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¿Se rompe pero no se dobla?

La UCR y su larga tradición de internas y divisiones

Ante las nuevas tensiones en el seno de Cambiemos, un repaso de la historia reciente revela la fuerza del mito de un partido con un amor patológico por las luchas intestinas.

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Lágrimas. Yrigoyen y Alem, los dos primeros líderes de la UCR. | Pablo Temes

El eterno retorno, en su versión mítica o material, es uno de los fantasmas más arraigados de la historia política argentina. Problemas recurrentes, décadas que vuelven sin aparente explicación, crisis económicas cíclicas, partidos políticos perennes y dirigentes eternos son solo algunos ejemplos que explican esta sensación de déjà vu que propone la política doméstica.

El radicalismo, uno de los dos grandes partidos nacionales, por historia, por tradición y por actualidad, no escapa de estas interpretaciones.

Mito. Desde hace unas semanas, uno de los mayores mitos retornistas que se anclan en el radicalismo, el supuesto exceso de erotismo puesto en cuestiones internas, asomó fuerte y se instaló en los márgenes del debate público. Algunas declaraciones de dirigentes del partido para exigir cambios a la coalición Cambiemos, so pena de forzar una elección interna, más el encuentro de la semana anterior en la provincia de Corrientes, fueron engrosando una tendencia que se inició con el pedido de Ricardo Alfonsín y con la presencia del reciente afiliado radical y ex ministro kirchnerista Martín Lousteau reclamando su lugar en una hipotética PASO nacional de la coalición.

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De cara a un año electoral que se muestra complejo, y frente a las dificultades que ha tenido el Gobierno para responder a cuestiones centrales de la economía, no son pocas las voces que se alzan contra este instinto radical de iluminar las diferencias, precisamente en el momento en que parece necesario minimizarlas para agrandar las chances de reelección.

Las proporciones de mitología y realidad de los saberes consagrados por el sentido común son variables, y muchas veces los componentes míticos son tan potentes que se sobreponen a los datos duros y a la mejor historiografía. En el caso de la relación entre radicalismo e internas feroces, una mínima reseña del pasado puede ayudar a apuntar una interpretación diferente que reconozca complejidades sin hacer demasiadas concesiones.

Alem, Yrigoyen, Balbín y Frondizi. La historia y la mitología le tienen reservado un lugar a la frase escrita por Leandro Alem en su testamento político, “que se rompa pero que no se doble”. La máxima es tan contundente como el propio suicidio del líder, y ha quedado grabada en los espíritus militantes y en la propia marcha del partido. Los intentos, fallidos por cierto, de Alem por mantener unidos a los radicales de su tiempo parecen derramarse sobre la historia partidaria como un sino trágico.

En el yrigoyenismo, la disputa interna se formó alrededor de las características del líder. Dividido entre personalistas y antipersonalistas, el radicalismo sufrió la fragmentación en las provincias y en el Parlamento, lo que le restó gobernabilidad. Aun con estas diferencias, cuando tuvo que elegir a su sucesor, Yrigoyen se inclinó por Marcelo T. de Alvear, principal figura de los antipersonalistas.

El golpe militar y la emergencia de un liderazgo nuevo como el del general Perón obligaron al radicalismo a mover sus piezas, constituyéndose en el armador de una coalición de amplio espectro ideológico. La Unión Democrática consagró una fórmula enteramente radical y de la línea intransigente, Tamborini-Mosca, relegando a otras fracciones del partido.

Con la derrota en las elecciones de 1946, llegaron los reproches por el tono de la coalición y las críticas por el desperfilamiento del partido. La fracción intransigente del radicalismo le reclamó al oficialismo unionista un paso al costado y se hizo con la conducción partidaria en 1948. Llevaron adelante una importante reforma al habilitar el voto directo de los afiliados para cargos partidarios y electivos, con la excepción de la fórmula presidencial. Para las elecciones de 1951, la convención proclamó la fórmula Balbín-Frondizi, dejando las demás candidaturas libradas a elecciones internas.

Las diferencias entre unionistas e intransigentes se venían gestando desde hacía más de una década, pero fue la interpretación del golpe de Estado de 1955 lo que galvanizó las posiciones. Los intransigentes, si bien lo justificaron por las acciones del peronismo en el poder, fueron críticos. Los unionistas, en cambio, confiaron en las virtudes de la revolución.

Frente a la apertura electoral, en 1956 la convención del partido oficializó la fórmula intransigente Frondizi-Gómez. Se hablaba ya del pacto con Perón, y Balbín, desde el unionismo, decidió abandonar el partido. Sin doblarse, se rompió. Frondizi fundó la Unión Cívica Radical Intransigente (UCRI) y Balbín se convirtió en el principal dirigente de la Unión Cívica Radical del Pueblo (UCRP).

Los años que siguieron estuvieron marcados por esta división, y en 1963 hubo dos fórmulas de origen radical, una encabezada por Arturo Illia, por la UCRP, y otra por Oscar Alende, de la UCRI.

Alfonsín. En 1972, la Justicia restableció la sigla UCR a los del Pueblo y el partido empezó a prepararse para la elección del año siguiente. Balbín era todavía presidente del partido, pero amplios sectores juveniles, nucleados en la Junta Coordinadora Nacional y en la nueva línea interna liderada por Raúl Alfonsín, Renovación y Cambio, les exigían al líder y al partido otro dinamismo y otra carga programática. Si bien en 1972 Balbín triunfó en las internas frente a Alfonsín, la potencia de los movimientos más dinámicos quedó expuesta. Fueron estos sectores los que mantuvieron viva a la UCR durante la dictadura militar y naturalizaron la opción política encabezada por Alfonsín. En tanto, los sectores más conservadores llevaron la candidatura de Fernando de la Rúa. Ante el retorno democrático, se realizaron comicios en importantes distritos y se impuso Renovación y Cambio, lo que derivó en que De la Rúa desistiera de sus intenciones iniciales antes de llegar a una interna nacional. Alfonsín fue consagrado como candidato a presidente, completando la fórmula Víctor Martínez.

La salida anticipada del gobierno en 1989 marcó al radicalismo. Se abrió una etapa de desafección y alejamiento de importantes sectores militantes y adherentes. Alfonsín se había constituido en el gran elector y designado a Eduardo Angeloz como candidato a sucederlo, sin que mediara más que una oposición tibia por parte del sector liderado por el senador chaqueño Luis León.

La figura preeminente de Alfonsín no pudo mantenerse fuera de disputas internas y, por más que hizo valer su prestigio personal, las diferencias se agudizaron, sobre todo con la estrategia de acuerdos que el ex presidente tejió con Carlos Menem y que terminaron en el Pacto de Olivos. El resultado de estas diferencias fue una interna presidencial entre la fórmula alfonsinista Massaccesi-Hernández y otra encabezada por Federico Storani. Más allá de que se impusieron los primeros, el dato de la elección fue la escasa participación de los afiliados. Se había convertido en un partido vaciado.

Alianza. Con el desgaste del menemismo, el siguiente turno electoral fue bien distinto. Los radicales que se habían opuesto al pacto de Olivos consolidaron su posición partidaria, lo que les permitió forzar la instancia frentista con el Frepaso. Esta Alianza cerró un acuerdo en el que se dejaron afuera de la disputa electoral interna todos los cargos, salvo los de la fórmula presidencial. Se llevó adelante una elección abierta en la que el candidato del radicalismo, Fernando de la Rúa, se impuso ante Graciela Fernández Meijide.

La enorme crisis política, económica e institucional que terminó en la salida anticipada del gobierno aliancista trastocó los valores de la política argentina. El radicalismo estaba desprestigiado y falto de representatividad, pero aun así, dos fracciones se disputaron una candidatura presidencial destinada al estrepitoso fracaso. En una interna en la que solo el 10% del padrón radical fue a votar, se impuso, en medio de denuncias de fraude, la candidatura de Leopoldo Moreau frente a la de Rodolfo Terragno.

En 2007 se produjo un hecho inédito y que, sin duda, no ha tenido el ejercicio autocrítico que merece. En las elecciones de ese año no hubo competencia interna dentro del radicalismo por la sencilla razón de que la división existente se tradujo en apoyar a dos candidatos no radicales. Este hecho se constituyó en una verdadera licuación de la representatividad política del radicalismo, y su supervivencia solo se explica por la alta graduación de conservadurismo del sistema político argentino, que no generó los sustitutos suficientes como para reemplazar al gran partido nacional.

En 2009 se sancionó la ley de las PASO, lo que modificó la lógica de las internas partidarias. Las hizo obligatorias y también abiertas. Por esto, ya no es sencillo distinguir la potencia interna de los partidos al momento de consagrar las fórmulas.

Las elecciones de 2011, las primeras en las que se usó el nuevo sistema, encontró al radicalismo con una sola lista encabezada por Ricardo Alfonsín. Los otros precandidatos, el vicepresidente en ejercicio Julio Cobos y Ernesto Sanz, declinaron sus candidaturas.

Cambiemos. Al próximo turno electoral de renovación presidencial, la UCR llegó luego de un acalorado debate sobre la estrategia de coaliciones. La Convención nacional de 2015, reunida en Gualeguaychú, autorizó el acuerdo con el PRO y con la Coalición Cívica, dando origen al actual gobierno de Cambiemos. Ernesto Sanz, principal impulsor de este acuerdo, fue elegido precandidato a presidente. Pese al sentido común contrario, el radicalismo, desde que existen las PASO, decidió sus candidaturas presidenciales sin recurrir a una interna partidaria.

Todos estos momentos destacados de la historia política del radicalismo tuvieron, obviamente, un grado de complejidad mayor. Están así expuestos para pensar sobre el presente y sobre si es efectivamente cierto que el radicalismo tiene una especial predilección por las pujas internas.

Los grandes líderes históricos del partido, con sus matices, estuvieron comprometidos con la unidad y trabajaron en esa dirección. Es cierto que se notan las diferencias entre los casos provinciales y los nacionales, y que en los territorios del interior del país las disputas se mostraron más encarnizadas, pero en los episodios de elecciones nacionales se buscó privilegiar la unidad, y en los momentos en los que no se logró, la razón fue política e ideológica.

Otra manera de interpretar los comportamientos del radicalismo sugiere que, en realidad, se trata de un partido típico de masas en el que coexisten muchas formas ideológicas y que ha sabido, con el correr del tiempo, institucionalizarlas de un modo bastante eficaz. Es probable que la falta de esa rutina en el resto del sistema político genere contrastes, pero eso no es algo que se le pueda trasladar como patología al radicalismo.

La UCR, como el resto de los partidos políticos, está llena de problemas. En su caso, los más fuertes tienen que ver con la imposibilidad de superar la tradición y volverse creativos en la relación con el futuro. Por el contrario, los impulsos institucionales pueden percibirse como una dimensión pedagógica en el camino de la normalidad.

Las nuevas generaciones

Hay otra dimensión que hay que tomar en cuenta para analizar el supuesto patológico del radicalismo en relación con las internas. Las nuevas generaciones descreen de estas formas de resolución de conflictos. Han pasado ya demasiadas crisis de representación como para que no haya una modificación de las costumbres. Además, las nuevas tecnologías y las nuevas formas de participación política conmueven las estructuras de los partidos hasta volverlas más un problema que una solución.

Esto no siempre es una buena noticia, sobre todo en un país como Argentina, que tiene muy bajos niveles de apego institucional y que está todo el tiempo sometido a la tentación de crear lo imaginable, una democracia sin partidos.

*Ensayista y analista político. @gabrielpalumbo