En 2006, Donald Trump hizo planes para comprar el Menie Estate, cerca de Aberdeen, Escocia, para convertir las dunas y pastizales en un lujoso campo de golf. El y el dueño de la propiedad, Tom Griffin, se sentaron a debatir la transacción en el restaurante Cock & Bull. Griffin recuerda que Trump era un negociador implacable, reacio a ceder, incluso en los más ínfimos detalles. Pero, tal como escribe Michael D’Antonio en su reciente biografía de Trump, Never Enough, el recuerdo más vívido de Griffin de aquella noche tiene que ver una actitud teatral. Ese invitado de pelo dorado sentado al otro lado de la mesa parecía un actor interpretando un papel en la escena londinense.
“Era Donald Trump interpretando a Donald Trump”, observó Griffin. Había algo irreal en su actitud.
El mismo sentimiento dejó perplejo a Mark Singer a finales de la década de 1990, mientras estaba trabajando en redactar el perfil de Trump para The New Yorker. Singer se preguntaba qué sería lo que le pasaba por la cabeza cuando no estaba interpretando el papel público de Donald Trump. ¿Qué piensa, le preguntó Singer, cuando se está afeitando frente al espejo por la mañana? Trump, escribe Singer, lo miró desconcertado. Con la esperanza de descubrir al hombre detrás de la máscara del actor, Singer intentó una táctica diferente:
“Bueno, supongo que lo que le estoy preguntando es, ¿se considera a sí mismo buena compañía?”.
“¿Realmente querés saber lo que considero buena compañía?”, le replicó Trump. “Una buena hembra”.
Yo habría formulado la pregunta de Singer de otra manera: ¿Quién es usted, Sr. Trump, cuando está solo? Singer no logró una respuesta, y entonces concluyó que el magnate inmobiliario, que luego se convertiría en una estrella de reality TV y, después de eso, en un prominente candidato a la presidencia de los Estados Unidos, había logrado algo notable: “una existencia sin un alma que lo moleste”.
¿Tal vez la conclusión de Singer fue demasiado dura? Puede ser, al menos en un sentido. Como animales sociales inteligentes, los seres humanos hemos evolucionado hasta convertirnos en verdaderos actores, cuya supervivencia y capacidad de reproducción dependen de la calidad de nuestras actuaciones. Llegamos al mundo preparados para interpretar roles y gestionar las impresiones de los demás sobre nuestra actuación, con el objetivo evolutivo último de congeniar y avanzar en los grupos sociales que definen quiénes somos.
Trump parece sumamente consciente del hecho de que siempre está actuando, incluso más que el mismo Ronald Reagan. Se mueve en la vida como quien sabe que siempre está siendo observado. Si todos los seres humanos son, por su propia naturaleza, actores sociales, entonces Donald Trump parece serlo aún más; un superhombre en este respecto.
Preguntas. Han surgido muchas preguntas acerca de Trump durante su campaña: acerca de su plataforma, su conocimiento de cada tema, su discurso exagerado, su nivel de comodidad con la violencia política. Este artículo aborda algunos de ellos, pero su objetivo central es crear un retrato psicológico del hombre que es. ¿Quién es él, realmente? ¿Cómo funciona su mente?
¿Cuál podría ser su proceso mental para tomar decisiones en el cargo cuando se convierta en presidente? ¿Y qué sugiere todo esto acerca de qué tipo de presidente será?
Para crear este retrato, voy a basarme en conceptos que han sido validados en los campos de psicología de la personalidad, del desarrollo social. Desde que Sigmund Freud analizó la vida y el arte de Leonardo Da Vinci, en 1910, numerosos eruditos han aplicado lentes psicológicos a las vidas de las personas famosas.
Muchos de los primeros esfuerzos se basaron en ideas que no habían sido validadas por la ciencia. En los últimos años, sin embargo, los psicólogos han utilizado cada vez más las herramientas y conceptos científicos de la psicología para arrojar luz sobre vidas notables, tal como lo hice en un libro de 2011 sobre George W. Bush. Un grupo de investigadores cada vez más grande y en rápido crecimiento demuestra que el temperamento de las personas, sus motivaciones y metas características, y sus concepciones internas de sí mismos son poderosos indicadores de lo que sentirán, pensarán y harán en el futuro, y poderosos facilitadores al momento de explicar el porqué de esas acciones. En el campo de la política, los psicólogos han demostrado recientemente cómo las características fundamentales de la personalidad humana, tales como la extroversión y el narcisismo, configuraron el estilo de liderazgo distintivo de anteriores presidentes de Estados Unidos y las decisiones que tomaron. Mientras que una serie de factores, tales como acontecimientos mundiales y realidades políticas, determinan lo que los líderes políticos pueden hacer y harán en el poder, hay tendencias fundamentales en la personalidad humana que difieren drásticamente de un líder a otro.
La personalidad de Trump es ciertamente extrema según cualquier estándar, y particularmente rara para un candidato presidencial. Muchas personas que se han cruzado con el hombre que es quedan perplejos, ya sea que el encuentro se produzca en el marco de una negociación o una entrevista, o en un debate, o incluso si vieron el debate por televisión.
En este ensayo, trataré de descubrir sus características inherentes, estilos cognitivos, motivaciones y autoconcepciones claves que, en conjunto, forman su singular composición psicológica. Trump no accedió a ser entrevistado para esta historia, pero su historia de vida ha sido bien documentada en sus propios libros y discursos, en fuentes biográficas y en la prensa.
Mi objetivo es desarrollar una perspectiva analítica sobre Trump, aprovechando algunas de las ideas más importantes y hallazgos de la investigación científica en psicología de la actualidad.
1 Sus características inherentes. Cincuenta años de investigación empírica en la psicología de la personalidad han dado lugar a un consenso científico sobre las dimensiones más básicas de la variabilidad humana. Hay innumerables maneras de diferenciar una persona de otra, pero la ciencia de la psicología ha llegado a un consenso al respecto de una taxonomía relativamente simple, conocida ampliamente como Modelo de los Cinco Grandes:
Extroversión: sociabilidad, dominación social, entusiasmo, comportamiento tendiente a la búsqueda de recompensa.
Neuroticismo: ansiedad, inestabilidad emocional, tendencias depresivas, emociones negativas.
Conciencia: laboriosidad, disciplina, obediencia a las reglas, organización.
Afabilidad: calidez, cuidado de los demás, altruismo, compasión, modestia.
Apertura: curiosidad, no convencionalidad, imaginación, receptividad a nuevas ideas.
La mayoría de las personas obtienen puntuaciones medias en cualquier dimensión dada, pero en algunos casos la puntuación se desvía hacia un polo o el otro. La investigación demuestra que las puntuaciones más altas en extroversión están asociadas con mayores niveles de felicidad y conexiones sociales más amplias; puntuaciones más altas en conciencia predicen un mayor éxito en la escuela y en el trabajo; y las puntuaciones más altas en afabilidad están asociadas con relaciones más profundas. Por el contrario, siempre es malo obtener una puntuación alta en neuroticismo, ya que ha sido demostrado que es un factor de riesgo de infelicidad, relaciones disfuncionales y problemas de salud mental. Desde la adolescencia hasta la mediana edad, muchas personas tienden a ser más concienzudas y afables, y menos neuróticas, pero estos cambios suelen ser leves. Los cinco grandes rasgos de la personalidad son bastante estables a lo largo de la vida de una persona.
Los psicólogos Steven J. Rubenzer y Thomas R. Faschingbauer, junto con cerca de 120 historiadores y otros expertos, han calificado a todos los ex presidentes estadounidenses empezando desde George Washington, en estas cinco dimensiones. George W. Bush puntúa especialmente alto en la extroversión y bajo en la apertura a la experiencia: un actor social muy entusiasta y extrovertido que tiende a ser poco curioso e intelectualmente rígido. Barack Obama es relativamente introvertido, al menos para un político, y puntúa casi sobrenaturalmente bajo en neuroticismo: emocionalmente tranquilo y desapasionado, quizás demasiado.
A lo largo de su vida, Donald Trump ha exhibido un perfil con rasgos que no son propios de un presidente de Estados Unidos: extroversión exagerada combinada con un bajo nivel de afabilidad. Esta es mi opinión, por supuesto, pero creo que una gran mayoría de las personas que han observado a Trump estarían de acuerdo. No hay nada especialmente sutil acerca de cómo atribuir los rasgos. No estamos hablando aquí de procesos profundos, inconscientes o diagnósticos clínicos. Como actores sociales, nuestras interpretaciones están a la vista de todos.
Al igual que George W. Bush y Bill Clinton (y Teddy Roosevelt, quien encabeza la lista de presidentes extrovertidos), Trump interpreta su papel de manera extrovertida, exuberante y socialmente dominante. Lo impulsa un dínamo, inquieto, incapaz de mantenerse estático. No necesita dormir muchas horas. En su libro de 1987, The Art of the Deal, Trump describió sus días como llenos de reuniones y llamadas telefónicas. Unos treinta años más tarde, todavía interactúa constantemente con otros en reuniones, entrevistas, redes sociales. Los candidatos presidenciales en campaña son una oficina en movimiento perpetuo. Pero nadie más parece abrazar la campaña con el gusto de Trump. Y ningún otro candidato parece divertirse tanto. Una muestra de sus tuits en el momento de escribir este ensayo:
3:13 a.m., 12 de abril: “WOW, grandes resultados en la nueva encuesta. Nueva York! ¡Gracias por tu apoyo!”
4:22 a.m., 9 de abril: “Bernie Sanders dice que Hillary Clinton no está calificada para ser presidente. Si me baso en su habilidad para tomar decisiones, ¡estoy de acuerdo!”
5:03 a.m., 8 de abril: “Es genial estar en Nueva York. Me estoy poniendo al tanto de muchas cosas (recuerden que además dirijo un negocio inmenso mientras estoy en campaña), ¡y me encanta!”
12:25 p.m., 5 de abril: “Wow, @Politico es un caos total, con casi todos renunciando. Buenas noticias: ¡periodistas malos y deshonestos!
Una característica cardinal de la alta extroversión es la búsqueda de recompensa sin descanso. Impulsado por la actividad de los circuitos de dopamina en el cerebro, los actores altamente extrovertidos son impulsados a perseguir experiencias emocionales positivas, ya sea en forma de aprobación social, fama o riqueza. De hecho, es la búsqueda misma, más aún que el logro real de la meta, lo que los extrovertidos encuentran tan gratificante. Cuando Barbara Walters le preguntó a Trump en 1987 si le gustaría ser nombrado presidente de los Estados Unidos sin tener que postularse para lograrlo, Trump dijo que no: “Creo que lo que amo es la caza”.
La afabilidad de Trump parece incluso más extrema que su extroversión, pero en la dirección opuesta. Posiblemente el rasgo humano más valorado del mundo entero, la afabilidad se refiere a la medida en que una persona se muestra cariñosa, amorosa, afectuosa, amable y cálida. Trump ama a su familia, por supuesto. Se dice que es un jefe generoso y justo. Incluso hay una historia famosa acerca de su encuentro con un niño que estaba muriendo de cáncer. Era un fan de The Apprentice, y el joven simplemente quería que Trump le dijera: “¡Estás despedido!”. Trump no pudo lograrlo, pero en su lugar le firmó un cheque por varios miles de dólares y le dijo: “Ve y disfrútalo como nunca en tu vida”. Pero como la extroversión y los otros Cinco Grandes, la afabilidad tiene que ver con un estilo general de relacionarse con los demás y con el mundo, y estas excepciones dignas de mención van en contra de la amplia reputación social que Trump ha cosechado como una persona notablemente poco afable, según una vida entera de interacciones ampliamente observadas. A las personas con un nivel bajo de afabilidad se las suele describir como insensibles, groseras, arrogantes y carentes de empatía. Si Donald Trump no obtiene puntajes bajos en esta dimensión de la personalidad, probablemente nadie lo haga.
Los investigadores clasifican a Richard Nixon como el presidente menos afable de la historia. Pero él era dulzura y luz en comparación con el hombre que una vez le envió a Gail Collins, del New York Times, una copia de su propia columna con su foto en un círculo y la frase “¡La cara de un perro!” garabateada a mano. Quejándose en Never Enough, diciendo que Cher, la cantante y actriz, una vez dijo “algo muy desagradable” acerca de él, Trump se jactó: “Saqué a la luz lo peor de ella” en Twitter “y nunca más dijo algo sobre mí”. En los discursos de campaña, Trump ha animado a sus partidarios a sacar a patadas a quienes se manifestaban en su contra. “¡Sáquenlos de acá!”, gritaba. “Me gustaría darles una trompada”. Desde periodistas poco simpáticos hasta rivales políticos, Trump llama a todos sus oponentes “repugnantes” y los califica de “perdedores”. Según los estándares de la reality TV, la poca afabilidad de Trump puede no ser tan impactante. Pero los candidatos políticos que quieren que voten por ellos rara vez se comportan así.
Las tendencias de Trump hacia la ambición social y la agresividad se hicieron evidentes desde muy temprano en su vida, como veremos más adelante. (El mismo lo cuenta, una vez le pegó a su maestro de música de segundo grado, y le dejó un ojo negro). Según Barbara Res, que a principios de la década de 1980 se desempeñó como vicepresidenta a cargo de la construcción del edificio Trump Tower en Manhattan, el núcleo emocional en torno al cual gira la personalidad de Donald Trump es la ira: “En lo que respecta a la ira, eso es real, seguro. No finge en eso”, dijo en The Daily Beast en febrero. “Es un hecho que se enoja, ésa es su personalidad”. Definitivamente, la ira puede ser la emoción operativa detrás de la extroversión de Trump, así como su de baja afabilidad. La ira puede alimentar la malicia, pero también puede motivar el dominio social, alimentando el deseo de ganar la adoración de los demás. Combinada con un considerable talento para el humor (que también puede ser agresivo), la ira está en el núcleo del carisma de Trump. Y la ira impregna su retórica política.
Decisiones. Imaginen a Donald Trump en la Casa Blanca. ¿Qué tipo de tomador de decisiones podría ser? Es muy difícil predecir las acciones que un presidente tomará. Cuando bajó la polvareda después de las elecciones del año 2000, ¿alguien previó que George W. Bush algún día lanzaría la invasión preventiva de Irak? Si fue así, no leí nada sobre eso. Bush probablemente nunca habría ido tras Saddam Hussein si el 11 de septiembre no hubiera ocurrido. Pero los acontecimientos mundiales invariablemente toman el control de una presidencia. Obama heredó una devastadora recesión, y después de las elecciones de mitad de mandato del año 2010, luchó con un Congreso Republicano recalcitrante. ¿Qué tipo de decisiones podría haber tomado si estos eventos no hubieran ocurrido? Nunca lo sabremos.
Sin embargo, los rasgos de personalidad inherentes pueden proporcionar pistas sobre el estilo de toma de decisiones de un presidente. Las investigaciones sugieren que los extrovertidos tienden a tomar decisiones que implican altos riesgos, y que las personas con bajos niveles de apertura rara vez cuestionan sus convicciones más profundas. Al tomar posesión del cargo, con altos niveles de extroversión y muy poca apertura, Bush estaba predispuesto a tomar decisiones audaces con el objetivo de lograr grandes recompensas, y de hacerlas con la seguridad de que no podía estar equivocado. Tal como sostuve en mi biografía psicológica de Bush, la decisión de invadir Irak, que lo cambió todo, era el tipo de decisión que era probable que tomara. Mientras que los acontecimientos del mundo transpiraron mucho para abrir una oportunidad para la invasión, Bush encontró la afirmación psicológica adicional en su deseo de toda la vida –perseguido una y otra vez incluso desde antes de llegar a ser presidente– de defender a su querido padre de sus enemigos (Saddam Hussein) y en su propia historia de vida, en la que el héroe se libera de las fuerzas opresivas (el pecado, el alcohol) para restaurar la paz y la libertad.
Al igual que Bush, Trump como presidente podría intentar dar un batacazo, en un esfuerzo por lograr grandes ganancias, para hacer que Estados Unidos vuelva a ser grande, tal como dice su eslogan de campaña. Como desarrollador de bienes raíces, sin duda ha asumido grandes riesgos, aunque se ha convertido en un hombre de negocios más conservador después de los contratiempos de los años 90. Como resultado de los riesgos que ha tomado, Trump puede (y lo hace) apuntar a lujosas torres urbanas, espléndidos campos de golf y una fortuna personal que, según algunas estimaciones, ronda los miles de millones, todo lo cual claramente le ofrece grandes recompensas a nivel psíquico. Las decisiones arriesgadas también han dado lugar a cuatro bancarrotas de reorganización del negocio en algunos de sus casinos y resorts. Debido a que no tiene el bajo nivel de apertura de Bush (los psicólogos han ubicado a Bush al final de la lista en este rasgo), Trump puede ser un tomador de decisiones más flexible y pragmático, más parecido a Bill Clinton que a Bush. Puede que observe la situación por más tiempo y con más detenimiento que Bush antes de saltar. Y porque es considerado mucho menos ideológico que la mayoría de los candidatos presidenciales (los observadores políticos señalan que en algunos temas parece conservador, en otros liberal, y en otros no se lo puede clasificar), Trump puede tener la capacidad de cambiar de posición fácilmente, dejando margen de maniobra en negociaciones con el Congreso y con líderes internacionales. Pero en conjunto, es poco probable que se aleje de las decisiones arriesgadas, las cuales, si funcionan bien, podrían pulir su legado y proporcionarle una recompensa emocional.
Afabilidad. El verdadero comodín psicológico, sin embargo, es la afabilidad de Trump, o la falta de ella. Probablemente nunca ha habido un presidente en los Estados Unidos tan consistente y abiertamente poco afable en la escena pública como Donald Trump. Si bien Nixon se aproxima bastante, podríamos predecir que el estilo de toma de decisiones de Trump se parecería a la implacable “política de la realidad” que Nixon y su secretario de Estado, Henry Kissinger, exhibieron en los asuntos internacionales a principios de la década de 1970, junto con su análoga política nacional sin escrúpulos. Puede que esto no sea malo del todo, según cómo se mire. Al no dejarse influenciar fácilmente por sentimientos cálidos o impulsos humanitarios, los tomadores de decisiones que, al igual que Nixon, son inherentemente bajos en afabilidad podrían tener ciertas ventajas cuando se trata de equilibrar intereses encontrados o de negociar con adversarios, tales como China en los tiempos de Nixon. En los asuntos internacionales, Nixon era duro, pragmático y fríamente racional. Trump parece capaz de una dureza similar y un pragmatismo estratégico, aunque la racionalidad fría no siempre parece encajar, probablemente porque la poca afabilidad de Trump parece estar fuertemente motivada por la ira.
En la política interna, Nixon era ampliamente reconocido como astuto, insensible, cínico y maquiavélico, incluso según los estándares de los políticos estadounidenses. La empatía no era su fuerte. Esto también suena mucho a Donald Trump, aunque hay que añadir la extroversión exuberante, la teatralidad constante y el deseo de trascender como celebridad. Nixon nunca habría podido colmar el ambiente de la manera en que lo hace Trump.
Las investigaciones demuestran que las personas con baja afabilidad generalmente se consideran poco confiables. La deshonestidad y el engaño derribaron a Nixon y dañaron la envestidura de la presidencia. Hoy la mayoría cree que todos los políticos mienten, o que por lo menos ocultan algo, pero Trump es un extremo en este respecto. En el cálculo de la veracidad de las declaraciones de campaña de los candidatos de 2016, PolitiFact calculó recientemente que sólo el 2% de las declaraciones hechas por Trump son verdaderas, el 7% son mayormente verdaderas, el 15% son medianamente verdaderas, el 15% son mayormente falsas, el 42% son falsas y el 18% son “un incendio”. Sumando los tres últimos valores (mayormente falsas, falsas y vergonzosas), Trump obtiene un 75%. Las cifras correspondientes para Ted Cruz, John Kasich, Bernie Sanders y Hillary Clinton son 66, 32, 31 y 29%, respectivamente.
En suma, los rasgos básicos de personalidad de Donald Trump sugieren una presidencia que podría ser altamente combustible. Un posible resultado es un presidente enérgico, activista, que tiene una muy mala relación con la verdad. Podría ser un tomador de decisiones audaz y despiadadamente agresivo que desea desesperadamente generar el resultado más fuerte, más alto, más brillante y más impresionante, y que nunca piensa dos veces sobre el daño colateral que dejará atrás. Difícil. Belicoso. Amenazante. Explosivo.
En la contienda presidencial de 1824, Andrew Jackson ganó el mayor número de votos electorales, superando a John Quincy Adams, Henry Clay y William Crawford. Sin embargo, como Jackson no obtuvo la mayoría exigida, la elección se decidió en la Cámara de Representantes, y Adams prevaleció. Adams posteriormente eligió a Clay como su secretario de Estado. Los partidarios de Jackson se enfurecieron por lo que describieron como una “negociación corrupta” entre Adams y Clay. El establishment de Washington había desafiado la voluntad del pueblo, creían. Jackson se montó sobre la ola de resentimiento público y logró la victoria cuatro años más tarde, marcando un punto de inflexión dramático en la política estadounidense. Un héroe adorado por los agricultores del oeste y por los hombres de la frontera, Jackson fue el primer presidente que no descendía de la aristocracia. Fue el primer presidente que invitó al pueblo sin título nobiliario a la recepción inaugural. Para el horror de la élite política, la multitud dejó rastros de barro en toda la Casa Blanca y rompieron platos y objetos decorativos. En Washington denigraron a Jackson. Lo veían como desmedido, vulgar y estúpido. Los opositores le decían “burro”, lo cual dio origen al símbolo del burro del Partido Demócrata. En una conversación con Daniel Webster en 1824, Thomas Jefferson describió a Jackson como “uno de los hombres más ineptos que conozco” que se convirtió en presidente de los Estados Unidos, “un hombre peligroso” que no puede hablar de manera civilizada porque “se atraganta con su rabia”, un hombre cuyas “pasiones son terribles”. Jefferson temía que el menor insulto de un líder extranjero pudiera llevar a Jackson a declarar la guerra. Incluso los amigos de Jackson y sus colegas que lo admiraban le temían por su temperamento volcánico. Jackson se enfrentó a duelo al menos 14 veces en su vida, por lo que tenía fragmentos de bala alojados en todo el cuerpo. El último día de su presidencia, admitió que lamentaba sólo dos cosas: que nunca fue capaz de dispararle a Henry Clay o de colgar a John C. Calhoun.
Ira. Combinada con un talento para el humor, la ira es el núcleo del carisma de Trump. Las similitudes entre Andrew Jackson y Donald Trump no terminan en sus temperamentos agresivos y en sus respectivas posiciones como forasteros en Washington. Las similitudes se extienden a la dinámica creada entre estos actores sociales dominantes y las audiencias que los adoran o, para ser más justos con Jackson, lo que los opositores políticos de Jackson temían que fuera esa dinámica. A Jackson le decían “El rey del populacho” (King Mob) ya que percibían esa dinámica como demagogia. Consideraban a Jackson un populista enojado, un hombre cavernícola de cabellos salvajes que canalizaba la cruda sensibilidad de las masas. Más de cien años antes de que los científicos sociales inventaran el concepto de la personalidad autoritaria para explicar el hecho de que existen personas que se sienten atraídas por los líderes autocráticos, los detractores de Jackson ya temían lo que un hombre popular fuerte podía hacer animado por una multitud embravecida.
Durante y después de la Segunda Guerra Mundial, los psicólogos concibieron la personalidad autoritaria como un patrón de actitudes y valores que giran alrededor de la adhesión a las normas tradicionales de la sociedad, la sumisión a las autoridades que personifican o refuerzan esas normas, y la antipatía, e incluso el odio y la agresión, hacia aquellos que desafían o simplemente no adhieren a las normas del grupo. Entre los estadounidenses blancos, los altos puntajes en las medidas de autoritarismo hoy en día tienden a estar asociados con prejuicios contra una amplia gama de “exogrupos”, que incluye homosexuales, afroamericanos, inmigrantes y musulmanes. El autoritarismo también está asociado con sospechar de aquellos relacionados con las humanidades y las artes, y con la rigidez cognitiva, los sentimientos militaristas y el fundamentalismo cristiano.
Cuando los individuos con tendencias autoritarias temen que su forma de vida está siendo amenazada, pueden recurrir a líderes fuertes que prometen mantenerlos seguros, líderes como Donald Trump. En una encuesta nacional realizada recientemente por el científico político Matthew MacWilliams, los altos niveles de autoritarismo surgieron como el indicador más fuerte de expresar apoyo político a Donald Trump. La promesa de Trump de construir un muro en la frontera mexicana para mantener a los inmigrantes ilegales fuera y su persecución contra musulmanes y otros extranjeros se consideran los principales factores que han alimentado esa dinámica.
Como ha señalado el psicólogo social Jesse Graham, Trump apela a un antiguo temor de contagio, y hace una analogía entre los exogrupos y los parásitos, venenos y otras impurezas. En este sentido, quizás no es un accidente psicológico que Trump presente una fobia a los gérmenes, y considera los fluidos corporales repulsivos, especialmente aquellos de las mujeres. Comentó que Megyn Kelly, de Fox News, “emanaba sangre por todos lados”, y en repetidas ocasiones calificó el receso para ir al baño de Hillary Clinton durante un debate demócrata como “asqueroso”. El asco es una respuesta primitiva a las impurezas. A diario, Trump parece experimentar más repugnancia, o por lo menos decir que lo hace, que la mayoría de las personas.
El mandato autoritario se basa en garantizar la seguridad, la pureza y el bienestar de los integrantes del grupo, para mantener las cosas buenas dentro y las malas, afuera. En la década de 1820, los colonos blancos en Georgia y otras áreas fronterizas vivían en constante temor hacia las tribus nativas americanas. Le reclamaban al gobierno federal por no mantenerlos a salvo de lo que percibían como una amenaza mortal y un contagio corruptor. En respuesta a estos temores, el presidente Jackson presionó mucho para que se aprobara la ley de remoción de aborígenes, que finalmente llevó a la reubicación forzosa de 45 mil aborígenes americanos. Al menos 4 mil cherokees murieron en el Camino de las Lágrimas, que corre desde Georgia hasta el territorio de Oklahoma.
Una veta de autoritarismo estadounidense puede ayudar a explicar por qué el tres veces casado y grosero Donald Trump resultó siendo tan atractivo para los cristianos evangélicos blancos. Tal como Jerry Falwell Jr. le dijo al New York Times en febrero: “Todas las cuestiones sociales –los valores tradicionales de la familia, el aborto– son cuestionables si ISIS explota algunas de nuestras ciudades o si las fronteras no están fortificadas”. “Están tratando de salvar al país”, dijo Falwell. Ser “salvado” resuena de manera especial entre los evangélicos, salvados del pecado y de la perdición, por supuesto, pero también salvados de las amenazas e impurezas de un mundo corrupto y peligroso.
Contagio. Trump apela a un antiguo miedo al contagio, que establece una analogía entre los exogrupos y los parásitos y venenos. Una vez, mis socios en la investigación y yo les preguntamos a los cristianos políticamente conservadores con puntajes altos en autoritarismo si imaginaban lo que podría haber sido su vida (y su mundo) si nunca hubieran encontrado la fe religiosa, muchos describieron el caos absoluto: familias desmembradas, creciente tasa de infidelidad, ciudades en llamas, el mismísimo infierno. Por el contrario, los cristianos políticamente liberales igualmente devotos, con puntajes bajos en autoritarismo, describieron un mundo estéril, agotado en todos sus recursos, sin alegría y sombrío, como la árida superficie de la luna. Para los cristianos autoritarios, una fe fuerte –como un líder fuerte– los salva del caos y suprime temores y conflictos. Donald Trump es un salvador, incluso si se pavonea y dice palabrotas, y dice y desdice en el tema del aborto.
En diciembre, durante la campaña en Raleigh, Carolina del Norte, Trump alimentó los temores en su audiencia diciendo repetidamente que “está sucediendo algo malo” y “estamos en una situación realmente peligrosa”. Una niña de 12 años, de Virginia, le preguntó: “Tengo miedo, ¿qué hará para proteger este país?”.
Trump respondió: “¿Sabes qué, cariño? Tú ya no vas a tener miedo. Ellos van a tener miedo”.
2 Hábitos mentales. En The Art of the Deal, Trump les aconseja a ejecutivos, directores generales y otros hombres de negocios que “piensen en grande”, “utilicen sus contactos” y siempre “contraataquen”. Cuando entran en una negociación, deben comenzar desde una posición de irrefutable superioridad. Deben proyectar grandeza. “Apunto muy alto, y luego sigo empujando y empujando y empujando para conseguir mi objetivo”, escribe.
Para Trump, el concepto de “negocio” representa lo que los psicólogos llaman un esquema personal: una forma de conocer el mundo que impregna sus pensamientos. La investigación en ciencias cognitivas sugiere que las personas se basan en esquemas personales para procesar nueva información social de manera eficiente y eficaz. Por su propia naturaleza, sin embargo, los esquemas estrechan el enfoque de una persona a unas pocas interpretaciones muy utilizadas que pueden haber funcionado en el pasado, pero que no necesariamente pueden ajustarse para adaptarse a circunstancias cambiantes. Una clave para tomar decisiones con éxito es saber cuál es nuestro propio esquema, para poder cambiarlo cuando sea necesario.
Durante las negociaciones sobre el negocio de Menie Estate en Escocia, Trump desgastó a Tom Griffin con demandas estrafalarias continuas y condiciones de negocio implacables, incluso en los puntos de desacuerdo más triviales. Nunca dejó de pelear. “A veces, hacer negocios implica denigrar a tu competencia”, escribe Trump. Cuando los residentes locales se negaron a vender las propiedades que Trump necesitaba para terminar el campo de golf, los ridiculizó en Late Show with David Letterman y en los periódicos, donde los describía como pueblerinos que vivían en chozas destartaladas “repugnantes”. Tal como cuenta D’Antonio en Never Enough, los ataques de Trump provocaron la enemistad de millones de personas en las Islas Británicas, inspiraron un documental premiado muy crítico sobre Trump (You’ve Been Trumped) y transformaron a un granjero local y pescador de tiempo parcial llamado Michael Forbes en un héroe nacional. Después de pintar la frase “No al campo de golf” en su granero y de decirle a Trump que podía “tomar su dinero y metérselo donde no le da el sol”, Forbes recibió el premio 2012 al Escocés Notable en los premios escoceses Glenfiddich Spirit. De todas formas, ese mismo año, se completó la construcción del campo de golf de Trump, quien prometió que esa construcción crearía 1.200 puestos de trabajo permanentes en la zona de Aberdeen pero, hasta la fecha, sólo se han documentado unos 200.
Las recomendaciones de Trump para hacer negocios exitosos incluyen estrategias menos antagónicas: “Protégete de los inconvenientes” (anticipa lo que puede salir mal), “maximiza tus opciones”, “conoce tu mercado”, “haz correr la voz” y “diviértete”. Como presidente, Trump asegura que negociará mejores acuerdos comerciales con China, garantizará un mejor sistema de salud gracias a que llegará a mejores acuerdos con las compañías farmacéuticas y hospitales, y obligará a México a cerrar un acuerdo por el cual pague por construir un muro en la frontera. Durante su campaña electoral, ha dicho a menudo que simplemente levantaría el teléfono y llamaría a quien fuera necesario –por ejemplo, un director ejecutivo que deseara trasladar su compañía a México– para lograr cerrar negocios propicios para el pueblo estadounidense.
El enfoque de Trump en las relaciones personales y en las negociaciones uno a uno se basa en el respeto por una venerable tradición política. Por ejemplo, haber colaborado con el éxito de Lyndon B. Johnson en impulsar la legislación de derechos civiles y con otros programas sociales en la década de 1960 significó para él una experiencia sin precedentes en convencer legisladores. Obama, por el contrario, ha sido acusado de no hacer un esfuerzo personal suficiente a la hora de forjar relaciones cercanas y productivas con miembros individuales del Congreso.
Dicho esto, la negociación de acuerdos es parte adecuada sólo de algunas actividades presidenciales, y la presidencia moderna es demasiado compleja para basarse principalmente en las relaciones interpersonales. Los presidentes trabajan dentro de marcos institucionales que trascienden las relaciones idiosincrásicas entre personas específicas, ya sean jefes de Estado, secretarios de gabinete o miembros del Congreso. Los líderes más efectivos son aquellos capaces de mantener cierta distancia con la lucha social y emocional de la política cotidiana. Así, mantienen una visión global en mente y logran equilibrar una infinidad de intereses encontrados, ya que no pueden permitirse invertir demasiado en ninguna relación en particular. Para los presidentes de Estados Unidos, la política no es meramente personal. Tiene que abarcar muchas más dimensiones.
Trump ha mostrado indicadores de que utilizará otros medios para abordar los problemas complejos y de larga data que enfrentan los presidentes. “Esta es mi manera de trabajar”, escribe en Crippled America: How to Make America Great Again, el manifiesto de la campaña, que publicó a finales del año pasado. “Identifico a aquellas personas que son las más idóneas del mundo en lo que hay que hacer, luego las contrato para que lo hagan, y luego las dejo hacer... pero siempre las vigilo”.
Y Trump sabe que no puede hacerlo solo: “Debido a años de decisiones estúpidas o por no tomar decisiones en absoluto, muchos de nuestros problemas se han convertido en un terrible desastre. Si pudiera agitar una varita mágica y arreglarlos, lo haría. Pero hay muchas voces e intereses diferentes que tienen que ser considerados al momento de trabajar hacia soluciones. Esto implica reunirse en una sala y negociar compromisos hasta que todos salgan de esa sala con el mismo plano mental”.
En medio de la retórica política polarizada de 2016, escuchar a un candidato invocar el concepto de compromiso y reconocer que las diferentes voces necesitan ser escuchadas es una bocanada de aire fresco.
Aun así, la imagen de Trump de un grupo de personas en una sala debatiendo diferentes puntos de una agenda connota un proceso más nítido y más autónomo que lo que la realidad política ofrece.
Es posible que Trump demuestre ser hábil como capitán a cargo de un gobierno difícil, cuya operación implica mucho más que acuerdos sorprendentes, pero eso requeriría un conjunto de esquemas mentales y habilidades que parecen estar fuera de la forma en la que está acostumbrado a resolver problemas.
3 Sus motivaciones. Para los psicólogos, es casi imposible hablar de Donald Trump sin usar la palabra “narcisismo”. Cuando se le pidió que resumiera la personalidad de Trump en un artículo de Vanity Fair, Howard Gardner, un psicólogo de Harvard, respondió: “Extraordinariamente narcisista”. George Simon, psicólogo clínico que dirige seminarios sobre comportamiento manipulador, dice que Trump es “tan clásico que estoy archivando videoclips de él para usar en talleres porque no existe un mejor ejemplo de narcisista. Si no existiera, habría tenido que contratar a actores y escribir historietas. Es como un sueño hecho realidad”.
Cuando camino hacia el norte por Michigan Avenue en Chicago, donde vivo, por lo general me detengo a admirar la elegante torre que Trump construyó sobre el río Chicago. Pero, ¿por qué tenía que escribir su nombre en letras de 60 metros en el frente? Como casi todo el mundo sabe, Trump ha unido su nombre a prácticamente todo lo que ha tocado, desde casinos hasta bistecs, pasando por una supuesta universidad que promete enseñar a sus estudiantes cómo hacerse ricos. Las autorreferencias también impregnan los discursos y conversaciones de Trump. Cuando, en el verano de 1999, se puso de pie para decir unas palabras en el funeral de su padre, Trump habló principalmente de sí mismo. Comenzó diciendo que ése era el día más duro de su vida. Continuó hablando sobre el mayor logro de Fred Trump: criar un hijo brillante y renombrado. Como Gwenda Blair escribe en su biografía de tres generaciones de la familia Trump, The Trumps, “los pronombres en primera persona del singular, el yo y mío, eclipsamos el él y suyo. Mientras otros hablaban de sus recuerdos de Fred Trump, [Donald] habló del respaldo que Fred Trump significó para él”.
En la antigua leyenda griega, el hermoso muchacho Narciso se enamora tan perdidamente del reflejo de sí mismo en un estanque que se sumerge en el agua y se ahoga. La historia es el mito detrás del concepto moderno de narcisismo, que se concibe como amor propio excesivo y cualidades relacionadas con la grandiosidad y sentido de merecimiento total. Las personas altamente narcisistas están siempre tratando de llamar la atención sobre sí mismas. La autorreferencia repetitiva y excesiva es una característica distintiva de esta personalidad.
El narcisismo en un presidente es un arma de doble filo. Remite a acontecimientos históricos asociados con la “grandeza”, pero también con destituciones cuestionables.
Considerar el papel del narcisismo en la vida de Donald Trump es ir más allá de los rasgos inherentes del actor social que es, más allá de su alta extroversión y baja afabilidad, más allá de sus esquemas personales para tomar decisiones, para tratar de averiguar qué es lo que motiva al hombre que es. ¿Qué quiere realmente Donald Trump? ¿Cuáles son sus metas de vida más valiosas?
Narciso quería, por sobre cualquier otra cosa, amarse a sí mismo. Las personas con necesidades narcisistas fuertes quieren amarse a sí mismas, y desesperadamente quieren que los demás también las amen, o que al menos las admiren, que las consideren brillantes y poderosas y hermosas, o incluso sólo que no puedan ignorarlas. La meta fundamental de su vida es promover su propia grandeza para que todos la noten. “Soy el rey de Palm Beach”, le dijo Trump al periodista Timothy O’Brien para su libro de 2005, TrumpNation. “Vienen todos”, celebridades y ricos, a Mar-a-Lago, la exclusiva finca de Palm Beach de Trump. “Todos comen, todos me aman, todos me adulan. Y después todos se van y dicen: ‘Es despreciable’. Pero soy el rey”.
El renombrado teórico psicoanalítico Heinz Kohut argumentó que el narcisismo proviene de una deficiencia en el proceso de identificación que se da en la primera infancia: los padres no reflejan amorosamente la grandiosidad en ciernes del niño (o la niña), dejando al infante en la necesidad desesperada de la afirmación de los demás. En consecuencia, algunos expertos insisten en que las motivaciones narcisistas cubren una inseguridad subyacente. Pero otros sostienen que no hay nada necesariamente compensatorio, o incluso inmaduro, sobre ciertas formas de narcisismo. En consonancia con este punto de vista, no he encontrado ninguna evidencia en el registro biográfico que sugiera que Donald Trump experimentó algo más que una relación amorosa con su madre y su padre. Las personas narcisistas como Trump pueden buscar la glorificación una y otra vez, pero no necesariamente porque sufrieron dinámicas familiares negativas cuando eran niños. En realidad, simplemente nunca nada les es suficiente. El apoyo de los padres y el fuerte estímulo que podría reforzar un sentido de seguridad en la mayoría de niños y jóvenes pueden haber sido, por el contrario, el combustible de las ambiciones de Donald Trump.
Número uno. Desde la escuela primaria, Trump ha querido ser el número uno. Mientras asistía a la Academia Militar de Nueva York en la escuela secundaria, era relativamente popular entre sus compañeros de clase y el resto del alumnado, pero no tenía ningún confidente cercano. Un entrenador y un compañero de clase que lo admiraba contaron en The Trumps que Donald se destacó por ser el joven más competitivo en un ambiente muy competitivo. Sus ansias por sobresalir, por ser el mejor atleta de la escuela, por ejemplo, y trazar la carrera futura más ambiciosa, pueden haber apagado amistades intensas ya que posiblemente le era imposible mostrar el tipo de debilidad y vulnerabilidad que la verdadera intimidad suele requerir.
Mientras que se podría pensar que el narcisismo forma parte de la descripción laboral para cualquiera que aspire a convertirse en el director ejecutivo de los Estados Unidos, los presidentes estadounidenses parecen haber variado ampliamente con respecto a esta construcción psicológica. En un artículo de investigación de la Psychological Science de 2013, los científicos del comportamiento clasificaron a los presidentes de Estados Unidos de acuerdo a las características de lo que los autores llamaron “narcisismo grandioso”. Lyndon Johnson obtuvo el puntaje más alto, seguido de cerca por Teddy Roosevelt y Andrew Jackson. Franklin D. Roosevelt, John F. Kennedy, Nixon y Clinton fueron los siguientes. Millard Fillmore alcanzó la puntuación más baja. Al hacer una correlación entre estos puntajes e índices objetivos de desempeño presidencial, los investigadores determinaron que, cuando de presidentes se trata, el narcisismo es un arma de doble filo. Desde lo positivo, el narcisismo grandioso se asocia con iniciar proyectos de ley, habilidades para persuadir al público, seguimiento de una agenda y calificaciones de “grandeza” por parte de los historiadores. Desde lo negativo, también se asocia con el comportamiento poco ético y con destituciones del Congreso.
En los negocios, la política, los deportes y en muchos otros escenarios, las personas suelen soportar bastante bien los comportamientos egoístas y desagradables por parte de los narcisistas, siempre y cuando los narcisistas se mantengan en niveles altos de actuación. Steve Jobs, en mi opinión, era igual a Trump en lo que respecta al narcisismo grandioso. Acumuló abusos contra colegas, subordinados y amigos. Lloró, a la edad de 27 años, cuando se enteró de que la revista Time no lo había elegido para ser Hombre del Año. Y se disgustó cuando recibió una llamada de felicitación, después del lanzamiento del iPad, en 2010, del jefe de Gabinete del presidente Obama, Rahm Emanuel, en vez del propio presidente. A diferencia de Trump, básicamente ignoró a sus hijos, hasta el punto de negarse a reconocer por algún tiempo la paternidad sobre uno de ellos.
La investigación psicológica demuestra que muchos narcisistas resultan encantadores, ingeniosos y carismáticos en un primer contacto. Pueden alcanzar altos niveles de popularidad y estima a corto plazo. Mientras demuestren ser exitosos y brillantes, como Steve Jobs, pueden ser capaces de anular las críticas y conservar su exaltado estatus. Pero por lo general, a los narcisistas se les acaban las bondades de esa bienvenida. Con el tiempo, la gente se molesta, o hasta enfurece, ante ese egocentrismo. Cuando los narcisistas comienzan a decepcionar a los que una vez deslumbraron, su descenso puede ser especialmente precipitado. Todavía está vigente el antiguo proverbio: “El orgullo precede a la caída”.
4 Lo que creen de sí mismos. El presidente de los Estados Unidos es más que un director ejecutivo. Es también un símbolo, para la nación y para el mundo, de lo que significa ser estadounidense. Gran parte del poder del presidente para representar e inspirar proviene de la narrativa. Es en gran parte a través de las historias que cuenta o personifica, y a través de las historias que se cuentan sobre él, que un presidente ejerce fuerza moral y moldea la herencia que define a su nación. Al igual que todos nosotros, los presidentes crean en sus mentes historias de vida personales, lo que los psicólogos llaman identidades narrativas, para explicar cómo llegaron a ser quienes son. Este proceso suele ser inconsciente, e implica la reinterpretación selectiva del pasado y la imaginación del futuro. Cada vez más científicos dedicados a la investigación sobre psicología de la personalidad, del desarrollo y social concuerdan en que su historia de vida les proporciona a los adultos un sentido de coherencia, propósito y continuidad en el tiempo. Los relatos de los presidentes acerca de sí mismos también pueden teñir su visión de la identidad nacional e influir en su comprensión de las prioridades nacionales y el progreso.
En la edad madura, George W. Bush formuló una historia de vida que traza la transformación de un borracho perdedor en un hombre de Dios con control sobre sí mismo. Los acontecimientos claves de la historia fueron su decisión de casarse con una bibliotecaria estable a la edad de 31 años, su conversión al cristianismo evangélico a finales de sus 30 y su abandono del alcohol para siempre el día después de su fiesta de cumpleaños número 40. Con la expiación de sus pecados y el fin de su adicción, Bush logró recuperar aquel sentimiento de control y libertad que había disfrutado cuando era un niño que crecía en Midland, Texas. Aplicando su narrativa a la historia de su país, Bush creyó que la sociedad estadounidense podría recuperar la integridad del valor de la familia y la decencia de aquella pequeña ciudad de antaño, y que empatizaría con una marca de conservadurismo compasivo. En el frente internacional, creía que los pueblos oprimidos en todas partes del mundo podrían disfrutar de los mismos derechos divinos –autodeterminación y libertad– si pudieran ser emancipados de sus opresores. Su historia redentora le ayudó a justificar, para bien y para mal, una guerra en el extranjero que tenía el objetivo de derrocar a un tirano.
En Dreams from my Father, Barack Obama contó su propia historia de vida redentora, el camino de la esclavitud a la liberación. Obama, por supuesto, no experimentó directamente los horrores de la esclavitud o las indignidades de la discriminación de Jim Crow. Pero se imaginó a sí mismo como el heredero de ese legado, lo que Josué era al Moisés de Martin Luther King Jr. y de otros defensores de los derechos humanos de aquella época, que le habían allanado el camino. Su historia era una narrativa de ascenso progresivo que reflejaba la marcha de la nación hacia la igualdad y la libertad: el arco de la historia es largo pero se inclina hacia la justicia, como lo describió King. Obama ya se había identificado a sí mismo como protagonista en esta gran narrativa cuando se casó con Michelle Robinson, a los 31 años.
¿Qué hay de Donald Trump? ¿Cuál es la narración que ha construido en su propia mente acerca de cómo llegó a ser la persona que es hoy? ¿Y podemos encontrar inspiración allí para una historia estadounidense convincente?
Nuestras identidades narrativas suelen comenzar con nuestros primeros recuerdos de la infancia. En lugar de fieles representaciones del pasado tal como era en realidad, estos recuerdos lejanos son más bien representaciones míticas de lo que imaginamos que ha sido el mundo. Los primeros recuerdos de Bush fueron acerca de la inocencia, la libertad y los buenos momentos creciendo en las llanuras del oeste de Texas. Para Obama, hay una sensación de asombro, pero también de confusión, acerca de su lugar en el mundo. Donald Trump creció en una rica familia de los años cincuenta con una madre dedicada a los niños y un padre dedicado al trabajo. Estacionados frente a su mansión en Jamaica Estates, Queens, había un Cadillac para él y un Rolls-Royce para ella. Los cinco hijos Trump –Donald era el cuarto– disfrutaban de un ambiente familiar en el que sus padres los amaban y se amaban. Y sin embargo, el primer capítulo de la historia de Donald Trump, tal como él lo cuenta hoy, no expresa nada parecido a la dulce nostalgia de Bush o a la curiosidad de Obama. Por el contrario, está saturado de un sentido de peligro y una necesidad de resistencia: el mundo no es de fiar.
Fred Trump hizo una fortuna construyendo, comprando y gestionando complejos de apartamentos en Queens y Brooklyn. Los fines de semana, ocasionalmente llevaba a uno o dos de sus hijos a inspeccionar los edificios. “Me arrastraba con él a cobrar pequeñas rentas en las zonas más difíciles de Brooklyn”, recuerda Donald en Crippled America. “No es divertido ser un terrateniente. Tienes que ser duro. En una de esas salidas, Donald le preguntó a Fred por qué siempre se corría a un lado de la puerta del inquilino después de tocar el timbre. “Porque a veces disparan a través de la puerta”, respondió su padre. Aunque la respuesta de Fred pudo haber sido una exageración, reflejó su cosmovisión. Entrenó a sus hijos para ser competidores acérrimos, porque su propia experiencia le enseñó que si no se mantenía vigilante y feroz, nunca sobreviviría en los negocios. Sus lecciones de tenacidad coincidían con el temperamento agresivo innato de Donald. “Cuando vivía en Queens de niño, era un pequeño matón”, escribe Trump. “Quería ser el niño más fuerte del barrio”.
Fred aplaudió la ferocidad de Donald y lo animó a ser un “asesino”, pero no estaba muy interesado en las perspectivas de delincuencia juvenil. Su decisión de enviar a su hijo de 13 años al colegio militar, con el fin de alejar la agresión con disciplina, resultó en Donald yendo con un amigo en el metro en Manhattan a comprar navajas. Como cuenta Trump décadas más tarde, la Academia Militar de Nueva York era “un lugar muy duro. Había ex sargentos de entrenamiento en todos lados”. Los instructores “solían hacerte sentir un desgraciado; esos tipos sí que eran feroces”.
La escuela militar reforzó la fuerte ética de trabajo y el sentido de disciplina que Trump había aprendido de su padre. Y le enseñó a lidiar con hombres agresivos, como su intimidante entrenador de béisbol, Theodore Dobias: “Lo que hice, básicamente, fue transmitir que yo respetaba su autoridad, pero que no me intimidaba. Era un delicado equilibrio. Al igual que muchos otros tipos fuertes, Dobias tenía una tendencia a buscarte la yugular si olía debilidad. Por otro lado, si sentía tu fuerza pero no tratabas de subestimarlo, te trataba como a un hombre”. Trump nunca olvidó la lección que aprendió de su padre y de sus maestros en la academia: el mundo es un lugar peligroso. Tienes que estar listo para pelear. Esa misma lección se vio reforzada con la mayor tragedia que Trump ha conocido hasta ahora: la muerte de su hermano mayor, a los 43 años. Freddy Trump nunca pudo prosperar en el ambiente competitivo que su padre creó. Descripto por Blair en The Trumps como “demasiado ligero y dulce, un perdedor malvado pero adorable”, Freddy fracasó en impresionar a su padre en el negocio familiar y finalmente se convirtió en un piloto de línea aérea. El alcoholismo contribuyó a su muerte prematura. Donald, que no bebe, amaba a su hermano y sufrió su muerte. “Freddy simplemente no era un asesino”, concluyó.
En las propias palabras de Trump en una entrevista de 1981 en People, la columna vertebral de su narrativa de vida es: “El hombre es el más despiadado de todos los animales y la vida es una serie de batallas que terminan en victoria o derrota”. El protagonista de esta historia es similar a lo que el gran erudito y psicoanalista del siglo XX, Carl Jung, identificó en el mito y el folclore como el guerrero arquetípico. Según Jung, los mayores dones del guerrero son el coraje, la disciplina y la destreza. Su tarea vital central es luchar por lo que importa. Su respuesta típica a un problema es eliminarlo o derrotarlo de alguna manera. Su mayor temor es la debilidad o la impotencia. El mayor riesgo para el guerrero es que incita la violencia gratuita en otros, y la atrae hacia sí mismo.
Trump ama el boxeo y el fútbol americano, y una vez compró un equipo de fútbol profesional. En el primer segmento de The Apprentice, le da la bienvenida a la audiencia televisiva a un brutal mundo darwiniano: “Nueva York. Mi ciudad. Donde las ruedas de la economía global nunca dejan de girar. Una metrópoli de concreto con fuerza y propósito sin precedentes que hace girar el mundo de los negocios. Manhattan es un lugar difícil. Esta isla es la verdadera selva. Si no tienes cuidado, pueden masticarte y escupirte. Pero si trabajas duro, realmente puedes lograr algo grande, y me refiero a algo realmente grande”.
La historia en este caso no es tanto acerca de ganar dinero. Como ha escrito Trump, “el dinero nunca fue una gran motivación para mí, excepto como una manera de llevar la cuenta de mis logros”. La historia en realidad es acerca de lograr ser el mejor. Como presidente, Donald Trump promete que le devolverá la grandeza a Estados Unidos. En Crippled America, dijo que un primer paso hacia la victoria es la reconstrucción de las fuerzas armadas: “Todo empieza por tener un ejército fuerte. Todo”. Los enemigos que enfrentan a los Estados Unidos son más aterradores que aquellos que el héroe enfrentaba en Queens y Manhattan. “Nunca hemos pasado por un momento más peligroso que éste”, dice Trump. Los miembros de EI son “bárbaros medievales” que deben ser perseguidos “sin descanso dondequiera que estén, sin parar, hasta que cada uno de ellos esté muerto”. Menos aterradores pero no menos guerreros son nuestros competidores económicos, como los chinos. Siguen golpeándonos. Tenemos que vencerlos.
La victoria económica es una cosa. Iniciar y ganar guerras reales es otra. De alguna manera, Trump parece ser menos propenso a la acción militar que ciertos otros candidatos. Criticó fuertemente la decisión de George W. Bush de invadir Irak en 2003, y advirtió contra el envío de tropas estadounidenses a Siria.
Dicho esto, creo que hay buenas razones para sentir temor ante el discurso incendiario de Trump con respecto a los enemigos de Estados Unidos. David Winter, un psicólogo de la Universidad de Michigan, analizó los discursos inaugurales presidenciales de Estados Unidos y encontró que aquellos presidentes que salpicaron sus discursos con imágenes agresivas orientadas al poder eran más propensos a llevar al país a la guerra que aquellos que no lo hicieron. La retórica que Trump utiliza para caracterizar tanto su propia historia de vida como sus actitudes hacia los enemigos de Estados Unidos es definitivamente agresiva. Y, como ya hemos dicho, su extroversión y narcisismo sugieren una tendencia a tomar grandes riesgos, a acciones que la historia recordará. Las conversaciones difíciles a veces previenen conflictos armados, tal como cuando un adversario potencial se ve doblegado por el miedo. Pero el discurso beligerante también puede incitar la ira nacionalista entre los partidarios de Trump y que las naciones rivales a las que Trump apunta lo consideren una provocación.
En todas las culturas del mundo, las narrativas de los guerreros han sido tradicionalmente sobre y para los hombres jóvenes. Pero Trump ha mantenido este mismo tipo de narrativas a lo largo de toda su vida. Incluso hoy, cuando se acerca a la edad de 70 años, sigue siendo un guerrero. Volviendo a la Antigüedad, los jóvenes combatientes victoriosos disfrutaron de las bondades que ofrece la guerra: riqueza material, mujeres hermosas. Trump siempre ha sido un gran ganador en esos temas. Su historia de vida completa registra su maniobra estratégica en la década de 1970, sus victorias espectaculares (Hotel Grand Hyatt, Trump Tower) en la década de 1980, sus derrotas a principios de la década de 1990, su regreso a escena más tarde en esa misma década, y la expansión de su marca y celebridad desde entonces. A lo largo de todo esto, ha seguido siendo el feroz combatiente que lucha por ganar.
Pero, ¿a qué propósito supremo sirve ganar la batalla? ¿Qué premio mayor le dará la victoria? Aquí la historia parece enmudecer. Pueden ver el día entero los videos de Donald Trump durante la campaña electoral, pueden leer sus libros, pueden ver sus entrevistas y, rara vez, o incluso nunca, encontrarán un momento en el que se aleje del fragor de la batalla y regrese del frente de lucha para reflexionar sobre el propósito de luchar para ganar, ya sea ganar en su propia vida o ganar para los Estados Unidos.
El personaje de guerrero de Trump puede inspirar a algunos estadounidenses a creer que realmente será capaz de hacer que Estados Unidos vuelva a ser grande, con lo que sea que eso implique. Pero su relato parece subdesarrollado comparado con los vividos y proyectados por presidentes anteriores, y por sus competidores. Aunque su candidatura nunca se incendió, Marco Rubio relató una inspiradora historia de movilidad ascendente en el contexto de la inmigración y el pluralismo étnico. Ted Cruz se jacta de su propia narración de Horatio Alger, basada ideológicamente en una visión profundamente conservadora para Estados Unidos. La historia de vida de Hillary Clinton, desde la niña de Goldwater hasta la secretaria de Estado, habla del progreso de las mujeres: que la eligieran como presidenta habría sido un hecho histórico. Bernie Sanders canaliza una narrativa de política liberal progresista que los demócratas remontan a la década de 1960, reflejada tanto en su biografía como en sus posiciones políticas. Para que quede claro, todos estos candidatos son guerreros que quieren ganar, y todos quieren hacer que Estados Unidos sea grande (otra vez). Pero sus historias de vida les transmiten a los estadounidenses lo que puede que estén buscando, y lo que podría significar un triunfo.
Las victorias le han aportado claridad y propósito a la vida de Trump. Y debe saborear la perspectiva de otra gran victoria, como el candidato potencial del Partido Republicano. Pero, ¿qué principios para gobernar pueden extrapolarse de una narrativa como la suya? ¿Qué guía puede proporcionar una historia de este tipo después de la elección, una vez que comience el desafío más nebuloso de ser realmente el presidente de los Estados Unidos?
La historia de Donald Trump –sobre sí mismo y sobre Estados Unidos– nos dice muy poco acerca de lo que podría hacer como presidente, qué filosofía de gobierno podría seguir, qué agenda podría proponer para la nación y el mundo, hacia dónde podría dirigir su energía y su ira. Y lo que es más importante aún, la historia de Donald Trump le dice muy poco a él mismo sobre estas cuestiones.
Hace casi dos siglos, el presidente Andrew Jackson mostró muchas de las mismas características psicológicas que vemos hoy en Donald Trump: la extroversión y el dominio social, el carácter volátil, las sombras del narcisismo, el llamamiento populista autoritario. Jackson era, y sigue siendo, una figura polémica en la historia de los Estados Unidos. Sin embargo, parece que Thomas Jefferson se equivocó al caracterizar a Jackson como completamente inepto para ser presidente, un hombre peligroso que se atraganta con su propia rabia. De hecho, el considerable éxito de Jackson en expandir drásticamente el poder de la presidencia radicó en parte en su capacidad de regular su cólera, y usarla estratégicamente para promover su agenda.
Es más, Jackson personificó una narrativa que inspiró grandes poblaciones en Estados Unidos y nutrió su agenda presidencial. Su historia de vida atraía al hombre común porque Jackson mismo era un hombre común, uno que ascendió desde la pobreza miserable y la privación a la posición política más enaltecida del mundo. En medio de los primeros rumores sobre la separación del sur, Jackson movilizó a los estadounidenses para que creyeran en y trabajaran duro por la Unión. El populismo que sus detractores temían conduciría a la supremacía de las masas se convirtió en un llamamiento a la gente común de Estados Unidos a una vocación más elevada: una unidad soberana de estados comprometidos con la democracia. El francés Michel Chevalier, quien fue testigo de la vida estadounidense de la década de 1830, escribió que la multitud de gente común que admiraba a Jackson encontró sustento y sustancia para su propia historia de vida en sus palabras: “Formen parte de la historia, participen en hacer algo grandioso. Estos son los episodios de una historia épica que recordará la posteridad: la llegada de la democracia”.
¿Quién es, realmente, Donald Trump? ¿Qué hay detrás de la máscara del actor? Puedo discernir poco más que motivaciones narcisistas y una narrativa personal complementaria acerca de ganar a cualquier costo. Es como si Trump hubiera invertido tanto en sí mismo y en el desarrollo y refinamiento de su papel socialmente dominante, que no le queda nada para crear una historia significativa para su vida o para la nación. Siempre es Donald Trump interpretando a Donald Trump, luchando por ganar, pero sin saber nunca por qué.
*Publicado en The Atlantic, junio de 2016.