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Causa y callejón sin salida.

Malvinas: ¿de qué hablamos?

Esta es la primera parte de un ensayo profundo sobre las islas, que recorre la identidad argentina, la política, la diplomacia y la guerra.

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Las islas y lo desconocido. Frente a un futuro imprevisible, las Malvinas podrían sufrir cambios geopolíticos permanentes en los próximos años. | cedoc

Luego de titular este breve ensayo, me di cuenta de que me había equivocado con el título decidido. Me había equivocado fieramente. Para que el título sea el correcto, hace falta introducir una palabra; la palabra es no. ¿De qué no hablamos los argentinos cuando hablamos de Malvinas?

Introduzco esta síntesis de mis posiciones sobre la cuestión Malvinas bajo este título. De qué no hablamos. Como hablar, de Malvinas hablamos mucho; básicamente puedo identificar cuatro campos de habla: A, el archipiélago, B, un diferendo político-diplomático, C, una guerra, D, una causa nacional.

Pero en todos ellos, también, dominan los silencios. No hablamos: no discutimos, no hay debate. En cada campo de habla se imponen sin violencia –es decir, en base a un manto de aparente consenso– los mismos tópicos y lugares comunes, las mismas verdades establecidas consideradas autoevidentes. Malvinas no es, lamentablemente, en ninguno de sus campos de habla (a, b, c y d), una conversación, una tensión entre discrepancias, un conjunto de discusiones. Esas discusiones no existen.

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Pero no están prohibidas, nadie se las prohíbe a sí mismo o a los demás, es más bien que los elementos de una hipotética discusión están fuera del margen de lo que se puede concebir, fuera de lo que es pensable. Pero no hay una presión horizontal (social), ni vertical (político-estatal), al menos hasta ahora, contra la expresión libre; desde hace años, en mi caso personal, digo lo que me parece que debo decir y no he recibido, en general, agresiones, o las he recibido, pero han sido más bien pocas, excepcionales. Como si la manifestación de las posiciones insólitas de disidencia no pudiera ser tomada en serio. O como si fuera preferible ignorarlas.

Y mientras tanto continúan libres de obstáculos dos tendencias (y se puede entender por qué, dados los difíciles procesos políticos y sociales argentinos contemporáneos). Una es que se ensancha la magnitud histórica y la gravitación de la guerra de 1982 en clave conmemorativa, pero desarrollando su poder performático, de creación y recreación de un sujeto, de una obligación política. Y la otra, complementaria, el valor de Malvinas como constituyente de la nacionalidad, como: “Malvinas es lo único que une a los argentinos”. Esta es una propuesta identitaria de la nacionalidad, que debe ser unanimista, no pluralista. Y la guerra profundizó la convicción de los argentinos en que la causa Malvinas se funde con la nación misma. La convicción de que la causa es toda una con la nación (estudio en profundidad esta cuestión en Sal en las heridas. Las Malvinas en la cultura argentina contemporánea). Así, para la ortodoxia malvinera, tenemos un pasado: prohibido olvidar; un presente: Malvinas nos une; y un futuro: volveremos (al respecto puede consultarse Corazones tatuados. Causa nacional y polémica cívica).

Callejón sin salida. A corto plazo, la guerra del 82 puede haber sido una bendición (destruyó una dictadura ya maltrecha e hizo posible una acelerada transición democrática) –véase al respecto Marcos Novaro y Vicente Palermo: La dictadura militar (1976-1983)–. Pero sus consecuencias de largo plazo fueron otras: se abrió una herida política y cultural que no ha cerrado y nos martiriza, porque no somos capaces de cerrarla.

El problema no es Gran Bretaña, o con Gran Bretaña, sino con nosotros mismos, los argentinos, que nos hemos colocado en un callejón sin salida. En verdad, hay motivos sobrados para preguntarnos si no estábamos ya en ese callejón antes de la guerra (y en gran medida, fuimos a la guerra por eso). Aunque yo tengo mis dudas.

Pero lo cierto es que el callejón se profundizó por varias razones: arruinamos las perspectivas del contexto internacional, que, aunque no eran favorables, sí que tenían algunos puntos favorables (en base a la resolución 2065 de ONU). Arruinamos todo ese contexto, en las islas; en Gran Bretaña, en los países amigos; en los organismos internacionales. Por otro lado, internamente nos hipermalvinizamos, de esto hay mil manifestaciones, en todo nivel: cultural y educativo, políticamente y constitucionalmente. Y con nuevos y poderosos actores (los veteranos de guerra, las hinchadas de fútbol) –véase Rosana Guber: De chicos a veteranos: Nación y memoria de la guerra de Malvinas–, etc. Nos hemos puesto en una situación de la cual no tenemos cómo salir, porque en los 40 años aumentamos las dificultades político-diplomáticas (véase Malvinas. No las queramos tanto) y aumentamos el poder de presión y de veto de los nacionalistas malvineros.

Estamos en un callejón sin salida, no solamente por el legado directo que nos dejó la guerra de 1982, sino por la Cláusula Transitoria de la Constitución de 1994 (que es un legado indirecto de la misma) y por las pautas en que hemos fijado la política gubernamental y diplomática desde el regreso de la democracia (puede consultarse Malvinas: causa, diplomacia y guerra. Una mirada de la historia a la luz de contribuciones reciente). Que consisten, básicamente, en que el Reino Unido debe avenirse a negociar la transferencia de soberanía (o sea, llamamos “negociación” a algo que no lo es, puesto que debe tener un resultado predeterminado). Y consisten asimismo, en que los malvinenses no pueden tener nada que decir al respecto (Malvinas. Nuestro problema no son las islas sino la causa).

Me parece muy claro que este callejón sin salida es peligroso y, aunque hayamos avanzado mucho en un rumbo equivocado, deberíamos ser capaces de cortar las pérdidas (to cut losses) y crear condiciones para elegir el mejor camino posible desde donde estamos.

Hay un tema muy relevante: el de los obstáculos, el sentido, y los caminos, y problemas, y conflictos, pero también las promesas y legados para la sociedad, de que la sociedad argentina haga su luto, su duelo (mourning). Qué significados podrán estar presentes allí y qué problemas no se solucionarán, y cuáles sí podrían solucionarse. No me estoy refiriendo únicamente al duelo que no se hizo en relación a la guerra. Sino el duelo sobre la “pérdida” de las islas que es negada. Vivimos Malvinas como pérdida, pero no hay duelo; siempre velamos las armas (metafóricamente) para su recuperación.

Complementariamente: identidad nacional unanimista, territorialista, esencialista, fundamentalista. “Malvinas causa nacional” nos refuerza todo eso, profundiza la trampa que esos componentes de identidad han construido. Pero esa propuesta de identidad es la vigente y remar contra ella, a favor de valores republicanos, democráticos y liberales, es hoy día remar contra la corriente. Vale la pena de todos modos, porque nos abre a perspectivas identitarias diferentes, republicanas, pluralistas, que valoran la diversidad.

Lugares comunes: “prohibido olvidar” (una obcecación que nos despoja de libertad, como lo hace la Cláusula Transitoria de la Constitución). Y “¿entonces, para qué la guerra?, ¿para qué la sangre derramada”: si fuimos a la guerra y se derramó sangre argentina estamos obligados, reza este mandato. Se fusionaron también así guerra y causa: la guerra nos prohíbe olvidar, no solamente a la guerra, sino a la propia causa Malvinas (Malvinas. El complejo vínculo entre el derecho y la política). Nada que los nacionalismos desde el siglo XVIII no hayan inventado.

Pero hay un curioso contraste entre el mandato de memoria de la violencia de la dictadura y el mandato de memoria de la violencia de la guerra de la dictadura: en el primero, prohibido olvidar equivale a: no debemos olvidar el Terrorismo de Estado y las responsabilidades institucionales y personales de quienes lo perpetraron. En cambio, el segundo mandato equivale a: no debemos olvidar la guerra por una causa justa, aunque haya sido librada por manos bastardas.

Por otra parte, la opinión pública argentina está severamente mal informada sobre la situación jurídico-política, no solamente de la cuestión Malvinas, sino también del escenario geográfico y político del Atlántico Sur, incluyendo la Antártida (Malvinas y la Antártida. ¿Cuál es el vínculo?). Esta ignorancia general, es un problema delicadísimo, pero debería ser encarado, gradualmente y con suma cautela.

Diplomacia, política y causa. La línea diplomática canónica sobre Malvinas se caracteriza por su inutilidad en relación a cualquier objetivo que merezca ser alcanzado. Es rígida: procura, obsesivamente, llevar a los británicos a la mesa de negociaciones, pero con el único propósito de que las “negociaciones” conduzcan a la transferencia de soberanía.

Desconoce, con la mayor obcecación, a los malvinenses como grupo que tenga arte y parte en las discusiones políticas sobre el tema. Es monotemática: con mínimas excepciones, supedita toda su agenda a la cuestión de la soberanía (así, por ejemplo, reiteradamente toma decisiones enderezadas a complicar la vida de los isleños con la ilusión de que estos se ablanden y sean ellos los que recapaciten y aflojen en la pulseada). Se niega a reconocer que la guerra (aunque haya sido decidida por una dictadura militar) tiene efectos políticos irreversibles; por lo tanto, lleva a cabo la agenda histórica (que tiene a la resolución 2065 como piedra angular) como si nada hubiera pasado.

No se ha hecho nada que se parezca a una aproximación a los isleños basada en una introspección y en un examen crítico de nuestros propios actos. Es, si se quiere, bipolar: por un lado, agita las aguas diplomáticas internacionales en organizaciones regionales y mundiales, con el mantra del reconocimiento de los derechos argentinos y la solicitud a Gran Bretaña de que cumpla la resolución 2065. Por otro lado, se abstiene de llevar el diferendo a la Asamblea General de las Naciones Unidas o a proponer su tratamiento por la Corte Internacional de Justicia (esta abstención es muy sensata, pero precisamente se hace muy claro que nuestro Servicio Exterior participa del ocultamiento a la opinión pública de los términos crudos, poco favorables, de la cuestión, así como es clara la desinformación complaciente de la sociedad).

La revisión de todos y cada uno de esos puntos podría ser facilitadora de la convergencia en una línea diplomática que, en pocas y desprolijas palabras, debería consistir en la reedición del “paraguas de soberanía” (que, de hecho, tiene una lejana, pero clara inspiración en el Tratado Antártico). Por medio de este “paraguas” las partes no verían afectadas sus posiciones jurídico-territoriales, si llevaran adelante negociaciones o cooperaran en cualquier otra materia. Un reflotamiento activo del “paraguas de soberanía” sería valioso en sí mismo, pero, junto a eso, sería diplomáticamente importante porque permitiría trazar una línea de continuidad, una (como se ha puesto de moda decir) “política de Estado” que anudaría a tres gobiernos: el de Menem (con el canciller Guido Di Tella), el de Macri (con el canciller Foradori) y el actual (no corresponde mencionar un canciller, porque no se han dado pasos encaminados a esta política, pero sí de acercamiento al mundo anglosajón en general).

Resumiendo, por un lado, sería valioso en sí mismo: permitiría a la Argentina alcanzar objetivos políticos y económicos en el escenario del Atlántico Sur en general, y de Malvinas en particular. Por otro, mostraría que es posible una línea diplomática novedosa en la cuestión, contrapesando la línea tradicional que hasta ahora es abrumadoramente dominante (y tan contraproducente). Una “política de Estado” enhebrada por tres gobiernos de diferentes orientaciones, pero que, al mismo tiempo, comparten una vocación de redefinir la inserción argentina en el mundo, sería un hecho valiosísimo por sí mismo.

Sería una forma interesante de retomar el hilo de la innovación de la política para Malvinas, mediante una continuidad bastante elocuente. Y no hay nada más eficaz en política que anudar sólidamente la renovación a la continuidad.

La renovación basada en la continuidad, que muchos podrían calificar ampulosamente de una política de Estado”, estaría dada por la fórmula del “paraguas de soberanía”. Hubo dos administraciones que explícita o implícitamente la emplearon. Es una fórmula, como ya dije, que tiene antecedentes en el Tratado Antártico, donde hay países con reclamaciones de soberanía, países que no las han hecho ni las reconocen, y países con reclamaciones superpuestas, y todos pueden colaborar.

En esencia, de lo que se trata es, bajo el “paraguas” que protege las posiciones jurídico-políticas de ambos grupos de estados, de avanzar en todas las líneas, posibles y convenientes para ambos, de cooperación, de un modo estable y que se afiance con el tiempo, y genere confianza mutua, así como un cambio positivo en las percepciones recíprocas.

Mirando a los malvinenses con simpatía. Complementariamente, una pieza nueva y relevante de la reorientación de política, sería la reconsideración del estatus de los isleños. Creo que hay que dejar atrás el tópico de que los malvinenses “tienen intereses, pero no deseos”. Considerar los intereses tanto como los deseos abre un flanco súper sensible en el ataque contra la innovación por parte de todos los conservadores en este tema.

Esto no se puede desconocer, es obvio: es una cuestión peligrosa. Pero la audacia en ella puede brindar buenos frutos. Si se quiere, puede plasmarse una fórmula como “los isleños tienen, políticamente, tanto intereses como deseos, pero esto no significa que tengan derechos de soberanía sobre las islas; significa sí que son una parte en las negociaciones y que deberían ser consultados en cualquier negociación”. Ya sería un paso importante hacia adelante, aunque por supuesto la posición seguiría expuesta a riesgos.

La verdad que puso el diablo en boca de Diana Mondino siendo canciller designada del gobierno Milei (2023-2024), más allá de los términos imprudentes, fue que los argentinos necesitamos reconocer y respetar a los isleños (hasta hoy hacemos todo lo contrario), como británicos y malvinenses, como ciudadanos de una pequeña comunidad política y como sujetos de una diminuta identidad colectiva.

Es más, hay gente que lo dice y no se atreve a decirlo. Dicen: “De ningún modo debemos renunciar a nuestros derechos. Cuando la Argentina vuelva a ser un país grande y próspero, atractivo (curioso, esto, agrego yo, V.P. ¡Como si en todos estos años, maltrechos y a los tumbos, no hubiésemos estado recibiendo una elevada cantidad de inmigrantes!), los malvinenses van a querer que Malvinas se reincorpore a la Argentina”. Ah, bueno. O sea, si van a querer “reincorporarse”, entonces está muy bien que tengan deseos, en tal caso, sí los autorizamos. Si no, no los autorizamos, sólo pueden comprender y aceptar que su interés, en bien de ellos mismos, es “volver al redil”. Esta forma de argumentar es realmente capciosa. ¿En qué quedamos? ¿Tienen o no tienen deseos? Si importa qué van a querer los isleños en ese entonces, nos tiene que importar también lo que quieren ahora, y sus deseos no pueden dejar de ser considerados.

Malvinas tiene mucha gente muy ocupada. Sobre los actores intervinientes. La identificación de actores relevantes, sea o no con poder de veto, es una cuestión central. Lo esencial en este punto sería no dejar fuera del análisis a ninguno de ellos, así como desenvolver una comprensión adecuada de sus características. Por supuesto, en el caso argentino, junto a la ya mencionada e ineludible opinión pública, tanto el propio gobierno como el cuerpo diplomático son actores (que no tienen necesariamente plena cohesión como tales); pero también lo son los ámbitos dedicados al tema en distintos poderes institucionales, como es el caso de las comisiones del Poder Legislativo, y los organismos indirectamente relacionados y relativamente autónomos, como el Instituto Antártico Argentino.

En lo que se refiere a los británicos, a mi juicio es preciso contrariar la orientación consagrada en Argentina, de considerarlos como una sola contraparte. Los isleños son un actor con intereses muy próximos, y por lo general complementarios, a los del gobierno británico pero diferenciados –analíticamente no tiene sentido hacer de cuenta de que esto no es así–. Ello independientemente de que en el plano político se los considere o no un “tercer” actor en interacciones diplomáticas o negociaciones.

No estamos haciendo aquí un listado exhaustivo de actores, pero creo necesario señalar uno, relativamente nuevo, y que ha ido ganando protagonismo en los últimos años como grupo de presión –debería examinarse si no ha adquirido cierto poder de veto. Me refiero a las organizaciones de excombatientes. Una demostración de sus capacidades políticas ha sido la “malvinización” del fútbol (para la cual fueron la principal correa de transmisión) y otra, más coyuntural, el impacto que ha tenido su participación en el desfile militar del pasado 9 de julio (2024).

Malvinas no ha perdido actualidad, ya que en los últimos 20 años la cuestión política y cultural Malvinas no ha dejado atrás ninguno de los problemas ya presentes a fines del siglo XX, ni sus rasgos básicos y sus matices, ni ha perdido centralidad en la atención pública. Quizás las únicas novedades hayan sido tres, pero son de peso suficiente como para inaugurar una nueva etapa de su historia. Principalmente, la mayor relevancia que han adquirido los excombatientes como referentes no sólo de la guerra de 1982, sino también de la entera cuestión (a través de los excombatientes, y bajo su égida, se ha producido una involuntaria, deplorable, pero muy explicable fusión entre la cuestión Malvinas y la guerra pasada.

Pero, al mismo tiempo, la cuestión Malvinas no ha adquirido nuevos ribetes o asomos belicistas. Técnicamente, no hay más belicismo político, al menos por ahora, hay más belicismo simbólico. Y en un segundo plano –que no es para nada insignificante– la “malvinización” del fútbol vía los veteranos. La adopción estética y doctrinal de la causa Malvinas por parte de las hinchadas y de los núcleos más activos de los clubes, así como de las culturas urbanas en barrios de distintas ciudades, si bien no es nueva, ha ganado mucha intensidad. Es obvio que esto conlleva un enraizamiento generacional importante. Desde luego, el triunfo en el Campeonato Mundial de fútbol de 2022 fue un hito (inscripto hasta en los versos del cántico argentino del campeonato).

La pasión por la causa y la pasión por el fútbol, de enraizamiento popular, tienen un perceptible aire de familia; el cantar colectivo, la calle, el “tablón”, los grafitis barriales, los murales, están para decirlo.

¿La tercera novedad? ¿Una discontinuidad generacional en la memoria? ¿O un desplazamiento cultural? ¿Podría decirse que el vigor militante o pasional de la causa se ha reducido y se va limitando a una especie de observancia? Desentrañar esto es importantísimo, pero no existen estudios con base empírica confiable. Sin embargo, el ánimo colectivo del reclamo popular “volveremos”, en la calle o en redes sociales, está presente, a veces de modo más bien latente, y puede volver a despertarse, a activarse.

Si la causa Malvinas es una configuración discursiva, que nos propone una identidad, ¿se ha debilitado como tal? Para nada. Personalmente no celebro esta persistencia, esta perseverancia que dignifica a quienes la sostienen, pero que nos empuja más y más adentro del callejón sin salida.

Volviendo a cooperar. El escenario de cooperación. Es un punto fundamental y se debe pensar en estrecha relación con los otros. De lo que se trata es de observar la geografía del Atlántico Sur y la Antártida como un escenario de cooperación que se organice conforme a regulaciones compartidas y diferenciadas (diferenciadas, entre otras razones, porque la geografía política es muy diferente en distintas áreas del escenario; la geografía política del archipiélago es diferente a la de la Argentina continental, o a la de los otros archipiélagos, o a la de distintas zonas del Atlántico Sur o, por supuesto, a la de la Antártida).

La regulación debería comprender todos los campos, desde el económico al científico, desde la explotación de recursos renovables a no renovables, desde las comunicaciones hasta el turismo, el transporte y desde luego la protección ambiental y la cooperación militar. La organización de este escenario es una tarea complejísima y exigirá negociaciones arduas, pero podrá dar lugar a beneficios económicos y ganancias políticas. Forma parte de una política de afianzamiento argentino en la región, de modernización conceptual del concepto de soberanía y de mayor calidad de la inserción del país en el mundo, por un lado, y de adquisición de lazos de confianza con los actores británicos. ¡Qué escandaloso para el nacionalismo malvinero!

Hay que agregar un punto más en esta cuestión. Las mejores políticas, son las más flexibles, la que se preparan para distintos escenarios, aunque trabajen especialmente para concretar los preferidos. Con los escasos recursos y pocos activos con los que se cuentan, la calidad de la política es más relevante. Y Argentina vive una penuria en todos esos aspectos.

L extensísima región de la que las islas Malvinas forma parte, es una de las más atípicas en términos de su geografía política. Con excepción del enfrentamiento de abril-junio de 1982, ha sido y es una zona pacífica (y muy escasamente habitada). Lo más racional sería que la Argentina definiera una política permanente que contribuya a mantener la región libre de tensiones. Las opciones de cooperación (con Gran Bretaña en el Atlántico Sur y Malvinas, con Chile y la misma Gran Bretaña en la Antártida, entre otras posibilidades) parecen las más inteligentes.

*Politólogo, Club Político Argentino.