En mi país, nunca terminamos nada. Las casas donde vivimos están revocadas a medias o tienen sólo las armazones de la fachada o están llenas de cuartos sin tapiar que se construyeron para nadie. Tenemos estaciones, aunque no hemos aprendido a discernirlas. Entre el verano y el otoño o quizás entre el otoño y la primavera, las cosechas se pudren en los campos. Abunda el ganado, pero anda siempre perdido, y sólo unas pocas reses caen por azar en los mataderos. El sabor de lo que no está ha sido siempre nuestro sabor favorito. Los días de la semana son variables: a veces cinco, a veces tres, a veces ocho. Nunca la misma cifra, nunca la certeza de que algo, ni siquiera la arbitraria medida del tiempo, alcanzará la plenitud.
Nos hemos acostumbrado a no saber en qué país estamos ni aun cuando volvemos a nuestra casa. A veces pienso que nos hemos quedado sin país alguno, y que este horizonte vago al que llamo país es para mis compatriotas el patio de la escuela o el gato del vecino o la melancolía de lo que no se puede hacer.
Y sin embargo, de vez en cuando recibimos noticias de que hay un enemigo dispuesto a quitarnos el país o a mudarlo de naturaleza o a reemplazarlo por otro. En esas ocasiones, se oyen balas, nos dicen. Vienen desde rincones que no sabemos ubicar y se ocultan detrás o dentro de cuerpos a los que no prestamos atención. Quién sabe si son balas. Los objetos y los nombres de los objetos se eclipsan a tanta velocidad que da lo mismo llamarlos de cualquier manera.
Cuando esos fenómenos ocurren suele también, por coincidencia, desaparecer un cuerpo. No nos asombra. La lógica enseña que los cuerpos tienen fases como la luna. Si estuvieron alguna vez, estarán siempre. Los cuerpos que no vuelven es porque nunca fueron cuerpos o porque no hay una sola persona que pueda decir: yo los vi ser alguna vez, yo los recuerdo.
Nacemos ya incompletos o con sentidos sobrantes. Cuando nos atascamos en la pelvis, las parteras nos olvidan y se alejan rumbo a otros nacimientos. De pronto, sin que nuestras madres sepan cómo, estamos aquí, careciendo de principio, ya que si lo tuviéramos también tendríamos un fin, y eso no sería posible. ¿Con qué fin lo tendríamos?
*Extraído de Confín, del libro Tinieblas para mirar (Alfaguara, Buenos Aires, 2014).