No todos los días desembarca un nuevo festival en esta conflictuada Argentina. El viernes 14 de octubre de 2022 quedará marcado a fuego como el día en que el festival español Primavera Sound, que cumplió dos décadas en Barcelona (aunque nació hace 21 años en Pueblo Español) y también abrió sus pétalos a ciudades como Oporto (Portugal), Los Ángeles, Santiago, San Pablo, Benidorm (edición más acotada), sumó a su grilla a Buenos Aires y también hará pie en Madrid, en 2023.
Luego de mucho tiempo, el predio de Costanera Sur volvió a ponerse la ropa festivalera-musical rockera para recibir a grupos de la talla de Jack White, Pixies y Cat Power (para esta jornada debut) como asi también lo hará a futuro con Travis Scott, Björk, Arctic Monkeys, Lorde, Charli XCX, Arca, Beach House e Interpol, entre muchos otros.
El universo indie es el que convoca el Primavera Sound -con sede en el Parc del Fórum, enclavado a orillas del Mar Mediterráneo- propuesta que posee una cuidada curaduría cuyo espíritu aunó festivales como el Lollapalooza, nacido una década antes (1991) en Chicago, o el mítico y californiano Coachella, gestado en 1999.
Una no tan cálida bienvenida
Este debut porteño del primaveral (¿o invernal?) festival, que el último viernes llevaba el título de Road to Primavera, coincidió con transitar -en medio de tierra y trozos de madera triturados en el piso- la llegada a un predio forestal agreste y poco amable, en donde un gran entablonado parece querer tapar la vista del Barrio Rodrigo Bueno.
El comienzo del periplo para cada visitante era, luego de hacer una larga travesía entre vallas por avenida España, en los márgenes de Puerto Madero, recorrer un extenso pasillo entablonado y encajonado que, al cierre del festival, serviría del desagote humano del campo principal.
Guns N´Roses sacudió River con el peso de su leyenda
Entre los servicios del festival se destacaba un amplio beer garden (al que se accedía luego de tener un precinto blanco que acreditaba la mayoría de edad) para luego ingresar a un espacio iluminado con reflectores verdes que se proyectaban hacia los árboles del lugar. La idea era darle un carácter intimista y forestal para un predio rudo, áspero y desangelado que tiene mucho que envidiarle a su primo de zona norte, el Lollapalooza, realizado en el Hipodromo de San Isidro.
La oferta gastronómica (foodtrucks con comida tanto carnívora como vegana) como así también los puestos de merchandising, hidratación y bebidas -dispuestos en semicírculo en la coronación del predio- convivía con una vista de fondo con las torres de Puerto Madero como si fuese un Millenium Park sudamericano, sede del Lollapalooza de Chicago.
De cara al escenario, ubicado en la parte posterior del predio, se ven larguísimas filas de personas en busca de una hamburguesa, papas fritas o bebidas (con combos a 1700 pesos) mientras un sector vip, con acceso directo a uno de los sectores laterales del escenario, mostraba el frío rostro de una velada distante, en cuanto a la calidez que busca transmitir este tipo de eventos, y recuerda a las antiguas citas musicales desarrolladas aquí como el Hot Festival, Pepsi Music, Creamfields y Ultra, entre otros ejemplos.
Encapuchados y sorprendidos por el clima hostil (cualquier artilugio era válido para abrigarse y paliar este post invierno), era el espejo de un público que, si no optaba por acercarse al escenario y combatir cuerpo a cuerpo la baja temperatura, se ubicaba en algunos asientos al fondo para amucharse unos a otros y afrontar este “infierno sound", como se le escucha decir a un espectador al pasar. El frío y el viento fueron los principales motivos de malestar entre los presentes, tal cual se vio reflejado en la cara de varios jóvenes, en las carpas de primeros auxilios, cubiertos con gruesas mantas, luego de sufrir principios de hipotermia.
Primavera, hora cero
Los responsables de dar la primer patada musical de la noche fueron los locales Las ligas menores, que también dijo presente en la edición madre del festival catalán. El grupo indie rock -con cierta impronta lo-fi, punk, shoegaze y dark- tiene en la cantante y guitarrista Anabella Cartolano a su referente sentimental-musical.
Ella se toca el pecho y dice que el tema que continúa (Ni una canción) le “pega muy hondo” y desgrana una desgarradora oda a la oscuridad, junto a Pipe Quintans como invitado en guitarras, para cerrar con un simil punk con De la mano.
Su correcta performance, de 15 temas, que había arrancado con El baile de Elvis y Contando lunas sirvió para que los cuerpos presentes que, mientras caía la noche e iban poblando Costanera Sur, comiencen a entrar en calor a puro baile.
Se podría decir que durante los últimos vestigios de esa tarde invernal, cerca de la Reserva Ecologica, el ritmo punzante de la voz y guitarra de Pablo Kemper, el ritmo de Angie Cases Bocci (bajo), la sostenida bateria de Micaela García y los teclados y coros de Nina Carrara -junto a la siempre omnipresente Cartolano-, dejaron su estela indio marcada a fuego en el predio.
Cat Power, introspección etérea y felina
Lo de la estadounidense Chan Marshall fue un viaje fantasmagórico, con un sonido que capeó el viento y arrinconó a varios de los presentes, unos con otros, para paliar las bajas temperaturas.
Como si fuese un fogón escénico, las luces rojas y las pantallas al tono imantaron a un público que se acercó hipnotizado hacia esa conflictuada chamana de 50 años quien, enfundada en negro, y con un interminable vaso de té caliente en la mano, disparó mantras soul, indie y bluseros sin misericordia.
Marshall dice “Hola, mi amor”, aplaude y levanta la mano para brindar con sus acólitos que van poblando un predio diezmado por el frío. En su revoleo de brazos, cuasi inertes, a lo Robert Smith, el compás de cada canción de Cat Power marca el sonido pendular de una puesta etérea, como si se fuese a invocar espíritus musicales.
“Muchas gracias”, dice Chan y se persigna e intenta domar el cable del micrófono, al mejor estilo Morrissey, mientras resucita (y deconstruye) añejos covers como (I Can’t Get No) Satisfaction (Rolling Stones), White Mustang (Lana del Rey) y New York, New York (Frank Sinatra).
Dos micrófonos posan juntos en una mano de la vocalista, para entonar, mientras el sonido del bajo vibra y sacude el predio, que comulga junto a una guitarra consistente de fondo que no pierde fuerza. Pero todos los ojos están puestos en ella, quien monopoliza la atención mientras se tapa los ojos y desgarra su voz blusera y gospeliana con la sangre sureña de su Atlanta natal, que corre por cada estrofa.
“Jump, Jump, Jump”, invita al público a saltar y deja por un lado esa voz quebradiza para mostrar su veta más cristalina, sin fisuras, mientras sonríe y, por enésima vez, toma té, moldeando un show mántrico. Con el pelo tirado hacia adelante, estira el brazo y señala, como si fuese un espectro acusador, a través de ese flequillo eterno.
Cat Power puede mutar hacia una triste ranchera western y así ponerle acordes -y clima- a ese abrazo amigo que le pelea a la helada. Ella se pone de vuelta el buzo y lo usa de capa para tomar envión hacia la recta final de su show. “Esta es la ultima canción”, dice y desgrana The Greatest para luego agacharse y hacer varios bollitos con las listas de temas y arrojarlas hacia su público, con diferentes resultados, y el “uuuuhh” generalizado cuando no llegan los papeles hacia las primeras filas. “Fue una linda noche”, regala al final luego de una ofrenda etérea y cautivante.
Pixies o las infalibles hadas del indie rock
“La tercera es la vencida”, dice el dicho. Y sin dudas lo fue para este desembarco del grupo de Boston en Argentina, que dejó la vara más alta que en sus anteriores visitas, la del atestado Luna Park del 2010 y el paso por el Lollapalooza en 2014.
La esperada llegada de Pixies al país (un viejo conocido de este Primavera Sound ya que tocó en su retorno a España, allá por 2004) se resolvió de la mejor forma: el de un show que rozó la perfección (de los mejores al aire libre que se vieron últimamente por el país), con una madurez, ajuste y temple musical con el que cualquier grupo añoraría llegar.
A tono con el minimalismo escénico y sobriedad de la fecha -sin escenografía estridente, con telones negros y no mucho más- la inconfundible mixtura de punk, surf rock y hardcore de los estadounidenses habló por sí solo. Pixies jamás necesitó de demagogia o comunicación excesiva. Es más, fue tan demoledor el show del viernes que la gente ni se animó a pedir un tema más. Los músicos sólo levantaron los brazos y reverenciaron su despedida. Porque para decir adiós, a veces, no hacen falta palabras.
El tribunero “oleeeee, olé, olé, oleeeee, Pixies, Pixies”, estirando la “e”, destapó la olla a presión que significó vivir (y revivir) una verdadera lección de indie rock, consumada por sus sumos pontífices. Solo con el puntapié del cover Cecilia Ann (propiedad de los californianos Dave Myers and The Surftones), el grupo desplegó el mapa de guerra de su artillería musical.
La voz intacta de Black Francis (el otrora Frank Black, que aún conserva esa cosecha de rabia punk en su guitarra rítmica) junto al prodigio melódico y estridente de su mano derecha, el violero Joey Santiago, ensamblan el tandem de cuerdas histórico que influenció a unos tales Nirvana y todo lo consecuente de la escena grunge de los años ´90.
Aquella “suciedad” magnética (y magnífica) del icónico disco Surfer Rosa (1988) junto a su sucesor (Doolittle, 1989, del cual tocaron 10 de los 15 temas del álbum) fue parte de la base (junto al flamante Doggerel) en la que el grupo hizo pie para trampolinear hacia un setlist arrollador forjado a golpe de clásicos como el lisérgico Where is my Mind? aullado por la mayoría de los presentes de cara a una tímida luna que espiaba entre los amenazantes nubarrones de Puerto Madero.
Los saltos y carisma de la marplatense Paz Lenchantin (hace ocho años ocupando los zapatos de las dos Kim, la histórica Deal y la fallecida Shattuck, a causa del ELA) demostró que su voz (caso Gigantic) y golpe de bajo (enmarcado por su eterna sonrisa, cadencia pattismitheana y cierta actitud capilar heavy) tiene una presencia simbiótica con la cuarta pata de esta mesaza musical, el del baterista David Lovering, un ancla musical que, con sólo mirar (y escuchar) el repiqueteo sobre el redoblante y el hi-hat, es suficiente para adivinar que tema se avecina.
Una base tan sólida de bajo y batería, que transporta a la arremolinada vibra punk durante casi 30 temas (que pasaron rapidísimos) dio lugar a tributos como Head On, un hit de los hermanos Reid (los escoceses The Jesus & Mary Chain) luego de la implacable Wave of Mutilation que movilizó tanto a jóvenes como a aquellos que ya peinan canas. El cuchicheo entre varios grupúsculos develaba que el interés estaría puesto en Jack White. Es inentendible cómo parte del público argentino elige sociabilizar verbalmente a la hora del desarrollo de un espectáculo musical, sea del género que fuese, y no callarse y prestar atención al show.
La sufriente Isla de Encanta metió toneladas de punk en una canción y dejó latente la presencia de un sonido óptimo, a pesar del viento, en donde las guitarras (luego de un comienzo con ciertos desajustes) se fue acomodando para enmarcar una prolija puesta sonora, llevando un concierto indoor a una versión outdoor, que ojalá se repita a lo largo de todo el Primavera Sound.
Pixies cerró su noche, noqueando a la audiencia, sin decir una palabra por fuera de las líricas, con una gran versión de Winterlong, de Neil Young, para dejar la llama viva, y bien en alto, sobre esas antorchas portadas por estas inoxidables hadas mitológicas (y musicales) que circundan el universo indie desde 1986, incluyendo una pausa musical de una década (1993-2003).
El extraño mundo de Jack
Aparte del actor Johnny Depp, si existe otro músico que podría ser una musa para el excéntrico director de cine Tim Burton, ese sería Jack White. Sí, porque -entrecruzando caminos- Depp es violero en Hollywood Vampires (ese icónico súper grupo junto a Alice Cooper y Joe Perry) y, el ex líder de The White Stripes, cada vez se parece más a Barnabas Collins, aquel hombre-vampiro del filme Sombras Tenebrosas, interpretado por Depp.
En este arrabal de coincidencias, ver salir a escena eléctricamente a mister White -luego que Pixies le dejara un escenario en llamas- mostró el contraste de los dos grupos, desde la inflamable sobriedad analógica del grupo de Boston a la gélida puesta en escena (tonalidades negras y azules, haciendo juego con el pelo del vocalista) de Jack White, acorde al clásico filme de Tim Burton que subtitula este fragmento de la nota. Su despliegue musical es una valvular oda gótico-romántica de los años ´90, hecha música, con estética de cómic. Sólo basta ver el video de Freedom at 21, (parte de su nuevo disco Blunderbuss), para comprobar esta teoría de similitudes.
Durante una hora y media, el guitarrista de Detroit demostró por qué su camaleónica carrera no cesa en mudar de piel como si fuese una versión menos extrema del gran Mike Patton (Faith No More) y su multiplicidad de bandas (Fantômas , Tomahawk, Peeping Tom, Mr. Bungle, entre muchas otras). Lo de White es un camino hacia una adultez musical de la que reniega, pero inexorablemente atraviesa.
La última vez que el músico estadounidense aterrizó por el país con su proyecto solista, fue en aquel Lolla de 2015 en donde compartió escenario con el mismísimo Robert Plant, para versionar a dúo The Lemon Song, el clásico de Led Zeppelin. Luego, en noviembre de 2019, llegó con The Raconteurs al Gran Rex y se puede poner en perspectiva a shows peculiares como el de The White Stripes, de 2005, bajo una noche estrellada y 1500 personas como privilegiados testigos, en La Reserva de Puerto Iguazú. Sí, en Misiones, para luego brindar un concierto memorable en el Luna Park.
Descontando las apariciones de John Anthony Gillis (nombre real de Jack) junto a su ex esposa Meg White, el viernes se observó al responsable de cerrar la antesala del Primavera Sound Buenos Aires, fundiendo su vibra oscura con esa sangre que cruza el blues sureño con la psicodelia garagera de los años ´90. Y sin nunca perder el groove indie rock que atravesó a esta fecha de apertura, sin dudas la fecha-culto del festival que sembró cierta solemnidad y ceremonialidad de un concierto de rock para un público post 40.
El responsable de transformar un concierto de rock en una pista de baile llegó al país con dos discos bajo el brazo, editados en este 2022, Fear of the Dawn (abril) y Entering Heaven Alive, en julio. Casualmente de esta dupla musical, durante la noche del viernes, se escucharon la mayor cantidad de temas: seis en total, lo que demuestra que White no querer revolver en los orígenes del grupo y busca descansar sin recostarse en el pasado.
El contrapunto de este cantante y guitarrista, se observa en cuanto a la ejecución de ocho canciones de The White Stripes, tres de The Raconteurs y uno de The Dead Weather (I Cut Like a Buffalo), otro súper grupo de White conformado por Alison Mosshart (The Kills), Dean Fertita (Queens of The Stone Age) y su compañero de The Raconteurs, Jack Lawrence.
El cierre obligado con el celebrado -y pogueado- Seven Nation Army (quizás el único hit de la noche que apunta a las masas ajenas a estos sonidos, con un desafiante tigre en las pantallas y la tierra que se levanta por el sacudido enjambre de gente cerca de las vallas) pudo contrastarse en la memoria emotiva de cada presente con el paso cansino del piano en Love is Selfish, y dejar de lado su estridencia sonora.
Si de algo sabe el ex The White Stripes, es de matices, rugosidades y pliegues musicales. Como así también del manejo y la comunicación con su público. Puede arrancar su noche con una intro de 1969 (Kick Out The Jams, tema del disco homónimo firmado por MC5), agradecer el esfuerzo de los presentes (“gracias por venir a escuchar esta música pese al frío” -que parece padeció-), mirar a cámara -proyectadas en nítidas pantallas- y visualizar ese semblante crepuscular, casi vampirezco, un gesto adusto que se prolonga cuando el concierto parece espiralarse hacia un pozo negro, del cual emerge a pura luz.
Observar el swing y estilo del baterista Daru Jones hipnotiza. Él hace retumbar los parches para marcar el pulso exacto, el de un grupo cavernoso, con densidad y factura técnica envidiable, que se vislumbra en Lazaretto, lo único ejecutado de aquel segundo disco solista de 2014. En parte del tema se repite “como en madera y yeso”, materiales nobles sobre los cuales Jack parece cincelar su “primitivo” arte musical.
Si Jones es el corazón del grupo, con cada latido de percusión, el bajista Dominic Davis es el pulmón del ensamble, marcando el ritmo y dejando que la afilada guitarra de White sobrevuele la noche de Costanera Sur. Por su parte, el tecladista Quincy McCrary, brinda la atmósfera precisa para inmiscuirse en la vena más jazzera y aplomada del grupo.
El concierto puede pegar un salto funk con Missing Pieces y dejar a la estrella de la noche haciendo muecas algo exageradas en escena. Como cuando deshace su guitarra en flecos o desgarra las cuerdas, como si buscase desollar, y así encontrar, su germen musical.
“Ustedes son increíbles”, se le escuchó decir a White, minutos previos a despedirse de la ex Ciudad Deportiva de la Boca, en donde se escuchará a futuro que un 14 de octubre de 2022, una serie de shows calientes, entibiaron a una nueva noche fría.