ELOBSERVADOR
diez años del club politico argentino

Del ‘sí, se puede’ al ‘sí, se debe’ (Para cerrar una historia de desencuentros)

Se cumplieron en estos días diez años de vida del Club Político Argentino, una institución fundada por un grupo de... ¿cómo definirlos?, ¿ciudadanos?, ¿intelectuales?, ¿políticos?, ¿académicos?

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Campo. Fue el contexto político en el que nació el grupo. | cedoc

Se cumplieron en estos días diez años de vida del Club Político Argentino, una institución fundada por un grupo de... ¿cómo definirlos?, ¿ciudadanos?, ¿intelectuales?, ¿políticos?, ¿académicos?, provenientes de trayectorias políticas diferentes, de visiones no necesariamente convergentes pero con un objetivo claro, que sería lograr, a través del diálogo, tender un puente sobre lo que en aquel momento –plena crisis política por la Resolución 125– se avizoraba como un peligro serio para la institucionalidad democrática del país: la profunda grieta que se estaba reeditando entre los argentinos.

Más allá de las diferencias, tres ejes principales delinearon la convocatoria: la vocación democrática de sus integrantes, la defensa de los valores republicanos y los derechos humanos. El objetivo: pensar el país desde miradas e identidades diferentes respetando el pluralismo como condición central.

Si tuviera que describir qué es o qué representa hoy el Club Político Argentino como institución, diría que es una metáfora de aquello que Argentina no es pero que definitivamente necesita ser para lograr romper la espiral de decadencia que vive desde hace más de setenta años.

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Mitos argentinos. El mito de una Argentina “destinada a ser grande”, de “haber perdido el tren de la historia” (por culpa de la historia, claro, no nuestra) todavía está presente en la conciencia colectiva. Sin embargo, y mas allá de la gloriosa etapa cercana a nuestro primer centenario –en la que se alcanzaron indicadores económicos y sociales que nos ubicaban cerca de países del primer mundo–, lo cierto es que esas pocas décadas gloriosas dieron lugar al fatídico ciclo de golpes militares que se sucedieron de manera intermitente desde el golpe militar que derrocó al gobierno de Yrigoyen en 1930.

Esa lógica de funcionamiento, ese código que ha regido por décadas la modalidad típica de resolver los conflictos y las pujas distributivas en el país, ha dejado secuelas que persisten. Ya no son los golpes militares, es cierto. La democracia se ha instalado aquí y en la mayoría de los países de América Latina, y a pesar se las críticas, sigue concitando consenso. Sin embargo, la intolerancia política, la dificultad para definir políticas de Estado y la inconsistencia en el sometimiento a la ley siguen vigentes. Vivimos en democracia, es cierto, pero en una democracia de baja intensidad. Con instituciones débiles, un Estado ineficiente, un sistema educativo que no solo ha mermado en su calidad sino que expulsa cada año contingentes de adolescentes que se suman al ejército de los “ni ni”, muchos de ellos mano de obra del narcotráfico como pequeños dealers o como consumidores.

Se dice que el gobierno de Cambiemos es un gobierno de expectativas. Cierto, al menos lo es entre quienes lo votaron en 2015 y 2017. Pero ¿de qué expectativas se trata y cuán eficaz es en satisfacerlas?

Con muy buena visión, Cambiemos le propuso a la sociedad un cambio. Cambio que centró –más allá de la promesa de acabar con la inflación y disminuir la pobreza– en lo institucional, en lo político y, sobre todo, en lo cultural. Y tuvo éxito, a tal punto que los politólogos debieron explicar que los argentinos ya no votaban solo con el bolsillo. Es que una parte importante de la sociedad encontró en el discurso de Mauricio Macri afinidades con el cambio que se venía gestando a fuego lento en la sociedad, luego de años de intolerancia, divisiones ideológicas, deficiencias en la resolución de la pobreza, los bolsones de impunidad, la educación pública, la infraestructura pública y la corrupción. Pero sobre todo, fatigada por un estilo de gestión que hacía de la intolerancia, la impunidad y la lógica del amigo-enemigo su marca de orillo. Por ello aceptó un tipo de liderazgo claramente diferencial de los tradicionales, sin añorar (como sí lo hizo en la época de Illia o De la Rúa) aquel perfil carismático, excepcional, fuerte y poderoso de los líderes de antaño.

¿Cambiamos? Sin embargo, estos dos años de gestión muestran las dificultades del Gobierno para llevar adelante sus objetivos, especialmente aquellos que forman su agenda de reformas estructurales. No solo ha mermado el nivel de aprobación de la gestión sino que han caído las expectativas y la confianza en la capacidad del Gobierno para resolver problemas como la inflación, la inseguridad, tarifas o la pérdida de poder adquisitivo de los sectores medios.

Parte de esas expectativas –sustentadas en la idea de deponer demandas de corto plazo priorizando la necesidad de cambio y el temor de volver al pasado reciente– se han debilitado, azuzadas por causas varias: una oposición oportunista y cínica, la baja tolerancia a la frustración y el maniqueísmo típico de nuestra cultura, y una comunicación oficial poco efectiva, amén de algunas inconsistencias en la praxis de gestión del Gobierno.

Mas allá de si son aceptables o no las críticas por la falta de un plan estratégico de mediano y largo plazo que defina qué tipo de país queremos, hacia dónde poner la mira cuando se habla de insertarnos en el mundo o qué cambios curriculares y organizativos en el sistema educativo –más allá de las mejoras salariales– vamos a introducir para mejorar su calidad y adecuarlo a ese modelo de país deseado, son evidentes las dificultades que se le presentan al Gobierno en el Congreso en aquellas políticas puntuales que le son necesarias para poder gestionar el día a día o disponer de instrumentos para cumplir compromisos y crear el clima de certidumbre y previsibilidad para mejorar la economía.

Estructuras. Por todo ello, muchas voces comienzan a expresar la necesidad no solo de mejorar el diálogo entre los diferentes actores involucrados en el proceso económico, sino de aceptar que es difícil pensar en cambios estructurales como los que el país necesita –y a los que el Gobierno aspira– sin acuerdos transversales estables y sólidos entre las diversas fuerzas políticas, también económicas y sociales, que puedan sostenerse más allá del gobierno de turno.

Moraleja: el cambio cultural que el país necesita requiere como condición de viabilidad construir consensos estables, pero sobre todo, lograr que nos sintamos parte de una misma comunidad por sobre nuestras múltiples identidades.

*Socióloga. Miembro del CPA.