Esa noche me dijo muchas otras cosas. Hablamos hasta las cuatro. La suya no era una desesperación común. Estaba en el paroxismo del que trepó tan alto que jamás encontrará cómo bajar. En ese hotel costaba dormirse, y costó levantarse. Al mediodía siguiente estaba escribiendo la entrevista en una oficina prestada y me pareció oportuno que fuese yo quien ubicara a alguien del gobierno nacional para que por lo menos García evacuara Mendoza sin más problemas graves. El Secretario de Cultura y vocero de Fernando de la Rúa, Darío Lopérfido, me preguntó primero por su novia. Le dije que María Gabriela estaba bien, aunque asustada. Agregué que estaba preocupado por Charly:
—Siento que en cualquier momento puede tirarse del balcón —vaticiné.
—Sí… puede pasar… no sé qué espera que hagamos nosotros —contestó el funcionario tras un silencio inicial.
Después vino otro silencio, que se interrumpió de golpe.
—Esperá un segundo… se tiró… ¡se tiró! —escuché.
La sangre se me congeló.
—Qué decís, Darío, ¿cómo que se tiró?
—Se tiró del balcón, cayó en una pileta y está hablando con un notero de TN mientras sale del agua —completó el funcionario que estaba en su despacho rodeado de televisores encendidos.
Volví al hotel corriendo. El ministro de Trabajo de la Nación, Alberto Flamarique, había citado ese día a una conferencia de Grupo Editorial Planeta 31 prensa en el segundo piso del hotel para hablar sobre los problemas de la política nacional. También estaba allí —era mendocino— por la Fiesta de la Vendimia. De frente al ventanal que da al patio interno del hotel, el ministro de la Alianza vio caer a Charly, sin recordar que abajo había una pileta. “Pasó Charly volando”, informó a los sorprendidos cronistas, que estaban de espalda al ventanal. Por eso fue que quienes lo entrevistaron todavía en el agua, tras bajar en busca de una primicia macabra, eran periodistas de información general. Un camarógrafo que trabajaba para Canal 7 y que llegaba tarde a la cita ministerial fue el que captó, desde afuera del hotel, la imagen de García cayendo. Un poco más de una docena de curiosos intentaba trepar a una pared sobre la arbolada calle San Lorenzo, pensando que Charly se había suicidado, ya que un par habían visto caer su cuerpo escuálido rumbo a la nada.
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Cinco minutos antes, el músico le había gritado a Lucas Rodríguez, el piletero, preguntándole por la profundidad, como un ingeniero que hace cálculos en pos de la precisión. El muchacho de diecinueve años le respondió que la máxima era de tres metros, pero no alcanzó a decir que estaba llenándola. Cuando recorrí el lugar, a las trece, juro que no había más de un metro y medio de agua, parejo, a lo largo de la piscina. Media hora antes, vestido con una malla roja, y llevando adelante con tranquilidad una ceremonia extrema, Charly tiró primero al medio de la pileta un muñeco inflable, un tentempié del Gato Silvestre de un metro de altura (con el que yo había practicado patadas la madrugada anterior) y observó cómo caía balanceándose en el aire. Luego, despachó rumbo al vacío un porta compacts de madera, coronado por una cabeza de gato siamés, otra de las pertenencias de la hija del dueño de hotel que ocupaba el penthouse en días normales. Más pesado y rígido que el Gato Silvestre inflable, el porta compacts cayó vertical, y la cabeza del gato siamés de madera rodó hacia las adyacencias. Lucas intuyó lo que iba a pasar y gritó asustado: “¡No te tirés!”. Charly se rió con su ciencia, como hacía de niño cuando practicaba clavados trepándose al techo de una pequeña construcción erigida al lado de la pileta de la quinta de sus padres en Moreno.
*Periodista, conductor y autor, entre otros libros, de El día que Charly saltó (y otras crónicas salvajes del rock), de donde sale este fragmento, gentileza de editorial Planeta.