Hace 30 años, el 25 de diciembre de 1989, Rumania ejecutó públicamente al que quizás fue el tirano más sanguinario de su historia, el comunista Nicolae Ceauşescu, que gobernó el país balcánico entre 1965 y 1989.
De origen campesino, Ceaucescu escaló hábilmente posiciones dentro del Partido Comunista Rumano desde los 15 años de edad, cuando trabajaba como empleado de un apatero, hasta convertirse primero en secretario general y, en 1967, jefe del Estado rumano. Su impopular, Elena, era el verdadero número dos del régimen, y ostentaba un considerable poder.
El 17 de diciembre, pocas semanas después de la caída del muro que dividía a Alemania, las voces revolucionarias comenzaron a escucharse con fuerza en una Rumania que, durante las últimas décadas, no había tolerado ni una disidencia y en la que todo opositor era de inmediato aniquilado.
La policía de Inteligencia de Ceaucescu, la temible Securitate, dominaba todos los aspectos de la sociedad rumana, pero aún así cientos de rumanos salieron ese día a las calles de la ciudad de Timisoara para protestar por el desahucio de Lazslo Tokes, un pastor evangélico que había sido crítico con el régimen. Infiltrada entre la multitud, la Securitate disparó contra los manfiestantes dejando decenas de muertos, una acción que despertó la ira nacional.
“La gente estaba exhausta. Llevaban meses, años, sometidos a un férreo racionamiento de los alimentos, de medicamentos, de la electricidad y hasta del agua. Mientras, veían al dictador y a su esposa vestidos con abrigos de piel y sin ningún síntoma de estar pasando hambre”, recordó el historiador Ion Lazarescu.
Por entonces la escasez era tal que los negocios (todos propiedad del estado) no tenían nada para vender. La vigilancia contra los posibles disidentes era de tal magnitud que existía un estricto toque de queda nocturno, horas en las que no se prendían las luces callejeras por falta de energía. Los rumanos, hundidos en la miseria, solo disponían de medio kilo de carne, cinco huevos, un litro de aceite y medio kilo de azúcar por mes.
Para Ceaucescu, el lamento de los rumanos eran simples voces opositoras, pero lo cierto es que no sería nada fácil para él sostener la única dictadura soviética que quedaba en pie desde la caída del Muro de Berlín.
El 21 de diciembre, al regresar de un viaje a Irán, Ceaucescu convocó una asamblea del Partido Comunista Rumano en Bucarest en la que esperaba obtener el apoyo popular ante los sangrientos sucesos de Timisoara, pero ocurrió todo lo contrario. Ante miles de ciudadanos, Ceaucescu no supo qué responder cuando la multitud comenzó a gritar ¡El pueblo somos nosotros! ¡Abajo el dictador, muerte a los criminales! Las fuerzas militares respondieron con balas ante la enorme multitud.
A partir de ese instante, Bucarest fue el centro de la turbulencia nacional: en apenas una semana, 1.000 personas murieron y 30.000 resultaron heridas. Al día siguiente, Ceaucescu decidió hacer un segundo intento con otro discurso dirigido a la nación desde el balcón del Comité Central del Partido Comunista Rumano pero no lo logró.
A los pocos segundos de que comenzara a hablar, la multitud comenzó a silbar y abuchear. Le gritaban “rata” y “asesino”. Ceaucescu, aturdido, y Elena pedían silencio. Ceaucescu decidió continuar con su discurso y trató de aplacar a los manifestantes ofreciendo aumentar el salario mínimo, pero lo logró terminar la idea.
Enterado de que muchos generales habían dado órdenes a sus tropas de no reprimir a la multitud, el dictador y su esposa, Elena, decidieron abandonar la capital, pero la carrera fue corta: en Targoviste, a 70 kilómetros de Bucarest, la pareja fue detenida y sometida a un juicio expréss dirigido por un tribunal militar improvisado.
El 25 de diciembre, Ceaucescu y Elena fueron condenados por “genocidio, daños a la economía nacional, uso de la fuerza contra civiles y enriquecimiento injustificable”. Se los acusaba de mantener miles de millones de dólares en el extranjero mientras Rumania moría de hambre.
"Son unos golpistas que estáis destruyendo la independencia rumana", acusó el dictador. “Sólo contestaré al Parlamento del pueblo. En relación con la traición y el golpe de Estado, y ustedes tendrán que responder". "Hoy hay más de 64.000 muertos en todas las ciudades. Ustedes lllevaron la miseria a nuestro pueblo. Intelectuales y científicos tuvieron que, escapar del país. ¿Quiénes son los mercenarios extranjeros que están disparando?, ¿quién los trajo aquí?", preguntó el fiscal.
Las imágenes del proceso y de sus cuerpos baleados se difundieron por TV y dieron la vuelta al mundo. "Niños inocentes fueron aplastados por los tanques”, continuaba la acusación. “Ustedes vistieron con uniformes; del Ejército a los miembros de la Securitate para confundir al pueblo. Ustedes ordenaron cortar tubos de oxígeno en los hospitales. Ustedes ordenaron colocar explosivos en almacenes de plasma sanguíneo en los hospitales".
Ceaucescu escuchó con gesto de burla: "Me niego a contestar", dijo. "Sí, sí, asesinamos niños. Esto es una provocación", se mofó Elena. Dirigiéndose a la primera dama, el fiscal dijo: "Aquí está la científica analfabeta que no sabe leer ni escribir", burlándose del título de ingeniero químico que decía tener. Elena respondió furiosa: "Imagino lo que dirán mis colegas científicos de este país ante esa acusación. Dicen que matamos niños. Eso no es verdad!", replicó Elena.
"En base a las acciones de los miembros de la familia Ceaucescu, los condenamos a los dos a la pena de muerte y les confiscamos todas sus propiedades", dijo el juez. Una vez sentenciado y sin permiso para hablar, Ceaucescu gritó: "Yo no soy un acusado. Yo soy el presidente de Rumanía y el comandante en jefe de las fuerzas armadas y quiero contestar ante la Asamblea”.
Después de que se dictó la sentencia de muerte, la pareja fue conducida a un patio exterior: “Si quieren matarnos, que nos maten juntos, ¡tenemos el derecho a morir juntos!”, reclamó Elena. Ceauşescu cantó la 'Internationale' [una canción de izquierda adoptada por los bolcheviques después de la Revolución rusa de 1917] mientras la primera dama insultaba a los soldados cuando fueron baleados hasta la muerte por un pelotón de fusilamiento.
Cinco días después, los Ceaucescu fueron sepultados en el cementerio de Ghencea, al oeste de Bucarest.