Varios ensayistas han señalado que el drama argentino es que siempre parece estar empezando de nuevo. En el país coexisten siete corrientes historiográficas que compiten para imponer una visión originaria del proceso histórico.
En las confrontaciones políticas es frecuente encontrar discursos donde se propone fundar todo de nuevo. Estamos experimentando con el gobierno de Javier Milei una nueva tentativa fundacional: la del neoliberalismo nihilista, que pretende eliminar las funciones del Estado en el sistema de seguridad social, en el sistema científico-universitario, en las obras públicas, en el sistema de salud. Se afirma que la justicia social es una mentira y que el Estado es una estafa.
A principios del siglo XX, Argentina figuraba entre los diez países con mayor crecimiento en el mundo. Paul Samuelson, el famoso tratadista de economía política, dijo que “hay dos enigmas en la economía del siglo XX: cómo Japón se hizo rico y cómo la Argentina se hizo pobre” (Alan M. Taylor, The Argentina paradox: microexplanations and macropuzzles). Para muchos observadores extranjeros, el subdesarrollo argentino parece algo artificial. O voluntario, como dijera Raúl Presbich, director de la Cepal.
Tiene un territorio inmenso, con climas variados, con poca población y un alto grado de escolarización. Tuvo el aporte de 3 millones de inmigrantes europeos desde fines del siglo XIX hasta 1970. Tiene centrales nucleares, 200 mil profesores universitarios, una industria automotriz importante, más de 100 millones de toneladas de cereales por año. Pero no consiguió mantener un consenso político y estratégico para realizar un modelo de desarrollo sustentable. La inestabilidad política impidió planificar posibilidades y controlar el gasto público que se descontroló provocando una inflación crónica.
Periódicamente, desde hace 95 años, aparecen golpes militares, movimientos populistas, reacciones liberales o estatistas, gobiernos democráticos civiles y militares que buscan “reconstruir”, “salvar a la Nación”, “restablecer la economía”, “asegurar la grandeza nacional”, “restablecer los derechos sociales”, “recuperar la democracia”, “imponer la economía liberal”, “suprimir el Estado”.
Las discontinuidades son constantes. No existen procesos acumulativos. En el último siglo se crearon cinco monedas nacionales y se perdieron varios PBI por causa de la inflación, las recesiones y los endeudamientos externos. Entre 2010 y 2023 se crearon treinta nuevas universidades públicas. En 2024-2025 se congelaron los presupuestos de todas las universidades nacionales y se declaró que no podían sostenerse.
El síndrome de Sísifo aparece entonces como el modo de historización de Argentina. Como un antimodelo de crecimiento, como un experimento contradictorio. Como una réplica del “eterno retorno”. Esta explicación mitológica se justifica teniendo en cuenta que el país se alimenta de varios mitos respecto a las causas de sus fracasos.
Por supuesto, existen teorías sociológicas, políticas, económicas que buscan interpretar los fracasos argentinos. Pero ninguna explica convincentemente la “inevitabilidad”de estos desenlaces. En las teorías de la Historia siempre ha existido la creencia de que los ciclos se repiten, desde la Antigüedad hasta nuestros días, pasando por Vico. También ha sido constante la teoría del ciclo orgánico: nacimiento, desarrollo, decadencia. Pero en el caso argentino no terminó de consumarse el ciclo de su gran realización.
¿Qué hacer ante la repetición de un comportamiento colectivo que parece insuperable? En el tango y la literatura argentina abundan las referencias al fracaso. Muchas veces en tono melancólico, como si fuera una fatalidad. Pero si admitimos que los procesos sociales dependen también de las acciones individuales y colectivas, entonces debemos preguntarnos sobre las causas de nuestros comportamientos.
En términos de los discursos ideológicos, se puede simplificar explicando todo, según los gustos, por el predominio de la oligarquía, de la economía capitalista, de la vigencia del estatismo colectivista o de la incapacidad de la clase dirigente. Algunos han señalado la debilidad de las bases culturales con una tradición hispanoamericana infectada de irracionalidad, sectarismo y rechazo al conocimiento.
Parece que el tango refleja la cultura urbana de Buenos Aires marcada por la afluencia de inmigrantes desarraigados o fugitivos de Europa. Individuos solitarios en muchos casos que dependían de los favores de mujeres marginalizadas. Pero estaba también la inmensa variedad de poblaciones del interior con tradiciones ancestrales y mentalidades en algunos casos semifeudales.
El peronismo movilizó al proletariado del interior, los “cabecitas negras”, para insertarlos en la vida urbana e industrial. Creó un Estado de bienestar, como en Europa. Surgió una nueva conciencia social pero no pudo trascender las fuerzas individualistas y dominantes.
La antinomia peronismo-antiperonismo dominó entre 1946 y 1990, y marcó a varias generaciones. La modernización de la sociedad, el desarrollo de la educación, el cruce de corrientes ideológicas nacionales e internacionales, fueron modificando las mentalidades de distintos sectores sociales. El país se descentralizó, se fragmentó y por momentos pareció desintegrarse. La atomización institucional se combinó con nuevas fragmentaciones sociales. Argentina dejó de ser la imagen de una sociedad de ascenso social para convertirse en un país en vías de subdesarrollo con un incremento progresivo de pobres y marginados.
¿Cuánto depende el enigma argentino del comportamiento de sus propios ciudadanos? En la cultura colectiva, desde 1955 se promovió la antipolítica, la crítica al Estado de bienestar, el culto al militarismo, la necesidad del capitalismo liberal. Y, en contrapartida, surgieron movimientos de resistencia, de rechazo a la oligarquía, de lucha armada contra la hegemonía militar, de negación de las posiciones liberales. Patria o antipatria, pueblo u oligarquía, liberación o dependencia, revolución o dictadura, fueron algunas de las consignas en torno a las cuales surgieron nuevas visiones de las jóvenes generaciones. Pero, en conjunto, las nuevas tendencias recayeron en las antinomias ideológicas. No se pudo consolidar un proyecto nacional.
La apoteosis de estas contradicciones parecía consumarse en la dictadura militar de 1976-1983, que practicó el terrorismo de Estado, llevó el país a la catastrófica operación de recuperación de las islas Malvinas, profundizó las antinomias ideológicas. La recuperación de la democracia en octubre de 1983 parecía iniciar una nueva etapa y una nueva cultura.
Así como en la etapa anterior el Estado autoritario aplastó a la sociedad civil, en la etapa de Alfonsín se debilitaron las funciones del Estado. Y para 1989 el presidente Menem asumió con el peronismo un Estado anómico y fragmentado. Y se propuso como política privatizar todo lo que fuera posible: desde el correo y la aduana, hasta los ferrocarriles y Aerolíneas Argentinas.
Nuevamente, luego del derrumbe de 2001, en medio de una gran devaluación de la moneda nacional, surgieron políticas para restaurar el Estado y revitalizar las estructuras políticas con las presidencias de Kirchner y de Cristina Fernández. Se incentivaron las antinomias entre el liberalismo y la economía nacional, entre las Fuerzas Armadas y la sociedad civil, entre la producción agropecuaria y la industria nacional.
A lo cual siguió otro ciclo de reequilibrio liberal con el presidente Macri en 2015. Y luego en 2019 nuevamente el peronismo intentó remendar la economía y la organización nacional con poco éxito.
Y así llegamos a 2023 con el presidente Milei, que reniega del Estado, de la justicia social, de las políticas ecológicas, de las organizaciones de Naciones Unidas y de la Organización Mundial de la Salud. Un nihilismo amplio, plagado de ignorancias y agresividades frente a todos los actores sociales y políticos.
Parece evidente que el próximo curso debería ser la negación de la negación, para decirlo en términos dialécticos. Pero lo que debería considerar cualquier movimiento que pretenda revertir, no los discursos de Milei, pero sí las consecuencias de las crisis recurrentes, es partir de una visión acumulativa: asimilar y valorar lo que funciona adecuadamente, introducir innovaciones y mejorar la organización del Estado.
Es muy probable que el rechazo al discurso y las prácticas de Milei provoque su derrota electoral. Pero lo que resulta enigmático es saber si surgirá un nuevo consenso estratégico en las clases dirigentes para asumir un proyecto de desarrollo inteligente, acumulativo, sustentable, solidario. Pues la fragmentación social y política ha llegado muy lejos.
El fantasma de Sísifo nos sigue acechando. El desafío histórico es saber si somos capaces de enfrentarlo.
*Doctor en Filosofía. Profesor del Doctorado en Políticas y Gestión de la Educación Superior, Untref. Profesor del Instituto Universitario Sudamericano.