En Argentina y Venezuela se agitan fantasmas. Son denuncias de golpe de Estado que activan el dolor de profundas e históricas cicatrices. Se proclaman, casi en forma permanente, desde la tranquilidad de las cadenas nacionales o la inmediatez de las redes sociales. Kirchneristas y chavistas lo repiten hasta el cansancio: una ola de “golpes suaves”, “golpes lentos” o “golpes de baja intensidad” amenazan a Cristina Kirchner y a Nicolás Maduro. Se trata del síndrome de golpismo latente que encontró su punto máximo la semana pasada, cuando la conspiración antidemocrática fue denunciada, en simultáneo, en Buenos Aires y en Caracas.
Primero fue la persecución al dirigente opositor Antonio Ledezma, trasladado a una presión militar el jueves 20. Según la investigación de la fiscalía venezolana, la detención del alcalde de Caracas se vincula con el caso de dos jóvenes acusados del delito de “conspiración para la rebelión”, que fueron expulsados a Colombia en septiembre. A Ledezma se le imputa formar parte de ese supuesto complot para derrocar a Maduro, que habría sido orquestado en Bogotá por el ex presidente Álvaro Uribe. No obstante, las pruebas que llevaron a la cárcel a Ledezma, todavía no se hicieron públicas.
Hasta que aparezcan, en el sitio de la oficialista Telesur, se destaca que Ledezma es representante “de la derecha más recalcitrante” y se recuerda que firmó el “Acuerdo nacional para la transición”, una proclama opositora que plantea un escenario postchavista. Y en la ultraoficialista Aporrea.org se difunde un documental titulado “El golpe fue develado, pero el viento que lo movía sigue soplando”.
Ledezma comparte cautiverio con otro líder opositor, Leopoldo López, encarcelado el año pasado por organizar marchas opositoras que, según el gobierno, buscaban derrocar a Maduro. Junto al militar Raúl Baduel, ex fundador del chavismo que luego criticó al oficialismo, son tres los antichavistas más representativos que están en las cárceles de la democracia bolivariana.
Un día más tarde, el sábado 21, la conjura de los antigolpistas se trasladó a la Argentina. Cristina Kirchner descalificó al 18F, que previamente había sido criticado desde los medios oficialistas y la TV Pública como una “operación golpista”. Dijo la Presidenta en facebook que la marcha representó “la aparición pública y ya inocultable del Partido Judicial” que “suplanta al Partido Militar” en el rol que “en el trágico pasado, asumiera respecto de Gobiernos con legalidad y legitimidad democrática”.
De la muerte de Alberto Nisman y de la responsabilidad del Ejecutivo en la falta de protección brindada al fiscal, ni una palabra. Cristina prefirió usar la red de los “me gusta” para denunciar el “nuevo ariete contra los Gobiernos Populares”. Es cierto que muchos fiscales que convocaron la manifestación no han mostrado pruebas de eficiencia en las causas que investigan y también es verdad que los principales opositores encontraron en el 18F una oportunidad política. Pero eso no significa, como dejó trascender la Presidenta, que las decenas de miles de personas que marcharon el miércoles pasado lo hicieron para respaldar un nuevo golpe de Estado, especialmente, en un país en el que la última dictadura militar orquestó un plan siniestro que incluyó represión, tortura, desapariciones y apropiación de menores.
“Ya no se trata de golpes violentos que interrumpen el funcionamiento de las instituciones y de la Constitución. La modalidad es más sofisticada –advirtió Cristina–. Articula con los poderes económicos concentrados y fundamentalmente con el aparato mediático monopólico, intentando desestabilizar al Poder Ejecutivo y desconociendo las decisiones del Legislativo. O sea, un súper poder por encima de las instituciones surgidas del voto popular”.
A partir de lo sucedido en Argentina y Venezuela, es posible describir al síndrome de golpismo latente con las siguientes características:
1.- Sin importar que el kirchnerismo y el chavismo asumieron el poder desde hace más de una década, existe un poder superior (“súper poder”, según Cristina), capaz de derrocarlos.
2.- Este contrapoder no es legítimo, ya que es contrario a los intereses del pueblo: si los gobiernos populares representan el pueblo, lo que esté en contra, atenta contra el pueblo.
3.- Este contrapoder, generalmente, vinculado a sectores conservadores, reaccionarios o antinacionales siempre encuentra el momento oportuno para acorralar al gobierno que es, obviamente, progresista, revolucionario y nacional.
4.- Cuando se produce el momento golpista, este contrapoder local se asocia con algún poder extranjero, generalmente, vinculado a los Estados Unidos o al poder económico internacional (debe estar explicitado de forma imprecisa para atribuirle aún más poder, como “fondos buitre” para la Argentina, o el “eje Miami-Bogotá” para Venezuela).
5.- Desatados los demonios anticonstitucionales, los medios hegemónicos se convierten en el último eslabón de la cadena golpista, logrando disfrazar esa alianza impopular en algo inocuo para la población: el poder narcótico de las corporaciones mediáticas evita que la tragedia se evidencia como tal.
6.- Entonces, los oficialistas se apuran en denunciar el golpe (es tan lento, que sólo ellos lo han podido ver).
7.- El golpe de Estado se ha gatillado. Ahora, en nombre de la democracia, claro está, es posible actuar antidemocráticamente enviando a prisión a un opositor o denostando una manifestación política.
Es cierto que la teoría clásica del golpe de Estado debe ser actualizada. Los profesores Norberto Bobbio, Nicola Matteucci y Gianfranco Pasquino, ya lo habían anticipado en su magistral Diccionario de Ciencia Política: “El significado de la expresión ‘golpe de Estado’ ha cambiado con el tiempo. La actual configuración del fenómeno comparada con la acepción que se le daba anteriormente presenta diferencias que van desde el cambio sustancial de los actores (quién lo hace) a la forma misma del acto (cómo se hace)”. Los golpes de Estado que sufrieron Hugo Chávez en 2002 y Fernando Lugo en 2012, lo atestiguan: el neogolpismo anda suelto por América Latina y ya no se necesitan militares para derrocar a gobiernos elegidos democráticamente.
Pero no deja de llamar la atención que tanto en la Argentina como en Venezuela, donde los índices de popularidad de sus gobiernos se derrumban y donde la inflación se ha vuelto crónica, sean los países en los que más se invocan las amenazas golpistas, precisamente, desde el propio poder.
Se trata, en definitiva, de una buena estrategia: invocar a los fantasmas del pasado permite esconder problemas del presente.
(*) Editor en diario PERFIL | Docente de Política Exterior Argentina (UBA)
Twitter @rodrigo_lloret