El fracking es una práctica por la que se obtiene gas y petróleo mediante la fractura del subsuelo. Se trata de un método sumamente polémico. Por una parte, implica desgarrar el sustrato inyectando gran cantidad de agua a alta presión, lo cual comporta un alto costo medioambiental. Por otra parte, la extracción del gas y el petróleo requiere la inyección de químicos que liberan gases de efecto invernadero a la atmósfera y contaminan las aguas subterráneas. Teniendo en cuenta las graves consecuencias para el planeta, ¿cómo se explica la proliferación del fracking? Porque resulta beneficioso para determinados actores, a los que interesa más el beneficio que obtienen de esta práctica. Algo semejante sucede en la política.
A lo largo de la última década hemos visto crecer a una inquietante velocidad el fracking político. El procedimiento es idéntico al del fracking petrolero: determinados actores fracturan y contaminan a la sociedad para obtener un beneficio propio. ¿No les interesa conservar la cohesión social? ¿No les preocupan las sociedades divididas que heredarán sus propios hijos y nietos? Quizá, pero su principal interés es el rédito político que les genera la polarización social.
Ocurre en todo el mundo. También en América Latina. El periodista Jorge Lanata acuñó en 2013 el concepto de “grieta” para referirse a la división de Argentina en dos trincheras: kirchneristas y antikirchneristas. Esa grieta no hizo sino crecer, hasta que en septiembre de 2022 se cristalizó en un intento de asesinato contra la vicepresidenta Cristina Fernández (para muchos, la creadora y principal impulsora de la grieta).
Esa misma semana, The Economist titulaba su nota de portada “The Disunited States of America” (Los Estados Desunidos de América), en referencia, precisamente, a la fractura del país en bandos ideológicos irreconciliables. Dos meses después, a la luz de las elecciones de medio término, lo explicaba Pablo Pardo en el madrileño El Mundo: “Los políticos agitan los miedos y evitan tender puentes entre grupos identitarios porque es más rentable en las urnas”, hasta tal punto que un 43% de los estadounidenses cree probable una guerra civil en los próximos diez años.
Sin cambiar de semana, en Chile, en plena cuenta atrás para el plebiscito de salida de la Constitución, el diputado Gonzalo de la Carrera agredía a golpes al vicepresidente de la Cámara, Alexis Sepúlveda. Y en plena campaña, el hermano del presidente de Chile, Simón Boric, fue atacado a puñetazos y patadas hasta acabar hospitalizado.
En Brasil, a partir de junio se empezaron a producir agresiones entre los bandos de Luiz Inácio Lula da Silva y Jair Bolsonaro: desde bombas de heces hasta un asesinato. Los días posteriores a la victoria de Lula en la segunda vuelta electoral se producirían nuevos brotes de violencia y la apelación de miles de personas al Ejército para que impidiera la asunción del líder del PT. A la luz quedan las preocupantes consecuencias del fracking político para la democracia.
Un mes y medio antes del atentado contra Cristina Fernández fue asesinado el ex primer ministro japonés Shinzo Abe. Pero la sorpresa que causó el magnicidio en Japón, donde los medios destacaban lo inesperado del atentado, contrasta con la naturalidad con que se asumió la tentativa argentina. Allí, la mayoría de los comentaristas coincidían en que el atentado contra Fernández era la destilación inevitable de la creciente polarización sociopolítica del país durante la última década y media.
La violencia física era asumida como extensión natural de la polarización hasta tal punto que el propio presidente Alberto Fernández afirmó: “Estamos obligados a recuperar la convivencia democrática que se ha quebrado por el discurso del odio, que se ha esparcido desde diferentes espacios políticos, judiciales y mediáticos de la sociedad argentina”.
Así, mientras en Japón apareció un cisne negro, en Argentina se avistó un rinoceronte gris, al igual que en Estados Unidos, Brasil, Chile y en los numerosos países donde el fracking político se ha convertido en la principal forma de extraer ese commodity tan preciado: el voto.
Todos estos países tienen la solución incorporada en sus sistemas políticos. Una solución sobradamente conocida, pero mal conocida: la democracia. Mal porque suele ser conocida exclusivamente como derecho, pero para detener el fracking político hay que concebirla como obligación, como responsabilidad. En regímenes autocráticos, los ciudadanos no tienen derecho a elegir a sus gobernantes; eso los exime también de responsabilidad. En democracia, en cambio, los ciudadanos pueden echar del poder al político (o partido) que explote el fracking. Si no lo hacen, no cabe exigir responsabilidades más que a sí mismos.
*Politólogo y profesor de Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Estocolmo. Texto divulgado por www.latinoamerica21.com, medio plural comprometido con la divulgación de opinión crítica.