—Ahora, 'Menchi', te toca a vos. En Plaza de Mayo te llamaron “cuasimafioso” y según José Pablo Feinmann, te gusta pegarles a las mujeres.
—Bueno, yo estoy muy triste y hasta un poco desordenado internamente por este asunto. Yo esperé muchos años para tener este trabajo. Mucha gente, antes de los 37 años, hubiera tirado la toalla, ¿no? Entré al diario La Opinión en 1971 –recuerda– y el diario no podía competir en calidad de impresión con Clarín, La Nación o La Prensa (que todavía se mantenía). La Opinión se imprimía en los talleres del Tageblatt y, entonces, lo que parecía ser una emulación del legendario Le Monde de París (que no publicaba fotografías) prefirió justamente utilizar una tecnología anterior, casi diría pretérita, con dibujos lineales. Entonces me contrataron a mí, y esto cambió mi vida. Era la posibilidad de trabajar en algo que, de algún modo, colmaba mis deseos y mi vocación. Pasé dos años en La Opinión, hasta que a fines de marzo de 1973 y hasta ahora trabajé en Clarín. Quisiera que solo hubieran pasado cuarenta minutos y no cuarenta años. Como decían los ingleses, “la vida empieza a los 40”. Pero lo que me llama la atención en estos momentos es el ataque indiscriminado. ¿Por qué?
—Es público y notorio que la diputada Cerruti y el filósofo José Pablo Feinmann te han acusado de las peores violencias contra las mujeres por haberle pintado un ojo morado a la Presidenta a raíz de la multitudinaria manifestación del 8 de noviembre.
—Te diré que esto me llama mucho la atención. ¿Por qué? Fijate que bajo la presidencia de la señora María Estela Martínez de Perón...
—… cuando López Rega, su ministro, crea la asociación terrorista de la triple A…
—… yo dibujé cosas que, comparadas con ésta, eran violentísimas. E incluso, años después, con la ingeniera María Julia Alsogaray. Y nadie dijo nada. Ahora resulta que, por un lado, soy misógino. ¿Qué tendría que haber dicho entonces el señor Menem? ¿Que soy homofóbico? Cuando hoy leí la nota acerca del comentario radial de José Pablo Feinmann me encontré con que deriva mi dibujo a lo que hacen los hombres en México con sus mujeres, “a las que matan como ganado”, dice. Cosas que no pasarían por la cabeza de nadie aquí en Buenos Aires. Incluso habla de Picasso (“Picasso y Dalí eran mucho más maestros, pero Picasso nunca lo dibujó a Hitler pegándole una piña a una mina), y si hubo un artista realmente genial que se dedicó a destrozar a la mujer fue justamente Pablo Picasso. Sin entrar en un juego de cotejo, basta con ver la reproducción de su obra. Pero acá, evidentemente, tengo una sensación de inseguridad personal por lo que pueda pasar después de las elecciones del año que viene. Una sensación que puede llevar a la gente a este tipo de cosas, de acusaciones, por miedo a perder su programa en una radio o una banca en la Legislatura. Realmente no lo entiendo. Lo único que puedo decir es esto: yo me ocupo de mi trabajo. No aspiro a otra cosa que no sea mi trabajo, que vengo haciendo desde hace unas cuantas décadas… Yo nunca recibí advertencias de este tipo. Es una cosa muy triste. No me ocurrió siquiera durante la dictadura militar.
—Y eso que dibujaste a las famosas “viudas” del Proceso, que eran ni más ni menos que los miembros de la Junta Militar.
—Bueno, ese dibujo se publicó cuando era presidente el general Reinaldo Bignone y las viudas enlutadas eran Videla, Viola, Galtieri y Bignone. Y nadie dijo nada. Pero esto no quiere decir que yo sea bueno. No me voy a rasgar las vestiduras, pero… no sé. Evidentemente es una presión para que yo deje de dibujar. Sin duda alguna.
—¿Como ves al Gobierno? ¿Fascista, autoritario?
—A mí me resulta difícil juzgarlo de una manera rotunda. Creo, sí, que no es un gobierno para todos, más allá del eslogan que ellos plantean. Es un gobierno para ciertos sectores. No para todo el mundo.
—¿Y cómo ves la personalidad de Cristina?
—Ella tiene una personalidad muy compleja. La gente que aspira al poder se supone que debería estar entrenada para eso y para tolerar las cosas que suceden cuando ellos están en el poder. Daría la sensación de que la Presidenta no está totalmente segura. Esta es la sensación que transmite.
—No es extraño que los intelectuales no coincidan con sus gobernantes, y por eso tampoco se los llama “cuasimafiosos”, como cuando le dibujaste unas curitas en la boca a la Presidenta. ¿Qué quisiste decir para que lo haya interpretado así?
—Lo que yo veía y escuchaba en esos momentos (exactamente abril de 2008) era que la señora Presidenta hablaba dos o tres veces por día. Nada más que eso. Pero, evidentemente, acá estamos frente a algo que ha pasado hace cuatro años y medio. Y ésta es la segunda advertencia. Como aquí hay una cuestión monotemática y una obsesión con el Grupo Clarín, y particularmente con el diario, te diría que yo no soy dueño del diario; nunca aspiré a otra cosa que hacer lo que hago, y en el diario nunca me dijeron tampoco lo que tenía que hacer. Y siento por eso un genuino agradecimiento. Creo que la gente tiene que ser respetada como persona y hay que dejarla hacer lo que realmente sabe hacer. Y esto es un poco lo que a mí me ha pasado: me respetan como persona, pero tampoco me meto en el puesto de otro. Ni peleo ni hago lo que no tengo que hacer. Pero insisto en que creo que algunos desean que yo no trabaje más.
—Es muy posible. Hay gente a la que le molesta la oposición inteligente: por ejemplo, si después de la marcha del 8 de noviembre hubieras dibujado a la Presidenta con el corazón desgarrado, no habría producido demasiados comentarios porque hubiera resultado ridículo.
—Aparte, hay otra cosa: durante la década del 30, Hitler y Goebbels, en particular, se dedicaron a perseguir a artistas a los que llamaron “degenerados”. Incluso organizaron una exposición en la que estaban, por ejemplo, Paul Klee, George Grosz… todos grandes artistas alemanes y, aunque no te lo afirmo, yo creo que va a perdurar más el expresionismo alemán que el surrealismo. Además, hay algo que dijo Picasso: “El arte no representativo nunca es subversivo”, que es importante recordar y les cuadra a estos artistas. Aquí, en Argentina –hilvana Sábat–, durante la década del 30 y del 40 la revista Rico Tipo en particular tuvo un papel destacado. Allí había gente de la legendaria Patoruzú. Caras y Caretas, a su vez, cumplió una función extraordinaria en el periodismo del país, pero murió (de muerte natural) en 1936. En 1941 o 42 apareció Cascabel, pero ya en el 44 los gobiernos eran militares. Entonces, en vez de hacerse caricatura política se creaban historietas que eran arquetipos populares. Por ejemplo, Fúlmine, que era un tipo que traía mala suerte, o El otro yo del Dr. Merengue, que expresaba los pensamientos secretos de un hombre en su madurez. También se destacaba Pochita Morfoni. En una palabra, no había una representación de lo que realmente ocurría sino que, repito, se trataba de arquetipos populares. Como decía Winslow Homer, “lamento haber pintado un cuadro que precise explicación”.
—¿Y cuándo se retomó la caricatura política?
—Recién en la época de Frondizi con Landrú, a quien Onganía, con su enorme bigote, le cerró la revista Tía Vicenta porque lo llamaba “la morsa”. Ese cierre le valió a Colombres el premio Moors Cabot, muy importante.
—A los gobiernos autoritarios nunca les han gustado las caricaturas. Por eso me llama mucho la atención que un hombre inteligente como José Pablo Feinmann no pueda visualizar esa realidad. Rarísimo.
—Sí, es una cosa muy extraña. Yo creo que únicamente el ensimismamiento (que lleva al fanatismo) puede permitir esas cosas, ¿no es cierto? Yo no voy a juzgar la sapiencia del señor Feinmann en su presunta cualidad de filósofo. Me causa gracia… No me gusta que un individuo se autocalifique… Sinceramente yo les disparo a esas cosas. Siempre me acuerdo, en cambio, de Julián Centeya (el seudónimo de Amleto Vergiatti), que era un reo porteño y se había mandado hacer unas tarjetas que decían: “Julián Centeya. Pobre”. –'Menchi' se ríe francamente–. Así como otros se presentan como abogados o médicos, para Centeya su tarjeta de presentación era ser “pobre” de profesión. Ahora bien, cada uno sabe a qué filósofos atender. En 1973, cuando fue derrocado violentamente Salvador Allende, aparecieron por Clarín unos periodistas franceses que trabajaban en una publicación incipiente que se llamaba Libération…
—Un diario muy a la izquierda.
—Exacto. Sartre estaba allí. Los franceses me pidieron entonces que les hiciera un dibujo de Pinochet, cosa que hice de inmediato. También me dijeron que no tenían plata para pagarme, pero les contesté: “Yo, lo que quiero, es un manuscrito de Jean Paul Sartre”. Y me lo mandaron, cosa que yo venero. Imaginate un manuscrito de puño y letra de ese hombre. Curiosamente, con los años, en alguna librería especializada conseguí tres libros originales de Sartre dedicados, no voy a decir a quién porque sería una denuncia ingrata. Pero a lo que voy es a que Sartre y Albert Camus, por ejemplo, son los individuos que yo leía con intensidad cuando era un adolescente. Esas cosas repercuten positivamente con los años porque esa gente nunca dejó de pensar lo que tenía que pensar. Es decir, muy probablemente el único que descreyó de Sartre fue Alberto Giacometti, un artista, un escultor extraordinario que ahora se está exponiendo en La Boca. El era de origen suizo, y en una de las biografías de Giacometti leemos que tanto Sartre como Simone de Beauvoir le pedían que se mudara al elegante boulevard Raspail, y Giacometti nunca quiso salir del lugar polvoriento donde dormía cada noche. Y con este agregado: cuando Giacome-tti comenzó a ganar mucho dinero con la venta de sus magníficas obras, les pagaba departamentos carísimos a las damiselas que frecuentaba en los boliches a los que concurría todas las noches Es decir… repito: cada uno tiene los filósofos que quiere y, hoy día, los filósofos que merece. Pero me parece una exageración cuando Feinmann me llama “ignorante”. Sin duda soy ignorante, porque todos los días aprendo algo nuevo, pero no me titulo “filósofo”. Esa es la diferencia.
—Además, Feinmann te llama “ignorante”. Pero ¿ignorante de qué?
—No sé… yo creo que, a pesar de que soy un tipo casi muy viejo, siempre tengo el deseo de aprender algo. Pero ciertamente no voy a aprender a partir de las cosas que digan de mí –se ríe–. Voy a aprender, en cambio, de las cosas que he perdido de aprender “antes”, y esto es mucho. Y necesito seguir aprendiendo, gracias a lo cual todavía me siento vivo.
—¿Esta actitud de Feinmann no daría la sensación de que no entiende muy bien lo que significan el humor y la representación del humor?
—Bueno, el humor, el “buen” humor, está siendo sustituido por el “mal” humor. Y aquí entonces no caben dudas de que el “mal” humor es algo que está inyectado para autodefenderse. No lo usa para defender a la señora Presidenta sino para autodefenderse. Entonces no veo por qué tiene que atacar al voleo. Y puedo decir con tranquilidad que yo me siento afectado. No soy de duro aluminio. Ni ando con corazas. Y una cosa de éstas a mí me duele mucho (...) Ahora bien, aquí el señor Feinmann también avanza con respecto al Uruguay. “En el Uruguay no son peronistas”, dice. Pero ¿qué tiene eso de malo? Mi madre nació en La Boca, mi padre era profesor de literatura y en casa no había dinero, pero había muchos libros. Así es que yo he leído mucho. Cuando mamá quería hablar con sus padres los llamaba cada semana por teléfono desde Montevideo. Y, por supuesto, hablaba de cosas coloquiales. De familia. “¿Cómo está la tía?”. Pero siempre aparecía una voz en el medio que decía que había que terminar la conversación. Era otra época. No existían los avances tecnológicos con los que contamos hoy, pero aparecía un intruso que impedía la conversación.
—Pensaría que lo de la tía era una clave.
—Probablemente. Estamos sospechando tanto que se ha llegado a este tipo de cosas; en definitiva, el motivo principal es dividir a la sociedad. Dividirnos. Y generar una presunta lucha de clases absolutamente “trucha”. Y utilizo este término bien reo. La lucha de clases aquí es “trucha”. Yo no soy mejor por no dibujar. Al contrario: creo que una de las cosas que he aprendido es a leer “críticas” de arte sobre cosas que he hecho. Y ahí se aprende que las cosas que uno hace pueden no gustarle a la gente. Mala suerte. Yo no puedo cambiar a esta altura, pero me llama la atención que por una cosa insignificante se haga tanto barullo.
—Demuestra una gran debilidad frente a la crítica.
—Estoy totalmente de acuerdo. Hay una inseguridad esencial en este asunto y una cola de paja muy larga. Fijate que antes de la aparición del famoso El Mosquito hubo una revista llamada Antón Perulero, y no “Pirulero”, que compré en San Telmo. Y allí están todos: Vélez Sarsfield, Mitre, Sarmiento, Nicolás Avellaneda. Incluso, gracias a esa publicación me enteré de que Avellaneda era de muy baja estatura y andaba con zancos. Es una forma de aprender la historia que a mí me ha ayudado mucho. Lo mismo que con Caras y Caretas. Pero esa gente era respetada. Los dibujos de El Mosquito y de Antón Perulero eran (como se dice ahora) “dibujos militantes”. Las revistas estaban contra esa gente, y las redacciones se componían de gente que expresaba lo que pensaba y nadie sospechaba de ellos.