Seguramente porque transitamos una época de desbordes, el lenguaje cotidiano es pródigo en el uso coloquial del término “perdón”. Es pertinente, por ello, una reflexión en torno a su estatuto particular. Una primera aproximación nos indica que el perdón constituye una herramienta simbólica que permite a los sujetos involucrados dirimir conflictos atravesados por una significación de daño o perjuicio, infringida intencionalmente por uno de los actores.
Se inscribe entonces en el campo más amplio de lo que los antropólogos llaman “prácticas de reconciliación”. Entre ellas -y a diferencia, por ejemplo, de la Justicia, con sus leyes y códigos- el perdón y la disculpa se distinguen por ser herramientas no institucionalizadas, que se rigen por reglas no escritas: más estrictas, como veremos, en el caso del perdón.
Su tramitación queda entonces, exclusivamente, a cargo de los particulares involucrados: en una forma semejante a lo que ocurrió, hasta fines del siglo XIX, con el duelo caballeresco. Ahora en desuso, éste constituyó también, desde la Antigüedad, un recurso simbólico por excelencia para tramitar este tipo de conflictos. En tanto tal, habilitaba un ejercicio reglado de la violencia (recordemos: la presencia de padrinos, la elección del arma, del lugar y la hora), por contraposición al despliegue desregulado de la mera venganza.
Cuando perdonar se convierte en aceptar
Lo que singulariza a la institución del perdón -y la diferencia del duelo caballeresco- es la voluntad de quien lo concede de relanzar el vínculo que el daño o la ofensa pusieron en jaque, en un marco subjetivo de renuncia al rencor contra el victimario. Por su parte la disculpa requiere, para ser aceptada, tan solo de la renuncia a la venganza.
Es por ello que los caminos de ambas prácticas pueden en algunos casos confluir: se trata de situaciones en las que -en una mirada retrospectiva- la aceptación de la disculpa habrá constituido el preliminar lógico en el trabajo psíquico que culminó en el perdón. Pero en otros contextos, pueden seguir caminos divergentes: es así como la parte agraviada puede aceptar las disculpas formuladas por el otro, sin por ello estar dispuesta a perdonarlo; esto es, sin comprometerse a reconstruir un lazo que vaya más allá de una mera “coexistencia pacífica”.
Podemos intuir que la envergadura del trabajo psíquico requerido en estas dos prácticas es muy distinta. En un caso -la disculpa- el requisito es tan sólo la no exteriorización, en la esfera conductual, de un rencor que sin embargo subsiste. En el caso del perdón, la exigencia va mucho más allá: se trata no solo de renunciar a la descarga agresiva contra el ofensor, sino de dejar atrás el odio que germinó como consecuencia del abuso sufrido.
Sentimientos encontrados: rencor y temor
Pero volvamos por un momento a la condición de “herramienta simbólica” que atribuimos al perdón. Es una forma de evocar, también, su carácter histórico. Hoy se acepta que a partir de un origen religioso en el seno de la tradición abrahámica (judaísmo, cristianismo e islamismo), el perdón fue transitando un proceso de secularización que requirió de siglos hasta recortar el núcleo semántico que hoy nos resulta familiar. Tener en cuenta esta condición histórica nos permite estar advertidos de los riesgos del anacronismo. Esto es, de cargar a cuenta del perdón la eficacia de instrumentos de reconciliación alternativos, vigentes en otros ámbitos culturales: un deslizamiento frecuente en muchos abordajes de los textos bíblicos, así como de la tradición clásica griega. Los trabajos del historiador y filósofo estadounidense David Konstan son muy claros al respecto.
Consideremos ahora al sujeto que -confrontado al daño que padeció- elige no perdonar. ¿Es que no ha podido elaborar adecuadamente los perjuicios de los que fue objeto, y se mantiene atrincherado en un resentimiento tan tóxico como eterno? Esta perspectiva daría por sentado que todas las ofensas y todos los daños son “perdonables”. Es la orientación de la Psicología Positiva, que medra en los manuales de autoayuda, y también la de algunos analistas que -con una impronta cristiana- han abordado el tema. Pero… ¿no existe quizás un límite que, de ser franqueado, puede tornar imperdonable la afrenta experimentada?
Se trata de interrogantes que interpelan a estudiosos de distintas disciplinas. Con cierta morosidad, los analistas nos estamos sumando al debate que mantienen en los últimos años filósofos, sociólogos y juristas en torno a los requisitos, el alcance y los límites del perdón. Se trata de un debate del que tenemos mucho que aprender, así como perspectivas propias que aportar. Es que algunas de nuestras categorías (deseo inconsciente, goce, represión, juicio de condena) pueden ayudar a resolver impasses con que tropiezan estudiosos de otras disciplinas.
Tomemos un ejemplo. La reflexión ética ha subrayado el carácter necesariamente “genuino” de la doble renuncia (a la venganza, pero también al rencor) que -como hemos visto- exige el trabajo del perdón, pero sin atinar a precisar los parámetros que pueden hacerla viable. Es aquí donde la cura analítica permite discriminar las condiciones subjetivas que hacen posible una renuncia “genuina”, respecto de aquellas que promueven una renuncia voluntarista o aun hipócrita. Es que amplía el horizonte de la escucha más allá de los límites de la voluntad, pero también de la buena o mala fe consciente del sujeto, donde se detiene la ética tradicional.
Al hacer audibles sus fundamentos inconscientes, torna comprensible -por ejemplo- el calvario (en rigor, el escenario de goce vengativo) en que se convierten continuidades vinculares asentadas en reproches interminables, que brotan de un perdón frágil, o pseudo-perdón, que llamaremos neurótico. Esto es, sostenido en la represión de un odio subsistente, y amenazado entonces por aquello que -desde Freud- conocemos como sus inevitables retornos.
Las condiciones de posibilidad de un perdón posible van por ello de la mano de la formalización de una dimensión de la subjetividad que opere en un más allá de la represión neurótica. En esa perspectiva, constituye sin dudas un aporte la elaboración y puesta a punto de la noción de juicio de condena, que Freud dejó indicada -sin llegar a formalizar-en distintos momentos de su reflexión.
* Alberto Cabral Médico psicoanalista. Miembro de APA. Ex-director del Instituto de Psicoanálisis. Autor de Cuestiones en Psicoanálisis (Letra Viva, 2000) , Lacan y el debate sobre la contratransferencia (Letra Viva, 2009) y El perdón y sus límites (Teseo, 2020).