En los últimos dos meses fuimos testigos y destinatarios de una gran cantidad de decisiones adoptadas por decretos de necesidad y urgencia (DNU) que, con el objetivo de proteger la salud pública, restringieron fuertemente nuestros derechos y libertades constitucionales más básicas.
El Presidente, en poco más de sesenta días, dictó al menos 29 DNU que instrumentaron y prorrogaron sucesivamente medidas vinculadas a la pandemia, entre ellas el aislamiento social, preventivo y obligatorio. Una cantidad equivalente a más de un tercio de los emitidos por Cristina Fernández de Kirchner en sus dos mandatos presidenciales y que supera el total de los dictados por Mauricio Macri en su último año como presidente.
Es cierto que estos instrumentos, que solo proceden en circunstancias excepcionales, parecen estar pensados para situaciones como las verificadas en marzo, cuando se adoptaron las primeras medidas ante la novedad de la pandemia, frente al contexto internacional de entonces –con el desconocimiento que existía acerca de sus verdaderos alcances– y teniendo en cuenta la paralización del Congreso.
Revisiones necesarias. Las circunstancias, sin embargo, cambiaron, y pese a su parálisis inicial el Congreso ya sesiona otra vez por medios virtuales. Lo preocupante es que su primera reacción fue aprobar –al menos en el Senado– una veintena de esos DNU. Nada impedía que el Congreso insuflara oxígeno a la república y revisara esas decisiones, adoptando –a través de nuestros representantes más directos– medidas adecuadas para devolvernos el ejercicio de los derechos y libertades que nos garantiza la Constitución, aunque fuera bajo ciertas precauciones destinadas a evitar contagios y proteger a los grupos de riesgo.
Pero no lo hizo, y no es casual. El sistema inmunológico de la República Argentina está deprimido, y como consecuencia del Covid-19 puede verse gravemente afectado el principio de división de poderes. Un repaso de la historia clínica de los últimos 14 años –aunque se podría ir más lejos–demuestra que el Congreso convalidó que se dictaran recurrentemente DNU sin que se configuraran las circunstancias excepcionales –ni las graves razones– que los justifican.
En casi tres lustros, el Poder Legislativo no invalidó ni uno solo de los 239 DNU que se dictaron y fueron sometidos a su control, cuya gran mayoría no fue siquiera tratada por ambas Cámaras, conforme lo exigen la Constitución y la ley 26.122. La Corte Suprema, por su parte, ha declarado la inconstitucionalidad de tales medidas en relativamente pocos casos, y muchas veces a destiempo. Y si bien estableció pautas restrictivas para su adopción e interpretación, no fueron aplicadas con suficiente vigor.
Pocas respuestas. Hoy el sistema institucional no está respondiendo adecuadamente ante esta nueva y peligrosa concentración de poder en el Presidente. Y no nos engañemos, esta inmunodepresión institucional de la república no tiene origen chino; está impregnada de realidad argentina y existe el riesgo cierto de que –ante la insuficiente acción de los poderes Legislativo y Judicial– se terminen consolidando fuertes restricciones a derechos y libertades elementales, adoptadas sin debate público y participativo previo, ni representación de las minorías y las provincias.
Es tiempo, por eso, de usar para la república la vacuna que tanto necesita y en este caso existe: la aplicación irrestricta de la Constitución.
El Congreso debe asumir su rol constitucional, además de ejercer la irrenunciable función de control cuando el Presidente ejerce facultades legislativas. En este sentido, una comorbilidad grave es autoinmune: la propia ley 26.122 no impone un plazo para que las Cámaras se expidan en relación con los DNU y exige el doble y expreso rechazo para que se vean privados de efecto. Esto debería ser objeto de una cirugía normativa de urgencia.
El Poder Judicial debe salir del letargo en el que se encuentra inmerso y empezar a realizar más tests ante “casos sospechosos”, no limitados exclusivamente a supuestos muy extremos y circunscriptos a una feria judicial que lleva ya más tiempo que el que la Justicia ha funcionado normalmente en 2020. Medidas excepcionales, especialmente cuando introducen graves restricciones a los derechos constitucionales, exigen un control judicial más intenso, lo que difícilmente pueda asegurarse a los ciudadanos si aquel cumple su función de manera muy limitada.El Poder Ejecutivo, en su caso, podría ejercer la iniciativa legislativa que le reconoce la Constitución y presentar proyectos de ley que busquen implementar las medidas que juzgue razonables para hacer frente a la pandemia en el contexto actual, sometiendo esas propuestas al debate público y democrático tan necesario en estos momentos. Los tiempos, en las circunstancias de hoy, no deberían ser un problema: hace muy pocos meses sancionó la extensa ley 27.541 de emergencia pública en solo seis días.
Puede ser que lo peor esté por venir, no pretendo minimizar la gravedad de la pandemia. Si algo parece haber logrado la denominada cuarentena es demorar el inevitable pico en la curva de contagios y mitigar su impacto en el sistema sanitario. Pero una vez atravesada la fase inicial y adoptadas las primeras medidas de excepción, las decisiones para paliar sus consecuencias han de ser adoptadas por los mecanismos ordinarios previstos en la Constitución: deben ser dispuestas aun mediante sesiones remotas por el Congreso (eventualmente a instancia de proyectos presentados por el propio Presidente), ejecutadas fielmente por el Poder Ejecutivo y controladas con firmeza en su razonabilidad por un Poder Judicial que debe volver a abrir sus puertas.
La república es un sistema complejo que, en algún sentido, funciona como el cuerpo humano: ante la ruptura de su equilibrio, reacciona y busca adaptarse a uno nuevo que le permita seguir funcionando como tal. Los DNU deberían ser un mecanismo que permita alcanzar la estabilidad en circunstancias de excepción, pero siempre sujetos al control que exige su propio ADN. Para esto, sin embargo, es necesario que los poderes Legislativo y Judicial reasuman plenamente y con responsabilidad sus funciones constitucionales. De lo contrario, se produce un desequilibrio que no solo daña al sistema, sino principalmente a las personas, que son su centro y eje.
Tenemos que ser conscientes de que –pese a la protección que Alberdi y los padres de la Constitución se esmeraron en consagrar– el peligro que representa una república inmunodeprimida es grave y puede ser muy caro en términos de derechos y libertades constitucionales.
*Profesor de la Universidad Austral.