Cuando me propusieron hacer una columna sobre la “ecoansiedad”, decidí correrme de mi propia experiencia y mis conocimientos previos y preguntarle al más famoso buscador de internet “¿Qué es la eco-ansiedad?”.
Sin embargo, para mi sorpresa, no obtuve ninguna respuesta. Todos los enlaces arrojados omitían la palabra “eco” y solamente desarrollaban el ya conocido concepto de “ansiedad”. Probé entonces escribir “eco-anxiety” y, afortunadamente, me encontré con que en el mundo anglosajón ya se viene hablando y profundizando sobre este término.
La definición que más se repitió fue la de la Asociación Americana de Psicología de Estados Unidos, según la cual la Ecoansiedad es “el miedo crónico al destino trágico del ambiente”.
Leer estas palabras me remitió directamente a mi propia ecoansiedad, a aquello que sentí incluso antes de poder ponerle un nombre.
Si tuviera que marcar el momento en una línea de tiempo, diría marzo del 2019, cuando empecé a leer informes y ver videos en los que constantemente se hacía referencia al colapso ecosistémico y los pocos años que nos quedan como humanidad para evitar la catástrofe.
Este bombardeo de información empezó a calar hondo en mi emocionalidad y empecé a sentir miedo y angustia. Cuanto más me informaba más me desesperaba y más sola me sentía. Hablaba sobre el tema y trataba desesperadamente de hacer algo; de hacer todo lo que estuviera a mi alcance para reducir mi impacto ambiental.
Ese “miedo crónico al destino trágico del ambiente” empezó a llenarlo todo de oscuridad. Desde ese lugar, era difícil pensar en el futuro, proyectar o soñar. Todo, todo, estaba en peligro de colapsar. Cuando leo sobre ecoansiedad, me encuentro con que esa sensación que viví en carne propia, es experimentada por muchísimas personas en el mundo.
De hecho, el portal “Medical News Today” informa que, según un estudio del 2018, aproximadamente el 70% de la población de Estados Unidos está preocupada por el cambio climático y un 51% se siente desesperanzado”.
Afortunadamente, hay formas de salir de esa nube de angustia y desesperanza. En palabras de @queridaguachita, una psicóloga milennial que también ha hablado en redes sobre ecoansiedad, algunas cosas que podemos hacer para no caer en el pozo de la angustia climática son: juntarnos con gente que entienda nuestra preocupación, hablar del tema y canalizar la angustia a través del arte, acciones sociales, etc, pero, principalmente, convertir la ansiedad en activismo.
En mi caso mi forma de combatir la ecoansiedad (incluso sin saberlo), fue comunicar cada uno de los pequeños hábitos eco-amigables que iba adquiriendo. Comencé por mostrar en mi cuenta de Instagram personal todo lo que aprendía, con el deseo de que del otro lado alguna consciencia se sintiera interpelara y me imitara. Tanto hablaba sobre el tema que empecé a referirme a mi misma como “Ecointensa”.
Esa ecoansiedad canalizada en forma de comunicación me hizo empezar a ver chispas de luz en el medio de tantas malas noticias. De repente, empecé a recibir mensajes de personas que sentían curiosidad por lo que compartía y me consultaban cómo seguir. Me bastó con recibir dos o tres mensajes para decidir abrir una cuenta donde hablara exclusivamente sobre sustentabilidad y cuidado ambiental, que pudiera ser pública y donde nos acompañáramos durante el proceso de repensar la vida.
Al tiempo, estaba en un congreso cuando un expositor dijo “Hay un nuevo malestar psíquico y se llama ecoansiedad, aquellos que están tomando conciencia sienten una dolencia por no saber qué hacer”. Escuchar que aquello que sentía tenía un nombre me hizo sentir que no estaba sola. Reconocer que somos muchas las personas que estamos tratando de construir un mundo mejor es uno de los mejores remedios que he encontrado para sentir calma cuando las malas noticias ambientales vuelven al ataque.