Cuando Awraham Soetendorp nacía en 1943 en Amsterdam, en plena Segunda Guerra Mundial, Ana Frank ya tenía 13 años. Ambos comparten haber sido niños judíos que fueron escondidos durante el Holocausto, pero al final corrieron suertes diferentes. Son símbolos de resistencia, de esperanza y deseo de vivir. Cada uno, desde su lugar, logró mantener la memoria vigente y la lucha por un mundo más justo.
El rabino Awraham Soetendorp viajó por primera vez a la Argentina para participar de la inauguración del monumento de Ana Frank el miércoles 10 en Puerto Madero. Se convirtió en un líder en materia de derechos humanos por su trabajo en diferentes organizaciones de la sociedad civil a nivel mundial. Es profesor, escritor, activista por el medio ambiente y miembro de organizaciones interreligiosas que buscan la paz. Habló con PERFIL en el Centro Ana Frank en Buenos Aires.
—¿Cómo llegó a ser un “niño escondido”?
—Yo provengo de aquellos que no podían pensar por sí mismos. Dependía absolutamente de las decisiones que tomaban los adultos. Todo lo que sé es porque otros me lo contaron. Mi madre no quería que nos separáramos, ni quería abandonar a sus padres. En mayo de 1943, cuando tenía tres meses, un oficial alemán irrumpió en nuestra casa y dijo: “Qué lástima que éste sea un niño judío”. El oficial golpeó a mi padre, comenzó a gritarle, pero finalmente le dijo a su gente que volverían a la mañana siguiente. Al retirarse, el alemán me dio la oportunidad de sobrevivir. Esa noche mi familia tuvo que separarse. Un hombre de la resistencia buscó un escondite para mí en Velp, cerca de Arnhem, donde me recibió una mujer alemana que decidió hacerse cargo de mí.
Vidas marcadas. Soetendorp permaneció en su nuevo hogar hasta el final de la guerra. Tuvo, entonces, suerte: se reencontró con su familia. La decisión de aquella mujer de 47 años de abrirle la puerta de su casa fue lo que hizo la diferencia entre la vida y la muerte de ese bebé. Si ella hubiera dicho: “Es muy peligroso, tengo otro hijo, otra niña judía, mis vecinos de la derecha y de la izquierda son miembros de la derecha fascista. Perdón, tengo que cerrar la puerta”, el destino de Soetendorp podría haber sido el mismo que el de Ana y el de un millón y medio de niños judíos.
—¿Se siente identificado con Ana Frank?
—Mi historia, como la de Ana, son por un lado privadas y por el otro, universales. Yo conozco a Ana Frank no sólo por sus diarios, sino también por su padre, Otto. El era muy amigo de mi familia. Mi padre luchó junto a Otto para recuperar la casa donde los Frank se habían escondido, ya que había sido vendida y revendida.
A través de Otto, podías ver a su hija Ana. El iba con una valija con cartas que recibía de todas partes del mundo, las respondía y ayudaba a mucha gente. Su deseo era que la casa de Ana Frank fuera un lugar al que se acercara gente joven y allí se formaran las bases de una sociedad más justa. Hoy, el museo en Holanda recibe 1.200.000 personas cada año.
Esperanza. A pesar de su pasión por el teatro y la literatura, Awraham tomó la decisión de ser rabino, al igual que su padre. Se convirtió en un líder dentro de la comunidad y pudo vincularse con referentes de diferentes religiones. Intentó transmitir que es importante la cooperación interreligiosa para alcanzar la paz y la justicia. “Estoy contento de vivir en un tiempo donde hay un nuevo papa, que es argentino. No hay ningún plan, pero espero poder encontrarlo pronto y poder pensar una estrategia de trabajo”, asegura. El rabino participa de la organización Una Voz y se muestra muy optimista con la idea de alcanzar la paz en Medio Oriente y el mundo.
—¿Cómo se siente cuando comparan el Holocausto con las políticas actuales del Estado de Israel en Gaza?
—Es un conflicto muy difícil porque se cometieron muchos errores, pero no tiene comparación con lo que hicieron los nazis. En Gaza, la gente está sufriendo. Bebés y niños mueren en la guerra.
Dolor compartido. “Yo fui enfrentado por palestinos. Me preguntaron cómo era ser un bebé en la Segunda Guerra Mundial. Uno de los asistentes me dijo: ‘Yo nací en 1953, tenía 3 años cuando empezó la guerra del Sinaí.
Cuando vinieron los israelíes, mi padre hizo un pozo en el suelo y me arrojó allí. Mi madre gritaba asustada y los israelíes le dispararon a mi padre’. Cuando terminó de contarme la historia, le dije que tenía el corazón roto. Y agregó: ‘Tenés que saber que todo lo que les pasó a los judíos en el Holocausto no tiene comparación con la injusticia que sufren los palestinos en
Gaza’, relata. Lo que me pasó después fue muy raro: nos tomamos de las manos y nos abrazamos. Cuando cuento la historia, mucha gente se enoja conmigo: ‘¿Cómo pudiste soportarlo?’, dicen. Y yo digo: ‘No pude
hacer otra cosa porque lo que él me decía provenía del dolor’. La gente dentro de un conflicto entra en una prisión y no puede salir. La llave está afuera. Alguien más tiene que encontrarla y abrir la puerta”, describe.
“Hoy, en Medio Oriente, hay un conflicto político que se cubre en la religión. Tenemos que ayudarnos entre todos para salir de esa prisión, tener la inteligencia emocional y la responsabilidad social para resolver los problemas. Para eso tenemos que pensar en Ana y su mensaje de esperanza”, remarca.