Hoy, en España se pone en marcha algún sector de la industria y de la construcción. En la comunidad científica hay quienes discrepan con esta medida argumentando que no hay datos suficientes para asumirla. Los socios del gobierno, Unidas Podemos, comparten estas dudas.
Después de varias semanas, entonces, veo pasar ante la ventana, de tanto en tanto, algún vehículo, pero pocos. La radio informa que el movimiento en las estaciones de trenes, al menos en Madrid, es mínima y que los accesos a la ciudad tienen una circulación apenas mayor que en un día feriado.
Sigue, mientras tanto, la lluvia de primavera en mi calle y las acacias reverdecen con furia, al igual, imagino, que los árboles del amor, una especie con flores rosas, que están plantados en una calle perpendicular a la mía, pero que la cuarentena no me ha permitido ver aún. Aquí, en pleno centro, el aire alcanza los mismos niveles de contaminación que en las zonas rurales, es decir, insignificantes. La Covid-19 ha hecho retroceder al monóxido de carbono pero hay cierto temor, nada infundado, de que este último vuelva al ruedo.
Este fin de semana, el historiador inglés Simon Schama aborda en el Financial Times el tema de las grandes pestes en Europa a lo largo del tiempo y se hace la pregunta que se debate en todos los foros democráticos: ¿debe morir la economía para poder resucitar, después de un tiempo, con buena salud? Schama, entonces, recuerda cuando, en 1720, la peste bubónica llegó a Marsella y el regente Felipe de Orleans nombró un Consejo de Salud en Provenza prohibiendo los viajes y cerrando el comercio entre el puerto marsellés y las ciudades. A partir de entonces, gobiernos estatales y locales se convirtieron en guardianes de la salud, capaces de recoger información sobre las fuentes de las infecciones y su gestión para evitar la propagación. Pero, reflexiona Schama, esto «no quiere decir que la ciencia empírica siempre se abra camino ante el beneficio y el poder». Y recuerda los estragos causados por la epidemia del cólera en Londres, cuando en 1854 el médico John Snow consiguió rastrear a quienes habían utilizado una fuente de agua en el Soho, y estableció que la compañía que la abastecía utilizaba aguas residuales del Támesis, fecalmente contaminadas y que de ese modo era como se transmitía la infección. Muchas muertes hicieron falta hasta que se aceptó esta tesis, afirma Schama, en contra de los intereses económicos de la empresa afectada.
La tensión pasa también entre la financiación del coste de esta crisis sanitaria y del futuro de la salud pública y de la sanidad. Hay una diferencia entre ambos conceptos. La salud pública es la que estudia y planifica la salud de un país. La epidemiología, la nutrición, la prevención, las vacunas, el envejecimiento, en fin, todo lo necesario para garantizar una buena salud. La sanidad es la estructura sanitaria, la logística que debe responder positivamente a esa planificación. Que, por ejemplo, en la ciudad de Baltimore, en Estados Unidos, los más afectados sean los afroamericanos es un problema de salud pública, un síntoma de la pobreza. La expectativa de vida en los barrios donde residen desciende un 15% con respecto no ya a los barrios ricos, sino a los de clase media. En Madrid, entre Vallecas, barrio obrero y Chamberí, uno de sectores medios, hay un 7% de diferencia. El dilema es el mismo: ¿deben ceder los beneficios económicos, a través de impuestos, para garantizar una salud pública eficaz?
Ayer, curiosamente, en un periódico del interior, La Capital de Rosario, se da cuenta, en parte, del estado de las cosas en Madrid. Un médico rosarino, Julián Crosa, que lleva poco tiempo en España, trabaja en una de las tantas clínicas privadas que el Estado ha intervenido para atender a los pacientes afectados por el virus. Crosa cuenta la traumática experiencia de tener que decidir «a quién otorgarle una cama y un respirador; a qué paciente darle la oportunidad de vivir, y a cuál dejar en una silenciosa agonía». Esto, para entendernos, es un problema de salud pública. De vida o muerte.
Me escribe mi amiga Amalia, también desde Rosario, y me cuenta que se acercó en bicicleta a la casa de su madre, Clide, para llevarle empanadas de vigilia. Cuenta que como aquí, las calles están vacías y se respira a pleno pulmón aire puro. Clide era profesora de letras y una vez, en otra vida, nos llevó en tropel a escuchar una charla de Abelardo Castillo. Aquella tarde, Castillo habló de Horacio Quiroga y, recuerdo, mencionó el cuento El almohadón de plumas y la larga agonía de la protagonista. Los personajes de Quiroga, decía Castillo, no se dejan morir; la muerte, en su obra no se da como aceptación o pasividad. ¿Cómo me puedo acordar de esto? Sencillamente porque estoy vivo.