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Filosofía

Martin Buber y el dolor de ya no ser

Hace cien años, Martin Buber –acaso el mayor filósofo judío del siglo XX– publicaba una de sus obras mayúsculas: Ich und Du (Yo y Tú). Aquí se evoca su pensamiento y su singular mirada ética sobre el sionismo.

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Martin Buber. | cedoc

En 1923, Martin Buber (1878-1965) publicaba la obra que le daría celebridad como pensador: Ich und Du (Yo y Tú), donde desarrollaba los conceptos elementales de la filosofía que lo acompañaría a lo largo de toda su vida. Una filosofía dialógica, relacional, donde el ser humano no se puede construir sin un otro, la idea de que el Yo no es sin el Tú. Esa será la base de su singular mirada ética respecto de la política. Aunque Buber es homenajeado –en instituciones que llevan su nombre, por ejemplo–, su pensamiento está casi olvidado, especialmente entre sus principales destinatarios: el pueblo judío. Recuperar hoy su mirada lo convierte en una rara avis, una valiosa referencia de aquellas a las que es necesario acudir para avizorar horizontes de esperanza para la humanidad.

No hay Yo. Para Buber “no existe ningún Yo en sí, sino solo el Yo de la palabra básica Yo-Tú”. Desde las primeras líneas su texto se constituye en una refutación de la existencia del Yo. Algo que no es extraño a los pensamientos orientales, que incluso contemporáneos de Buber comenzaban a recuperar, algunos como Hermann Hesse, quien lo propone a la Academia Sueca para el Premio Nobel. Esta noción resulta ajena a la modernidad europea, que sentó buena parte de su desarrollo en la idea casi solipsista del sujeto cartesiano, llevada al límite: si lo único de lo que estoy seguro es de que Yo pienso y Yo existo ¿no podrían ser todos los demás algo dudoso, quizás una ilusión de mi propio pensamiento? 

En cambio, para Buber, la persona humana solo se realiza y se reconoce en la relación con otro. De allí deriva su filosofía del diálogo, la idea de que el ser humano es un ser-con. “Toda vida verdadera es encuentro”, dice Buber. Solo en el reconocimiento del otro en toda su alteridad, se reconocerá a sí mismo.

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Borges y Buber. El estilo de escritura de Buber es amable, cuidado, místico en ciertos aspectos. Borges recordaba su primera recepción del libro como “poemas maravillosos”, y describía su “asombro” al darse cuenta de que Martin Buber era un filósofo y de que “toda su filosofía residía en los libros que leí como poesía”. Añadía el gran escritor argentino –quien le dedicó una célebre conferencia–: “Acepté estos libros porque me llegaron a través de la poesía, de la sugestión, de la música de la poesía, y no como argumentos”. 

Pero detrás de ese estilo amable aflora una posición filosófica radical, disruptiva, quizá la más transgresora imaginable. La radicalidad ética de la perspectiva buberiana se despliega en toda su potencia cuando aborda el problema de Eretz Israel-Palestina. 

Buber narraba una anécdota sugestiva: Max Nordau, cuando escuchó por primera vez detalles sobre la existencia de árabes en Eretz Israel, corrió al encuentro de Herzl y le dijo: “Esto lo ignoraba. De ser así estamos cometiendo una injusticia”. Buber entendía el sionismo desde una ética innegociable, precisamente porque partía de la perspectiva del diálogo, del reconocimiento de un otro sin el cual Yo no puedo ser Yo.

En otras palabras: Buber creía en el camino de Eretz Israel, pero advertía con énfasis sobre el riesgo de no encontrar la convivencia con esos otros que ya vivían en Palestina: “Lo decisivo en las grandes situaciones históricas no reside en el hecho de quién tiene más fuerza en el momento de choque de fuerzas, sino en quién tiene una determinada capacidad, exigida para superar la confusión de una situación y del período subsiguiente: quién es capaz de satisfacer la exigencia oculta de la situación. Ciertamente, hay triunfos que son fruto exclusivo de la fuerza, mas su fin es el caos. El derecho de los colonos (judíos) es el de aquellos capaces de hacer frente a los problemas de la colonización. Y lo advierto desde ya: los problemas de nuestra colonización y de nuestros colonos comprenden la vida de los pobladores árabes del país, a quienes no podemos expulsar, y por lo tanto debemos incluir en nuestra empresa, si nos proponemos en verdad superar la confusión especial que existe aquí”.

No es aventurado afirmar que, a casi seis décadas de su muerte, Buber se estremecería al comprobar las resonancias actuales de la palabra sionismo, y no por mérito de sus detractores antijudíos, sino por obra y gracia de quienes la encarnan hoy, de manera mayoritaria y oficial en el Estado judío. 

Asimilación. Entre otros párrafos memorables sobre el sionismo, Buber incluyó sugestivas advertencias acerca de lo que ocurriría si se instalaba como un nacionalismo. Profético, señaló que esa posible derivación (cuyos gérmenes alcanzó a ver, y con espanto moral, a comienzos del siglo XX) profanaba la idea misma de sionismo como él la entendía, al punto de concebirla como algo “más peligroso” que la asimilación individual: “El nacionalismo vulgar no recoge ninguna autoridad más que un interés nacional imaginario. Es un tipo de asimilación nacional que es más peligrosa que cualquier asimilación individual, porque esta solo afecta a los individuos, mientras aquella carcome el meollo de la identidad de Israel”. 

Sí: para Buber, un pensador profundamente religioso y hondamente humanista, la peor asimilación es la de haber convertido al sionismo en un nacionalismo como cualquier otro. Por eso digo que su pensamiento es revulsivo. (¿Será por eso que en el Israel actual nadie habla demasiado de Martin Buber? ¿Será por eso que a Buber le rinden homenaje sitios de la colectividad, pero sus textos solo se leen o recomiendan en sitios como Palestina Libre?).

Falso sionismo. Hay más. Buber advirtió sobre el peligro de que ese “falso sionismo” terminara convertido en un sionismo capaz de “confiarse al vitalismo, un sionismo fascista, no solo equivocado filosóficamente, sino que también se opone a la razón humana”. 

Para que se entendiera de qué hablaba, contó que en sus primeros días, “en Eretz Israel, una pandilla de judíos armados cayó sobre una aldea árabe y la destruyó. A menudo, en tiempos anteriores, pandillas árabes habían cometido atrocidades de este tipo, y desde luego mi corazón sangró por el sacrificio que esto significaba. Pero esto era otra cosa, esto era una cuestión nuestra, era mi propio crimen, un crimen de los judíos, de mi pueblo, en contra del espíritu del sionismo, en contra del mandato de Dios. Aun hoy no puedo pensar en esto sin sentirme culpable. Nuestra fe luchadora fue débil para evitar la erupción de falsas enseñanzas demoníacas”. 

Buber detectó esas “falsas enseñanzas demoníacas” muy tempranamente. Ya en 1918 advertía sobre “el espíritu extraviado en el sionismo” en una carta a Hugo Bergman, donde criticaba la pretensión de “la mayoría de los líderes sionistas” que son “nacionalistas que no tienen límites, según el ejemplo europeo, imperialistas e incluso mercantilistas inconscientes que se arrodillan ante el éxito”. La pretensión que cuestionaba Buber era la de “crear una mayoría [judía] en el país”. 

Profético y realista. Antes de la creación del Estado de Israel, el autor de Yo y Tú creyó en y pregonó un Estado binacional, convencido de que un Estado judío no solo tendría como consecuencia inevitable un nacionalismo judío, un “sionismo fascista” incompatible con la tradición humanista del judaísmo, sino que –como contracara– exacerbaría los nacionalismos árabes de la región. Para Buber, la creación de dos Estados (precisamente lo que ha fracasado hasta el día de hoy y dio origen a uno de los conflictos bélicos más extendidos de la humanidad contemporánea) solo contribuiría a herir la idea misma de Israel. 

Por el contrario, creía en un Estado binacional laico y con derechos plenos de ambos pueblos (y de cualquier otra etnia o religión). Entendía el proyecto de una tierra para Israel a partir de la construcción de una comunidad donde se garantizara la más amplia diversidad, en lo que refiere a religiones y “razas” (como aún se decía por aquella época) y con el acento puesto en las formas sociales de producción: un socialismo no autoritario, basado en el cooperativismo como ideal práctico, con el kibbutz como unidad elemental de producción, aunque sin excluir las formas privadas. 

“Para el libre desarrollo de su potencial, la población árabe no necesita un Estado árabe, ni la población judía necesita un Estado judío para lograrlo. Esta realización en ambos lados puede garantizarse en el marco de una entidad sociopolítica binacional común, dentro de la cual cada pueblo ordene sus asuntos específicos y ambos, juntos, se ocupen de los asuntos comunes a los dos”. 

Deliberación. Buber además fue un decidido partidario de lo que hoy llamamos “democracia deliberativa”, cosa que la bibliografía no registra todavía en todo su alcance y que, sin embargo, aparece como una consecuencia natural, deductiva, de su pensamiento dialógico: “¿Acaso la peor deficiencia de la sociedad moderna no consiste precisamente en que nos dejamos representar demasiado? (…) En la medida en que un grupo humano se deja representar en la decisión sobre cuestiones comunes, sobre todo por representantes ajenos a él, en esa misma medida carecerá de vida comunitaria, tanto menos contenido comunitario tendrá, puesto que la comunidad –no la primitiva, sino la posible y adecuada para nosotros, los actuales– se pone de manifiesto, sobre todo, en el común tratamiento activo de lo común. y no puede existir sin ese tratamiento”.

Buber era realista. Después de 1948, si bien no abandonó su idea última de un Estado binacional, siguió defendiendo una federación de Estados tanto árabes como judíos, y hasta el final de su vida apoyó todo esfuerzo de acercamiento entre los dos pueblos. Sus planteos, cada vez más amargos, resultaron proféticos. Señaló un puñado de hechos (y sus consecuencias) que, a su juicio, determinarían la imposibilidad de la paz. Por ejemplo, que la tarea de asentamiento se emprendió “sin consultar ni informar a la gente de esta tierra”. La consecuencia inevitable: los árabes ven a los judíos cada vez más “como invasores y representantes de intereses extranjeros”. 

El futuro determinado por esos hechos y consecuencias aparecía prístino y triste para Buber: “La paz, cuando llegue, no será paz; no una paz auténtica, positiva y grande, constructiva, creativa, base de vida en común, posibilitadora de grandes obras de civilización, que es la que necesitamos, sino solo una paz negativa, una no guerra que en cualquier momento, en cualquier circunstancia nueva, podrá mudarse en otra guerra”.

Buber creyó hasta el final de sus días que era preciso cambiar la esencia misma de la solución de 1948. Hoy que la propuesta de un Estado binacional aparece como la más utópica de las utopías en el Cercano Oriente, vale la pena preguntarse cuánta razón tenía este filósofo que quiso ser fiel a las enseñanzas éticas del Talmud y de la mejor tradición humanista del judaísmo. Y tal vez pensar si en verdad existe alguna solución más realista que aquella para poner fin a uno de los conflictos más extensos de nuestros días.

 

El poder de los prejuicios

A.S.

Mordechai (Martin) Buber nació en Viena en 1878, en el seno de una familia donde sobresalían eruditos, estudiosos del Talmud, entre ellos su padre. Estudió Filosofía y Teología en Viena y en Zurich. En 1901 comenzó a editar la revista Die Welt (El Mundo), donde polemizó con Theodor Herzl, hasta que este se separó de la publicación. La cuestión de la pluralidad era diferenciadora del proyecto de Herzl, para quien Israel solo era pensable como un Estado nacional judío. Después de impulsar en Alemania organizaciones dedicadas a la defensa de los judíos ante el avance de leyes excluyentes (por ejemplo la Oficina para la Educación de Judíos Adultos, para proveer educación superior a los judíos que tenían prohibido el ingreso a las universidades), en 1938, y ya en plena persecución, Buber emigró a Israel. Allí se sumó a la Universidad Hebrea de Jerusalén y desplegó una notable labor de formación y divulgación, impulsando la creación de la Academia Israelí de Ciencias y Humanidades. Murió en 1965. Poco antes lo había entrevistado Tomás Eloy Martínez, a quien entre otras cosas le dijo: “Una muralla es más fácil de vencer que el más pequeño de los malos entendidos. Con frecuencia, los prejuicios son más poderosos que la verdad” (citado en Lugar común la muerte).

 

La admiración de Herman Hess

A.S.

Herman Hesse propuso en varias ocasiones a Martin Buber para el Premio Nobel, cosa que no ocurrió, y dejó palabras de elogio hiperbólico hacia él. En una carta de 1954, Hesse decía lo siguiente: “Poseo un colega especialmente querido, uno de los más bravos y más dignos defensores de la palabra contra la estupidez y la terquedad de máquinas y cañones. Acabo yo de proponerle por segunda vez para el Premio Nobel: se trata de Martin Buber. Quiero cerrar esta carta con unas palabras suyas, que os ruego leáis atentamente. Dicen así: ‘La guerra tiene desde antiguo un contrincante, que casi nunca surge a la luz como tal, pero que lleva a cabo su obra en la oscuridad y el silencio: me refiero al lenguaje; el lenguaje consumado, el lenguaje del verdadero diálogo, en el que los hombres se entienden entre sí y se hacen comprensibles mutuamente. Está ya en la esencia de la guerra primitiva el que comience siempre, invariablemente, allí donde termina el lenguaje, esto es, allí donde los hombres no son capaces de dialogar entre sí sobre los objetos o circunstancias debatidos o de someterse al sencillo intercambio de pareceres, sino que rehúyen el mutuo diálogo para buscar en la mudez del mutuo homicidio una presunta decisión, algo así como un juicio de Dios; mas la guerra se adueña pronto del lenguaje y lo esclaviza al servicio de su torpe griterío guerrero. Pero allí donde el lenguaje, por tímidamente que sea, se deja percibir nuevamente de trinchera en trinchera, la guerra se convierte inmediatamente en algo dudoso y cuestionable’”.

 

*Periodista y filósofo. Integra la cooperativa de periodistas El Miércoles Comunicación y Cultura, en Entre Ríos, y forma parte del Grupo de Ética Ambiental de la Sadaf (Sociedad Argentina de Análisis Filosófico).