DOMINGO
LIBRO / La autobiografa de Pepe Eliaschev

Vivir para contarla

En Me lo tenía merecido, el columnista del diario PERFIL se atrevió a algo que pocos periodistas pueden hacer en la Argentina actual: mirar al pasado, enfocándose en su propia vida, pero sin dejar espacio para la indulgencia. Desde el niño judío que se crió con sus abuelas “rusas” que le ofrecían manjares culinarios, pasando por el joven que se interesó por la política en el Nacional Buenos Aires, hasta llegar a este curioso cronista que viajó por todo el mundo. Aquí, se reproduce el momento en el que Pepe se toma un avión a Nicaragua para retratar la Revolución Sandinista.

Hombre de letras. Eliaschev era muy cuidadoso con sus textos. Riguroso con la información y con la escritura del material. Junto a Nélson Castro, Magdalena Ruiz Guiñazú y Jorge Lanata, fueron los prim
| Cedoc Perfil

Una mañana sonó el teléfono en nuestro departamento del octavo piso del 333 East de la calle 43: desde Milán, Petrucci me decía que había una guerra civil en Nicaragua y que una guerrilla castrista estaba a punto de deponer al dictador Somoza. Me proponía ir a Nicaragua, sin fecha de regreso, a cubrir esa guerra. Se me alborotó la sangre. Corté y lo llamé a Terragno a Caracas para proponerle ser también enviado del diario, donde se salían de la vaina para cubrir el conflicto ya que en Venezuela había maciza simpatía por los sandinistas. “Hace días que queremos entrar por Costa Rica y no podemos cruzar la frontera, si vos podés, sos nuestro enviado”, me dijo.

Como siempre, Victoria no sólo no se opuso ni se asustó, sino que me dio su acuerdo y aprobó, con su coraje proverbial y sin cuestionarlo, mi plan: renuncié a la AP, pasé a retirar varios miles de dólares para los gastos de la expedición en la Rizzoli de Nueva York, la editora de L’Europeo, y me compré un pasaje a Miami por Eastern Airlines y el tramo a Managua por Lanica, la empresa aérea de Somoza. Mi condición de corresponsal en Nueva York me permitió que me deslizara del aeropuerto Kennedy a Managua sin obstáculos.

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No tenía la más remota noción de cómo volvería a suelo norteamericano. Nunca tenemos idea de las imprevisibles derivaciones de las cosas. Desde Caracas, la gente de El Diario alegaba que ellos no podían entrar desde Venezuela a Nicaragua porque el gobierno de Carlos Andrés Pérez apoyaba abiertamente a los sandinistas.

En 1979, con un hijo que aún no había cumplido cinco años y otro que tenía dos, partí de Manhattan como si me fuese a una cobertura normal, sin dramatismo y con promesas de volver con regalos. Me compré una Asahi Pentax en el free shop de Miami y partí como se estilaba, con anotadores, una máquina de escribir portátil, un pesado grabador de mano del tamaño de una caja de cigarros y los dólares que había recogido en Nueva York. Empachado de orgullo estaba; iba como enviado de L’Europeo, un hoy desaparecido semanario italiano con redacción en Milán, El Diario de Caracas de Rodolfo Terragno, y Unomásuno de Ciudad de México. (…)

Cuando andamos por tierras lejanas imantados por un suceso que nos congrega, los reporteros somos una manada de gentes difíciles y poco queribles. Confusos, narcisistas, inestables, peripatéticos, gregarios y a la vez egoístas, nos constituimos en un cuerpo amuchado y exigente. Las guerras civiles o los enfrentamientos que explotan dentro de naciones débiles succionan hordas de enviados especiales exigentes y ansiosos.

En ese junio de 1979 formaría parte de esa patrulla gruñona, veterana e insaciable. El domingo 10 de junio estaba registrándome en el Intercontinental de Managua. Mientras recorría la devastada e inconcebible Managua, sabía que mi vida había cambiado mucho. En nuestra casa neoyorquina de Tudor City me esperaban Nicolás y Tomás, un bebé de veinte meses. Y Victoria, claro, una madre todoterreno. De inmediato me di cuenta de que era el único periodista argentino en ese enjambre. Los norteamericanos habían descendido en masa sobre la polvorienta Managua; la inminente caída de Somoza era una historia irresistible, él era el archi hijo de puta propio de los Estados Unidos, pero un canalla de ellos, inalienable. (…)

Por las mañanas salíamos del Intercontinental en grupos de cuatro o cinco periodistas; conseguíamos una camioneta de patrullaje para saltar el cerco de los soldados de Somoza y tratábamos de verificar cuál era la cercanía real de los sandinistas. Llevaba mi Pentax colgada del cuello y la grabadora con la que pretendía recoger sonido. Todo mi equipamiento era elemental y mis herramientas denotaban la frugalidad del francotirador. Aunque procedía de Nueva York, me sentía un imberbe cuando veía trabajar a los equipos de la ABC, la NBC y la CBS que dominaban el escenario.

Procedía con temeridad ridícula, como si las balas estuvieran preocupadas por no tocarme jamás. Los tiroteos ya se daban en la ciudad fantasmal y todavía más demencial era regresar al hotel y pedir un sándwich de atún o una ensalada César en la cafetería. Sin miedo consciente, en esas excursiones al frente de batalla contemplaba la cercanía de los balazos en las escaramuzas más o menos abiertas entre la Guardia Nacional de la dictadura y los insurgentes sandinistas que ganaban terreno hora a hora. Imperturbable, recogía vainas servidas para llevar de regalo a mi familia y seguía junto a mis colegas, entre quienes recuerdo a una preciosa fotógrafa francesa, un apático reportero brasileño y una intensa cronista del Washington Post. (…)

Fue el 20 de junio de 1979 cuando pasó lo que tenía que pasar, la muerte vino a visitarnos. Yo llegaba al hotel con dos reporteras brasileñas y un camarógrafo mexicano cuando vimos un alboroto notable en la puerta y una nube de vehículos. Supimos que estábamos en problemas. Serían las tres de la tarde cuando observamos en la puerta del Intercontinental un bullicio especial que enseguida se hizo temible. Camionetas, ambulancias y autos varios, soldados con el fusil en posición de tiro. Algo feo y grande había pasado. Lo supimos enseguida al pisar el lobby, polvorientos y agotados.

Habían matado a un camarógrafo norteamericano. Enseguida nos enteramos de que Bill Stewart, un reportero de ABC News de los Estados Unidos, de 37 años, había sido matado a balazos por un soldado de la Guardia Nacional somocista. El equipo de ABC regresaba a Managua desde el norte en una camioneta que, como todos los taxis y furgonetas que usábamos, llevaba el cartel “Foreign press”. Detenidos por una patrulla, los norteamericanos y su intérprete quisieron identificarse y exhibieron una bandera blanca. Según los relatos que con los años se fueron armando, el soldado lo encañonó con su fusil M16 y le gritó: “Ponte de rodillas, hijoeputa, ponte de rodillas”. El periodista, arrodillado, alcanzó a suplicar: “No español, no español, yo periodista”. De inmediato, el soldado le ordenó que se echara a tierra. “¡Acuéstate, hijoeputa!”. El periodista obedeció, pero el nicaragüense le dio un puntapié en el lado derecho y retrocedió, mientras Stewart se quejaba del golpe. Volvió a implorar: “No español, yo periodista, yo periodista”.

El guardia somocista levantó en el aire su M16, apuntó y le disparó en la nuca. Se ha dicho que el asesino tenía 18 años y, enjuiciado tiempo después por los revolucionarios ya en el poder, lloró amargamente.

Mientras los periodistas nos contaban los acontecimientos en el lobby del alborotado hotel, sabíamos que el equipo de la ABC se había encerrado en el tercer piso, que estaba totalmente contratado por la TV norteamericana. Desde allí transmitieron las imágenes a todo el mundo, empezando por el noticiero de la ABC, conducido por Ted Koppel desde Washington DC. Esa noche no sólo había muerto Stewart, fríamente asesinado por un vulgar analfabeto uniformado. También le había llegado el final a Tachito, convertido en un dead man walking. (…)

Anocheció en medio de las murmuraciones y las conjeturas de los cien reporteros que dormíamos en el Intercontinental, un 75% de los cuales eran norteamericanos.

Y después de la cena, encerrados en el hotel asediado, circuló la versión de que a primera hora de la mañana el dictador daría una conferencia de prensa en su búnker. En el desayuno de ese 21 de junio se nos confirmó la versión, y al mediodía ingresamos al refugio de Somoza. El sátrapa se presentó con llamativa presencia de ánimo, leyó una declaración lastimera, en su dicción repulsiva, pidió disculpas por el crimen, informó que el soldado estaba preso y que la prensa tenía todo su respeto. Hablaba como lo hizo años más tarde el presidente Gonzalo Sánchez de Losada, Goni, de Bolivia, con ese acento fuerte e inconfundible de quien ha cursado la escuela primaria y su secundaria en los Estados Unidos. Hablaba como un yanqui, eso es. Su verba era repelente. Yo lo encaré y le pregunté por las garantías que teníamos los periodistas de que los soldados no siguieran disparando al bulto contra nosotros. Somoza, que tenía una mirada verdaderamente torva, negaba todo y hablaba de lamentables errores. Nos fuimos del búnker sabiendo que era el final. El diario de Somoza, un pasquín llamado Novedades, publicó esa tarde que los corresponsales formábamos parte de una conspiración urdida por la “propaganda comunista”.

Somoza hablaba inglés como primera lengua y le costaba el español. Cuando se expuso a las preguntas de los periodistas, lo arrasamos con interrogantes. Ante mi estocada, el tipo me contestó con desprecio.

La gente de ABC News estaba furiosa, y el propio Somoza debe haber comprendido en ese momento que el asesinato de un periodista de los Estados Unidos presagiaba su propia e inexorable caída. En Washington, el asesinato conmovió y las networks de TV le bajaron el dedo a Somoza.
Gobernaba Jimmy Carter, y el régimen nicaragüense no era apoyado por nadie en los Estados Unidos. Pero a Somoza lo sostenían otros poderes. En mis diarias incursiones por las calles de la Managua aún en poder de la Guardia Nacional, hablé con varios soldados y oficiales y, al revelar mi peculiar condición de periodista argentino exiliado que trabajaba para medios de Italia y Venezuela, varios sonrieron y agradecieron el apoyo del gobierno argentino al régimen de Somoza.

De regreso del encuentro con Somoza, los periodistas norteamericanos fueron llamando a una especie de asamblea de corresponsales en el lobby del Intercontinental.

Uno de ellos fue derecho al grano: debemos decir si hay condiciones para permanecer en Nicaragua. Si la mayoría quiere irse, dijeron, nosotros conseguimos un avión para salir del país. La votación fue abrumadora: el 90% resolvió mandarse a mudar. Absolutamente seguros de que el avión se materializaría no más pedirlo, nos sugirieron que preparáramos nuestras pertenencias y que en dos horas nos recogería un ómnibus en la puerta del hotel. Resolvimos por mayoría abandonar Nicaragua, acusando al régimen de no garantizar la vida de los periodistas. (…)

Al pie de la rampa, unos marines con fusil al hombro sólo querían saber nombre y dirección de cada periodista y enseguida nos mandaban adentro del avión, casi al trote. Al bajar del ómnibus en la pista vimos cómo subían el féretro con el cadáver de Stewart. Vendría con nosotros. Entré al aparato, cuyas butacas de lona sostenidas por caños de metal estaban colocadas de manera longitudinal, mirando hacia dentro, porque era una máquina de transporte de tropas.

Me senté justo frente al féretro de Stewart, y el uruguayo (Héctor Carballo) se sentó al lado mío. La escena era cinematográfica y densa. En el medio del fuselaje estaba el féretro con los restos del camarógrafo. Allí, frente al sarcófago, viajé hasta la zona norteamericana del Canal. Cuando la escotilla se cerró, el comandante nos dijo que salíamos ya mismo para la Zona del Canal de Panamá, entonces bajo jurisdicción de los Estados Unidos.

Ya en altura de crucero, los marines distribuyeron unas cajitas de cartón que tenían café caliente, pan y barras de chocolate. Carballo y yo pensábamos en los cadáveres calcinados. En un punto, el uruguayo, que mojaba el chocolate en el vaso de café, a 20 centímetros del féretro, me preguntó qué iba a hacer con todo eso que había visto. Le contesté desde la obviedad: “Mirá, yo llego a Panamá, me meto en un hotel, consigo una máquina y preparo mi nota para los italianos y para los venezolanos. Eso hago”. Sentado a mi lado, el reportero de Somos compartía conmigo las vivencias de la salida del hotel, la travesía por las calles alfombradas de cadáveres quemados y ahora este avión funerario, incluyendo el féretro del pobre Stewart.

Carballo, tipazo querible, me sacudió el brazo y me disparó varias preguntas, quién soy, qué hago, de dónde vengo, adónde voy. Me miró a los ojos y, a bordo del Hércules color verde oliva y con el féretro a medio metro de nuestros ojos, me ordenó: “Vos tenés que contarle toda esta tragedia a una radio argentina”. “¿A una radio argentina? ¿Vos estás loco? ¿No supiste y no viste que la Guardia Nacional está siendo entrenada por militares argentinos? ¿Quién se va a atrever a dejarme contar esto?”. “Yo me ocupo”, dijo Carballo, “esperá que lleguemos a Panamá, nos repongamos y yo me ocupo”. Se ocupó. Ese día nació mi carrera como hombre de radio.