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Retratos digitales

Juan Corvalán, sinfonía de la innovación

Lidera en el Laboratorio de Innovación e Inteligencia Artificial de la UBA un equipo interdisciplinario que desarrolló más de diez sistemas predictivos y automáticos para organizaciones de América Latina.

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Modelo. El laboratorio y Prometea, primer software inteligente de un ente público hispano. | cedoc

“De chico miraba la tele de cabeza. ¡En serio, no me olvido más! Mi vieja entraba a casa y me veía en el living haciendo la vertical. Yo podía pasar bastante tiempo en esa posición, y miraba los dibujitos así (…); con el tiempo, eso de que yo veía las cosas de otra forma, o las quería hacer distinto, fue una música que me acompañó siempre, hasta hoy”.

El que habla es abogado, pero se dedica a transformar organizaciones públicas. Eso se hace innovando y, por lo general, innovar es un proceso en el que empezamos por ver las cosas de manera diferente. 

A su vez, mirar de otra manera lo que se hizo siempre igual puede que sea el resultado de hacerse preguntas. Y las buenas preguntas habitualmente se alimentan de mejores lecturas. 

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“Mi abuela Sarah era profesora de Filosofía y Letras, y en su casa tenía una biblioteca enorme. Yo la iba a visitar y ella me mostraba libros y me los explicaba. Me contaba historias sobre esos libros, e incluso a veces compraba alguno nuevo y me lo dedicaba: ‘Juan Gustavo, sé que este libro te va a gustar porque tal cosa’. A mí me fascinaban la historia, la filosofía y la ciencia ficción”, recuerda el mayor exponente de la innovación tecnológica en el sector público de toda habla hispana. 

Juan Gustavo se apellida Corvalán, y es el director del Laboratorio de Innovación e Inteligencia Artificial de la UBA (UBA Ialab). Comenzó su carrera profesional como administrativista, pero apenas iniciado este siglo se dio cuenta de que la tecnología era la herramienta por excelencia para innovar en instituciones burocráticas anquilosadas. 

Hasta venir a Buenos Aires a estudiar Derecho, vivió en Cutral Co, Neuquén. Estudió piano, practicó artes marciales y cursó todos sus estudios en escuelas públicas. 

Su carrera de grado lo reunió con un hecho clave de su prehistoria: se recibió de abogado en la misma facultad en la que se conocieron sus padres. De ahí que sienta una pertenencia sin igual con ese edificio emplazado sobre Figueroa Alcorta, y defienda con orgullo ese sello argentino, “que es el único, creo que junto con el Conicet, que tiene prestigio internacional”.

La conversación fluye a gran velocidad, como es habitual cuando se dialoga con quienes sienten pasión por lo que hacen. Aun así, es difícil abstraerse completamente del entorno: a las espaldas de Corvalán hay una señal de Batman. Sobre mi izquierda, se asoma un dinosaurio a escala humana, como salido de Jurassic Park.

Juan Gustavo, homónimo de su abuelo, ex director del Hospital de Tigre, justifica la locación: “Siempre me encantó la ciencia ficción, pero especialmente Star Wars, porque tiene atrás algo de la filosofía oriental, del budismo. Es una historia en la que no hay buenos y malos, sino que cada personaje tiene un lado oscuro y otro luminoso, entonces cada dilema que se plantea no es binario, sino que propone otra complejidad”. Ajá.

Lo cierto es que, en la primera década de este milenio, Corvalán corrigió su rumbo saliendo del derecho más o menos convencional para meterse en la intersección entre el mundo jurídico y la tecnología. 

De hecho, hace cinco años comenzó su posdoctorado en La Sorbona, investigando sobre administración pública y tecnologías de la información y la comunicación (TIC) y poco después se convirtió en fiscal general adjunto porteño. Ahí empezó la magia.

En 2017, el titular del Ministerio Público Fiscal de la Ciudad era Luis Cevasco. A poco de asumir, Corvalán le explicó a su superior que, para transformar la institución y cambiarle la cara para siempre a la burocracia, había que implementar un sistema informático que utilizara inteligencia artificial (IA). 

Cevasco le dio luz verde y entonces nació Prometea, el primer software inteligente incubado en una institución pública de habla hispana. 

Prometea fue un hit –como los que Juan escucha en su playlist de Spotify, colmada de lentos que lo marcaron en su adolescencia– al que le siguieron otros, porque con la creación del UBA Ialab conformó un equipo interdisciplinario con el que ya desarrollaron más de diez sistemas predictivos y automáticos para organizaciones de toda América Latina.

De la mano de aquello vinieron eventos fundacionales, libros y más libros, plataformas de capacitación de vanguardia, investigaciones junto a universidades emblemáticas como el MIT, reconocimientos de toda clase incluyendo a la ONU. Más aún, este año lanzaron el Metaverso de la UBA, un hecho sin precedentes. 

He de admitir que no es la primera ni la segunda vez que converso con Corvalán. En estos apretados párrafos, relatar una carrera prolífica como la de él –que ahora admite que, siendo papá de Joaquín, ha moderado, acaso levemente, su frenesí– es tan difícil como, para cualquier mortal, seguirle el tranco.

Pero entretejiendo anécdotas con pareceres, y sin pasar por alto que el destino lo ha llamado a liderar equipos y abrir caminos, es bueno (y necesario) figurarse qué ven sus ojos ahora. 

“Hace diez años no me hubiera imaginado lo que hoy día estoy haciendo, y tampoco en este momento pienso mucho en cómo será mi vida a los 50 –para lo que le faltan 7–, pero estoy convencido de que el desafío actual es formar organizaciones multidisciplinarias que funcionen como orquestas”. 

¿A ver? “Los datos son, en este tiempo, la partitura con la que los seres humanos hacemos, cada uno, una parte de lo que suena. Hoy estamos, cada área, cada uno, tocando algo por separado; como mucho, agregamos un instrumento sobre otro, pero no hay sinfonía. Si funcionamos como verdaderas orquestas, dejando fluir los datos, entonces vamos a poder resolver los problemas del futuro”.

Sabedor de que sus metas son siempre doblemente exigentes en un país como el nuestro, Corvalán sonríe. No es el optimismo lo que lo impulsa, sino la determinación que le inculcaron y una vocación irrefrenable por el servicio público.

No hay orquesta sin director. Habiendo prescindido del moño y del chaqué, el muchacho de nombre de telenovela se levanta, saluda y se acomoda la batuta en el bolsillo interno del saco.