Que la presidencia peruana vaque por “incapacidad moral” evidencia que la política latinoamericana tiene mucho de premaquiavélica. Maquiavelo definió la política desde sus propias dinámicas y explicó las relaciones de poder al margen de cuestiones morales o religiosas, dejando así sin sustento, por ejemplo, las acciones de la Iglesia católica que durante siglos administró asuntos terrenales usando el santo nombre de Dios en vano. Para Maquiavelo el gobierno de los hombres depende de los hombres, los problemas terrenales tienen soluciones terrenales y la gestión del conflicto para la redistribución de recursos -la política- debe tomar en cuenta los incentivos de personas y grupos y no solamente grandes imperativos morales.
Líderes con fondo moralista como Hugo Chávez, el Pastor evangélico Morales en Guatemala, López Obrador y su cosmovisión guadalupana o presidentes como Correa y Bukele con tendencias autoritarias presentadas como “justicierismo”, suelen abordar los temas de política pública, como la pobreza o la desigualdad, desde lo moral. Para ellos no se trata de un problema redistributivo que se arregla con políticas públicas, medidas impositivas y fiscales, sino más bien de la “lucha” contra una consecuencia de la ambición y falta de sentimientos solidarios y patrióticos de los ricos.
El populismo es una forma de entender la política como enfrentamiento maniqueo entre el pueblo, como encarnación del bien, y el antipueblo que representa el mal.
En la línea de gobernar desde el moralismo cabe recomendar estampitas contra el Covid, justificar una actuación por consejo de Dios, oponerse al aborto en casos de violación o convertir las políticas públicas en “misiones”, como si de zonas de evangelización se tratara. Pero el mayor peligro de la política como bien moral está en que los beneficios que una persona recibe del Estado no se consideran algo consustancial a sus derechos como ciudadano, sino que se transforman en una recompensa por pertenecer al pueblo -a la comunidad moral- y, lo que es peor aun, por gozar del favor del líder o de la élite.
El premaquiavélismo también da pistas de nuestra tendencia al populismo. Por más que quieran convencernos de que se trata de una praxis que incorpora a los sectores populares a la democracia -dando por perdida la posibilidad de que seamos ciudadanos homologables a los de otras democracias- no deja de ser una forma de entender la política como enfrentamiento maniqueo entre el pueblo, como encarnación del bien, y el antipueblo que representa el mal, al tiempo que la solución de los problemas de ese pueblo pasa por la acción salvadora de un líder. La moral es binaria, el bien contra el mal, mientras que la política democrática es, por definición, pluralista.
Otro ejemplo de moralismo político es el de la corrupción. Cualquiera que se dé una vuelta por cualquier legislativo latinoamericano o abra las páginas de cualquier periódico, se asombrará al ver cómo personas sobre quienes hay clara evidencia de que ellos o los suyos son corruptos centran sus argumentos políticos en la necesidad de “combatir” la corrupción. Se trata de un cinismo que no sorprende tanto como que el argumento les funcione y consiga movilizar adeptos.
Aunque es un tema sobre el que todo el mundo dice estar en contra y que incluso concita grandes movilizaciones de protesta, los datos de las encuestas reflejan actitudes ambivalentes por parte de los ciudadanos, mostrando más bien cierta tolerancia, algo que claramente se refleja cuando candidatos o partidos corruptos no son sancionados vía votos.
La política como lucha entre el bien y el mal otorga una especie de superioridad moral que opera como indulgencia, eliminando la posibilidad de crítica o rendición de cuentas de los líderes.
Mi hipótesis es que la corrupción no se sanciona porque no se trata como un hecho objetivo, es decir, es mala cuando “los otros” delinquen apropiándose de lo público, pero cuando los corruptos son los “míos” aflora una especie de derecho patrimonial que la justifica de diversas formas: como un hecho menor y aislado cometido por una “manzana podrida”; como resultado de la persecución de los medios de comunicación que actúan como “sicarios de tinta” (Rafael Correa dixit); como un asunto menor al que quitar hierro en nombre de los sagrados intereses populares que solo se garantizan si gobiernan los “míos”; o para evitar que vengan “los otros”, aún más corruptos. En el fondo la corrupción no sanciona, moviliza.
Además, la política como lucha entre el bien y el mal otorga una especie de superioridad moral que opera como indulgencia, eliminando la posibilidad de crítica o rendición de cuentas de los líderes: una de las bases de los sistemas democráticos. Al igual que los curas predicaban la pobreza sin ser juzgados por vivir como ricos, a los líderes que encarnan a “el pueblo” se les permite ser incoherente e inconsecuentes.
Entre los muchos ejemplos, recuérdese que mientras los jóvenes peronistas mataban y morían en nombre de la revolución de izquierdas, el General y sus caniches vivían de lujo en Madrid bajo la protección del dictador Franco. También el expresidente Abdalá Bucarán, que hizo de la lucha contra la oligarquía su plataforma, vivía como como un rico cualquiera. Cuando un periodista le mostró esa contradicción, le respondió que la riqueza no tenía nada que ver, que la oligarquía es un estado del alma.
Quizá las cosas sean más complejas y quienes miramos la política desde la racionalidad de la Ilustración y la ética -no desde el deber ser moral- no comprendamos la esencia de lo nacional popular y de esas dimensiones espirituales.
*Politólogo y director del Instituto de Iberoamérica de la Universidad de Salamanca. Profesor de Ciencia Política con especialidad en política comparada de América Latina. Doctor en Estudios Latinoamericanos por la Universidad de Salamanca.
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