta eligiendo los mismos casos, los militantes kirchneristas. Del otro lado, los señalamientos por los habeas corpus se le endilgaban a Eugenio Zaffaroni.
Strassera como fiscal, durante los primeros años de la dictadura, emitió dictámenes para rechazar habeas corpus. El procedimiento era similar: pedían informes a diferentes organismos públicos, que siempre volvían con resultado negativo. Ante la falta de información, el fiscal informaba que el recurso debía ser rechazado y el juez decretaba el rechazo. En los casos en que un detenido estaba a disposición del Poder Ejecutivo también se rechazaba: formalmente se cumplía con las normas de excepción.
El informe de la Conadep habla de la Justicia de esos años y en específico de los habeas corpus: “Salvo excepciones, homologó la aplicación discrecional de las facultades de arresto que dimanan del Estado de Sitio, admitiendo la validez de informes secretos provenientes de los organismos de seguridad para justificar la detención de ciudadanos por tiempo indefinido. E, igualmente, le imprimió un trámite meramente formal al recurso de hábeas corpus, tornándolo totalmente ineficaz en orden a desalentar la política de desaparición forzada de personas”.
Entre 1976 y 1983 se presentaron alrededor de 8.500 habeas corpus. Casi todos fueron rechazados.
En 1981 Strassera dejo de ser fiscal y fue nombrado como Juez de Sentencia. Según sus dichos, este ascenso fue una manera de sacarlo del medio, de enviarlo a lidiar con delitos comunes después de que con algunas de sus intervenciones molestara al poder.
En los primeros días de diciembre de 1983 un enviado del futuro Ministerio de Educación y Justicia llegó a su despacho y le propuso ser fiscal ante la Cámara Federal. Strassera pidió un tiempo para pensarlo y para consultarlo con su familia. Los plazos urgían y el emisario le dijo: “Tiene 24 horas”. Aceptó la propuesta al día siguiente.
☛ Título: El fiscal
☛ Autor: Matías Bauso
☛ Editorial: Ariel
El trabajo como una actividad humana que agrega valor
Nuestra vida actual está definida por el trabajo. Es difícil imaginarnos sin trabajar. Cuando éramos niños veíamos a nuestros padres trabajando. Queríamos ser maestros, policías, bomberos. Hasta que nos dimos cuenta de que en esas profesiones los sueldos son paupérrimos.
Bienvenidos a la realidad. Estudiamos para ir a trabajar. Trabajamos como burros y luego añoramos jubilarnos, salvo que las jubilaciones sean muy malas y tratemos de sostener el trabajo para no morirnos de hambre. Y, cuando nos jubilamos, extrañamos la oficina. Odiamos y amamos el trabajo por igual. Hay sociedades, como la japonesa, donde ser despedido del trabajo es una ofensa y una vergüenza que lleva al suicidio. Estar mucho tiempo sin trabajar produce frustración y depresión y, eventualmente, puede ser un estigma en la sociedad.
En este libro consideramos una definición amplia del trabajo que no se limita expresamente a las actividades de mercado sino aquellas actividades humanas que agregan valor y modifican el valor de uso de bienes y servicios.
¿Cuánto tiempo pasamos trabajando? Al menos un tercio de nuestro tiempo. Un estudio sobre el tema considera que el trabajo implica un 25/30% del tiempo de las personas asalariadas, 40% de las amas de casas y 50% del tiempo de las madres que, además de trabajar, se hacen cargo de sus hijos. Dormir nos insume un tercio de nuestro tiempo, y comer y atender el cuidado personal, un 10%. Las horas destinadas al ocio y diversión van del 30% para los asalariados, 15% para las amas de casa y algo menos del 5% para las madres que trabajan. Por lo visto, el trabajo no es lo mismo para todos y las horas libres van en detrimento de algunos. Pero no siempre fue así.
En octubre del año 1963, Richard Borshay Lee, un estudiante de doctorado de antropología de la Universidad de California, se instaló en el remoto desierto en el noreste de Botswana, en África. Su idea era observar la vida de una de las últimas sociedades de cazadores recolectores del mundo: los ju/´hoansi. Lee especulaba que, estudiando a las sociedades que siguieran con sus costumbres de cazadores recolectores, podría colaborar con los antropólogos y arqueólogos para entender cómo era la forma de vida hace diez mil años. Fue el primero en hacer eso.
En una presentación, famosa en su momento, Lee explicó que los ju/´hoansi lo convencieron de que la vida en estado de naturaleza no era tan espantosa ni tan brutal como se creía hasta entonces. Uno de los descubrimientos más relevantes que hizo Lee es que esa tribu realizaba un modesto esfuerzo para recolectar el alimento que necesitaba y tenía mucho más tiempo libre que las personas civilizadas de la actualidad. Su cálculo implicaba que en promedio esas sociedades primitivas requerían alrededor de 17 horas semanales para conseguir alimento más otras veinte horas para preparar la comida, conseguir reparo y los arreglos que tuvieran que realizar.
Esto es mucho menos de lo que una persona hoy necesita para trabajar y cumplir las tareas domésticas. Antes de la revolución del Neolítico, doce mil años atrás, la actividad básica de los humanos era procurarse alimentos a través de la caza y la recolección. A ningún ancestro de esa época se le ocurría quedarse con todo lo que había recolectado o cazado. La necesidad de cooperación de los cazadores recolectores proviene de la imposibilidad de cazar un gran animal por medios propios.
Correr detrás de un antílope durante un día caluroso por 23 a 40 kilómetros hasta que el animal se canse y logre ser capturado puede ser agotador.
El mundo previo al Neolítico era uno donde reinaba la igualdad, donde se compartían los frutos de la colecta y la caza, y donde abundaban la generosidad y la reciprocidad, según algunos especialistas. Un mundo donde, salvo los peligros de los feroces animales salvajes y la esperanza de vida escasa, hubiera sido el paraíso para el igualitarismo marxista.
Siendo la provisión de alimentos la actividad más importante en la vida de estos ancestros, la educación y el desarrollo de los más chicos para llegar a ser buenos cazadores resultaban fundamentales. A partir de trabajos empíricos y literatura etnográfica, se considera que el training de los más chicos comenzaba con la observación de la caza. A esa edad, los adultos proveían a los niños de pequeñas armas de caza. Entre los cinco y siete años ya acompañaban a los adultos en viajes de caza, y a los 12 o 13 años eran introducidos en las estrategias de caza para que, al final de la adolescencia, comenzaran con dicha actividad.
En aquella época la caza y la recolección insumían gran parte del día, por lo que era muy difícil la especialización. El foco era la supervivencia y sobrevivir significaba salir a buscar comida. A falta de restaurantes, hay que ir a las fuentes.
Marshall Sahlins, profesor de antropología y experto en la economía de las sociedades primitivas, es enfático al explicar la falta de especialización en estas sociedades: la movilidad y la propiedad, dice Sahlins, están en las antípodas. Es que una sociedad con foco en cazar y recolectar para sobrevivir requería movilidad y esta implicaba no tener grandes posesiones para poder trasladarse, acceder rápidamente a los alimentos y despreocuparse por generar un stock de mercadería. Imaginemos nuestra sociedad hoy y la cantidad de metros cúbicos que necesitaríamos para mudarnos. Algo imposible en la sociedad primitiva.
Este mundo de supervivencia, sin especialistas y sin apuro, también era más igualitario con la mujer. Los antropólogos consideran que las mujeres en sociedades de cazadores recolectores vivían en perfecto estatus de igualdad.
De hecho, las mujeres en estas sociedades adquirieron un estatus más alto que en cualquier sociedad en el mundo contemporáneo. Muchos estudios etnográficos muestran gran cooperación entre hombres y mujeres al cazar en Botswana y Namibia. También se encontró cooperación intensa entre hombres y mujeres en los yámanas de Tierra del Fuego, 6.200 años atrás. Salvo la construcción de las canoas, todo lo referente a las mismas era responsabilidad de las mujeres.
Estas tribus llamaron la atención de los antropólogos y especialistas debido a que no recolectaban más de lo que necesitaban. No les importaba almacenar comida.
Para el antropólogo James Woodburn, este tipo de cortoplacismo era la base de sociedades igualitarias, estables y duraderas. Woodburn se dedicó a comprender la vida de la tribu hadza del lago Eyazi en Tanzania. A este estudioso le llamaba la atención el hecho de que estas sociedades no tenían jefes, líderes o autoridades que manejaran instituciones y tampoco toleraban la riqueza material que diferenciase a los individuos. Concluyó que la actitud de las sociedades de cazadores recolectores frente al trabajo no era puramente confianza en saber que habría qué comer, sino que era parte de normas sociales y costumbres que aseguraban que la comida y otros recursos materiales fueran distribuidos de manera igualitaria.
En este mundo básico e igualitario, el trabajo se hacía en una cooperación mutua. Se buscaba el alimento y se lo dividía sobre la base de la reciprocidad. ¿Cómo hacían estas sociedades para evitar el individualismo? La respuesta está en los rituales y hábitos, gracias a los cuales las personas podían compartir tiempo espacio y alimento con propios y ajenos.
Jon Yates explica que, en los pueblos primitivos, mientras más grande la tribu, mayor intensidad en los rituales.
¿Por qué? Porque una tribu grande se enfrenta al riesgo de la fragmentación. Entonces los rituales que generaran vínculos eran importantes para poder seguir juntos. Yates describe el ritual del epeme de la tribu hadza que mencionamos anteriormente. En las tardes, cuando la luna se esconde, los hadza no hablan, no cuentan historias, pero danzan el ritual del epeme, que ha atravesado generaciones hasta llegar a la actualidad.
☛ Título: Fragmentados
☛ Autor: Andrés Hatum
☛ Editorial: Vergara