Las protestas desarrolladas en distintos puntos del país contra la reforma previsional sancionada por el Congreso el pasado martes 19 de diciembre y las acciones ejecutadas por las fuerzas de seguridad frente a los manifestantes los días jueves 14 y lunes 18 en la Ciudad de Buenos Aires reabrieron el debate sobre el concepto de represión. En relación con esto, la discusión ya había contado con momentos destacados, derivados del análisis de los diferentes operativos represivos realizados previamente contra distintos grupos (trabajadores de fábricas, desocupados, docentes, agrupaciones indígenas, etc.). En este sentido, la desaparición de Santiago Maldonado en agosto junto al posterior descubrimiento de su cadáver, en octubre, en la provincia de Chubut se convirtió en un caso paradigmático.
Seguridad. De acuerdo con los especialistas, la represión es la acción basada en un conjunto de operaciones coactivas llevadas adelante por el Estado a través de sus agentes y dispositivos de seguridad. A su vez, su objetivo es erradicar o contrarrestar las variadas formas de la conflictividad político-social, expresada por diversos actores individuales y/o colectivos. Desde la consolidación de los Estados modernos, en los siglos XIX y XX, en situaciones de crisis políticas profundas las autoridades gubernamentales han podido habilitar mecanismos extralegales, propios de un estado de excepción y, por ejemplo, hacer uso de las Fuerzas Armadas –especialmente del Ejército– para sofocar las revueltas populares. En este sentido, los límites que separan la represión de las acciones de combate, propias de un escenario bélico, muchas veces se han vuelvo borrosos.
Desde una perspectiva histórica, nos parece interesante presentar de forma condensada cuáles fueron las claves de las prácticas represivas en nuestro país desde mediados del siglo pasado, empezando por el período 1955-1983. Durante esos años, el dato más importante fue la participación recurrente de las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad. En efecto, la idea extendida entre destacados dirigentes políticos y autoridades militares sobre la existencia de un “enemigo interno”, “peronista”, “comunista” y/o “subversivo” que buscaba tomar el poder alentó la implementación de medidas de control de la población y el uso de métodos cada vez más violentos para el sofocamiento de las protestas populares. En estos operativos, las fuerzas de seguridad, como la Policía y la Gendarmería, actuaron bajo el mando de las Fuerzas Armadas, realizando así tareas represivas en conjunto. A su vez, desde mediados de la década del setenta, e incluso antes del inicio de la última dictadura militar (1976-1983), las prácticas clandestinas propias del terrorismo de Estado, realizadas por miembros de las fuerzas militares, de seguridad y grupos paraestatales integrados por civiles, sistematizaron los secuestros, las torturas, los asesinatos, la desaparición de los cadáveres y el robo de bebés, entre otras acciones criminales. De esta forma, los años mencionados se caracterizaron por los elevados niveles de violencia desplegada por las fuerzas militares y de seguridad, contando con un marco legal que las avaló pero también con un universo de prácticas decididamente clandestinas.
En democracia. Con el retorno de la democracia, en 1983, los gobiernos civiles intentaron recuperar el control sobre las Fuerzas Armadas y de seguridad. En relación con esto, la promulgación de las leyes de Defensa Nacional en 1988 y de Seguridad Interior en 1992 buscaron explícitamente separar las labores del Ejército, la Armada y la Fuerza Aérea, encargadas de la defensa ante amenazas de origen externo, de las tareas de seguridad interior realizadas por las diversas policías y la Gendarmería y Prefectura. En esta línea, si bien se trataba de fuerzas de seguridad militarizadas, estas dos últimas fueron puestas bajo la dependencia del Ministerio del Interior y separadas del Ministerio de Defensa. De esta manera, los numerosos conflictos sociales que atravesaron la vida democrática fueron reprimidos sin la intervención de las Fuerzas Armadas, exceptuando algunos hechos puntuales como la toma del cuartel de La Tablada en 1989 y los alzamientos carapintadas de fines de los años ochenta y de 1990.
Esta división de tareas, sin embargo, se ha visto tensionada por los continuos intentos de reimplicar a las Fuerzas Armadas en la seguridad interior, ya sea en la llamada “lucha contra el narcotráfico” o recuperando la colimba, aunque esta vez dirigida a sectores marginales de la población. De hecho, el mismo gobierno de Mauricio Macri viene insistiendo con esta idea a la luz de lo sucedido en otras partes del mundo. En relación con esto, resulta paradójico que el ejemplo que se utiliza, a saber, el de México, se caracterice por los pésimos resultados que ha dado.
A su vez, otro dato relevante es que el uso sistemático de las fuerzas policiales para el control del conflicto interno se ha intensificado. En este sentido, se observa la participación de la Gendarmería y la Prefectura en tareas que van mucho más allá de la custodia de las fronteras o de las vías navegables. En efecto, el uso reciente de la primera de estas fuerzas para custodiar el Congreso Nacional mientras se trataba la reforma previsional o la participación de la segunda en el desalojo de tierras ocupadas por la comunidad mapuche, que implicó la muerte de Rafael Nahuel, son ejemplos de esta tendencia. Cabe aclarar, no obstante, que estas acciones no son nuevas, sino que se han ido incrementando en los últimos años, como lo demuestra el Proyecto X de Gendarmería: una base de datos en la que se recopilaba información sobre diversas organizaciones sociales y políticas en abierta violación de la Ley de Inteligencia.
Para terminar, el contexto actual muestra un incremento del accionar represivo de las fuerzas de seguridad en general y un uso cada vez mayor de la Gendarmería en la gestión de la conflictividad interna. Además, se verifica un aumento de los niveles de violencia desplegados por los uniformados, acompañado por un discurso oficial de las autoridades políticas que los avala y justifica. En relación con esto, a la luz de la historia reciente de nuestro país, no podemos dejar de ver con preocupación el avance de una concepción de las protestas y manifestaciones colectivas que prioritariamente busca eliminarlas por medios represivos, dejando de lado el abordaje de las profundas causas sociales, políticas y/o económicas que las están impulsando.
*Doctor en Historia (Idaes/Unsam/Conicet).
**Doctor en Historia (UNLP/Conicet).