El padre Pepe Di Paola, más conocido como padre Pepe, les da a sus feligreses el siguiente mensaje: “Nada es perfecto en este mundo”. Esto sucede el 31 de enero de este año, durante el aniversario de la muerte de San Juan Bosco, en la capilla Nuestra Señora del Milagro en Villa La Cárcova, San Martín.
Un aire frío recorre la iglesia de paredes blancas, mientras cientos de personas vestidas con camisetas, jeans y sombreros se sientan en las bancas improvisadas. El público observa cómo una chica de no más de cinco años se levanta y se sumerge en una pila bautismal. El padre Pepe, de 54 años, acaba de terminar uno de los cinco bautismos del día. Villa La Cárcova es uno de los cincuenta barrios donde muchos extranjeros temen entrar. Las calles están sin pavimentar. Son laberintos de callejuelas con casas de mala calidad, construidas a partir de bloques de cemento y trozos de metal. Las mayores tasas de delincuencia, violencia y problemas de drogas se encuentran aquí. Hay una construcción que se diferencia del resto, la Iglesia del Padre Pepe, desde donde dice: “Ser sacerdote significa trabajar con personas marginadas. Es una vocación, un llamado”.
El es uno de los veinte “curas villeros” que hay en Buenos Aires que potencian y llevan a los residentes del barrio la difusión de la fe católica y la educación. Su principal objetivo no es convertir los barrios, sino “crear una base para una mejor calidad de vida”.
A partir de la difusión de actividades en la comunidad, tales como la construcción de escuelas, la ayuda para la salida de los adictos de las drogas, y predicar la no violencia, están cambiando, lentamente, estos barrios empobrecidos.
Apoyo del Papa. El padre Pepe comenzó a trabajar con Jorge Bergoglio, quien le pidió ayudar a los niños y jóvenes de las villas. Los inicios de Pepe fueron en Villa 15, también conocida como Ciudad Oculta, y finalmente se trasladó a Villa 21. Estuvo en estos barrios durante 15 años, hasta que recibió amenazas de muerte por parte de narcotraficantes que lo forzaron a trasladarse. Fue así que terminó en La Cárcova, hace tres años.
El padre Pepe es consciente de los peligros de su trabajo. Pero él siente que es parte de un plan mayor.
Para estos curas, el papa Francisco cumple una misión muy importante. A lo largo de su papado, Bergoglio ha predicado la importancia de atender a los marginados, un pilar que él ha sostenido desde sus días como arzobispo de Buenos Aires. Francisco también trabajó en estos barrios pobres, y ayudó a establecer el trabajo de sus colegas como una identidad única para el catolicismo en América del Sur.
“Cuando Bergoglio estuvo aquí, nadie nos dio ningún dinero en absoluto”, dice el padre Juan Isasmendi, un cura de la Villa 21-24, donde Francisco pasó mucho tiempo. “Así que buscaba él mismo el pan. Literalmente, salía a las panaderías a conseguir pan para llevárselo a los niños cada mañana. Nadie lo ayudaba. Y eso es importante porque le da a la gente la idea de lo que es la Iglesia”.
Otro ejemplo. Isasmendi es otro de los curas del Tercer mundo. Tiene 35 años y es sacerdote de la iglesia de la Virgen de los Milagros de Caacupé en Villa 21-24, el barrio marginal más grande y más poblado de la zona sur de la Ciudad de Buenos Aires. Comenzó a trabajar en las casas en 2008, cuando Bergoglio fue arzobispo. El se esfuerza por evangelizar y ayudar a los residentes, en su mayoría inmigrantes paraguayos. Allí viven más de 40.000 habitantes.
Afirma que su mayor reto es el problema de las drogas, más específicamente con el “paco”.
El padre recuerda una vez que fue asaltado por un adolescente armado. Al joven lo conocía desde que era niño. El chico, al reconocer al cura, le dio vergüenza y se fue.
“Esto es una muestra de un problema mayor: la marginación”, dice el padre Isasmendi. “Hablamos de cómo hay tantos pecadores en estos barrios pobres, pero en realidad, el sistema está configurado para que estas personas fallen. Y nadie se preocupa por conocer su historia de fondo.”
Cada día, el padre Isasmendi da clases a los niños en un jardín de infantes y en una secundaria. También organiza una convocatoria a estudiantes voluntarios para visitar enfermos en los hospitales. Está a cargo de los programas de rehabilitación para adictos a las drogas y de entrega de medicamentos para niños.
“Contrario a lo que muchos piensan, nuestro trabajo no tiene nada que ver con la intelectualidad o el conocimiento. Es un trabajo de amor”, dice el padre Isasmendi. “Ofrecemos hogares para personas sin hogar y el cuidado de los enfermos”. La clave para poner fin a la pobreza, dice, es educar a los hijos de la villa e inculcarles el valor y la positividad. “Son personas que trabajan duro y que están viviendo una vida normal, como cualquier otra persona; se despiertan temprano para trabajar en la ciudad y por lo general regresan muy tarde por la noche”, dice, observando que la mayoría de ellas son amas de casa o trabajadores de la construcción. “Y su presencia (Jesús) es por lo que el mundo puede cambiar. Se puede cambiar el mundo y yo estoy viendo el cambio. Es como estar bajo el agua. No verá los cambios que están sucediendo debajo de la tierra, pero está sucediendo. Es un proceso gradual. Y el cambio lento es más fuerte”.
De acuerdo con el padre Isasmendi, la iglesia recibe financiación parcial por parte del gobierno para ejecutar todas las actividades para los niños. El obispo Santiago Olivera, titular de la Comisión de Comunicación del Episcopado, confirmó que la Iglesia está trabajando con el gobierno del presidente Mauricio Macri en un programa de desarrollo de 700 viviendas.
El origen. No fue Francisco quien inició la tradición de los curas villeros. Comenzó en 1968, cuando un grupo de sacerdotes progresistas se trasladó a los barrios de trabajadores empobrecidos con una agenda distinta que ampliaba los derechos de los pobres a través de la participación política.
Dirigidos por el padre Carlos Mugica, los miembros de los Sacerdotes del Tercer Mundo reclamaban y establecían infraestructuras básicas para los habitantes de los suburbios como una respuesta moral a la injusticia social que vivía toda América Latina en los años 1960 y 1970. El gobierno militar y obispos de la Iglesia Católica tildaron a esos sacerdotes de comunistas subversivos. Lo criticaban a Mugica por ser demasiado político.
Varios sacerdotes, incluido Mugica, fueron asesinados por un grupo armado asociado a la dictadura.
Su muerte puso fin al movimiento de los curas villeros hasta que Francisco y un grupo de sacerdotes jóvenes entró en los barrios pobres, 30 años más tarde.
“No separamos a los curas villeros de la Iglesia. Ellos son parte de la Iglesia argentina; son parte de nuestra realidad”, dice el obispo Olivera.