Cierro los ojos y veo a Manuel Felguérez en su casa, fumando en la espléndida sala de intensos cuadros, instrumentos de precisión, un clavecín coyoacanense y un órgano colocado delante de unos leños apagados y sus colecciones de soldaditos y piezas peruanas y africanas mientras Meche (Mercedes Oteyza), su esposa, nos sirve café bien cargado a los integrantes de “Noche a Noche”, el programa que XEQ TV9, el Canal Cultural de Televisa dedicaba a personalidades del mundo cultural y científico, de lunes a viernes de 21.30 a 22 horas. Una y otra vez.
Felguérez trabaja entre estructuras, piedras vivas, totemismos actuales, magias solares y percepciones visuales. Acompañado de polvos de mármol para texturas de granos finos y gruesos, esmaltes sintéticos anticorrosivos, un tablero de herramientas, frascos de aguarrás, pigmentos puros, y diluyentes para acrílicos.
La parsimonia y la vivacidad en los ojos parecen caracterizar a este conocedor de arte, artistas y tendencias a través de una experiencia artística que a mí me conmueve aunque no alcance a darme cuenta de porqué siento lo que siento. Parece estar mucho más allá, responde en forma pausada sobre infancia, aprendizaje, conceptos mientras su pipa se prende y se apaga: De niño cazador de lagartijas, víboras, ranas, lechuzas y tecolotes. Como boy scout constructor de puentes, bastones y mesas de troncos. Ya adulto, coleccionista de tornillos chinos, arandelas colombianas, y pernos veneciano, frecuentador de deshuesaderos de automóviles y cementerios de chatarras por el puro placer de dar vida a las cosas sin valor.
El nombre de Felguérez empieza a sonar hace varias décadas gracias a una producción artística surgida y mantenida mediante la pluralidad y la búsqueda del espacio y las relaciones entre las formas a través del dibujo y el volumen.
Tiene obra en los principales museos y colecciones públicas, dentro de su país y en el extranjero, Estados Unidos, India, Japón, Israel, Italia, España, Chile, Nicaragua, Argentina, etc.
Nacido el 12 de diciembre de 1928 en el municipio de Valparaíso, Estado de Zacatecas, cuando la violencia política ensombrecía el país, su obra es objeto de numerosas distinciones desde el año 1955, cuando fue primer premio de escultura en la Casa de México en París, Francia; en 1974 es nombrado miembro de número de la Academia de Artes, México, Distrito Federal; en 1975 investigador huésped de la Universidad de Harvard; becado por la Fundación Guggenheim; ganador del Gran Premio de Honor en la 13ª Bienal de San Pablo, Brasil; en 1988 le es concedido el Premio Nacional de Artes, por una labor de cuatro décadas en las artes plásticas.
Con el tiempo Felguérez cada vez se interesa menos en la producción de cuadros y esculturas para las galerías y busca la manera de insertar su arte en el espacio público, en fábricas, cines, escuelas, teatros, piscinas. Su ambición era inventar un nuevo espacio, para nada repetir las experiencias del arte ideológico y menos aún decorar paredes públicas.
Mientras esto escribía, recibo un mail de amigos mexicanos con una triste noticia: Manuel Felguérez había fallecido el 8 de junio del 2020 a la edad de 91 años, víctima del Covid-19. Si bien había podido hacer realidad su sueño de crear el Museo de Arte Abstracto de Zacatecas, no había podido cumplir otro, el de festejar sus 100 años con una exhibición en el Museo de Arte Moderno en Nueva York.
Todavía no lo puedo creer. Cierro los ojos y los veo a Meche y Manuel en esa casa tan hermosa, sensibles al placer de las relaciones humanas y la satisfacción de los objetos bellos, habitantes de un barrio en el que los vecinos son también buena gente, cuidándose entre sí después de tantos años de vivir pared por medio, confesándole a la señora Teresa del Conde que no creía…
“en la universalidad del arte, pues el arte corresponde a los criterios de un grupo social: basta que se cumpla sus fines en un grupo de enterados para que tenga alguna validez. Piensa que no existe ningún artista que pretenda ser avalado por todos los pueblos en todos los tiempos. A fin de cuentas no tiene inconveniente en lanza la siguiente afirmación: al artista sólo le importa él mismo por lo que respecta a su quehacer. En los momentos en los que está involucrado con la creación no le importa lo que se encuentra a su alrededor ni lo que está sucediendo en el siglo. Ni los aconteceres de las galerías en el mundo. Eso de ninguna manera quiere decir que el recuerdo no cuente. El peso del recuerdo corresponde exactamente al proceso de humanización. Sin los recuerdos no existes, no eres.
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A pesar de ello, cuando el artista está ante su propia producción, y más hoy en día, entiende bien que las pinturas, esculturas, etc., son objetos, igual que cualquier otra mercancía. Y si estás en la competencia del mercado y no logras entrar a las grandes firmas, puede ser que te sientas mal, si es que tu finalidad o tu meta era esa.
Pero, en realidad, quien pretende hacer arte enfrenta un problema mucho más difícil porque lo que está jugando es su vida.
En principio, el artista es un elitista; es alguien que está tratando de resolver un problema propio y tiene la pretensión de comunicar su resolución a unos cuantos; su alegría y su dolor están en esa pequeña o gran lucha. Todos los demás fenómenos son ajenos al proceso de creación, aunque algunos creadores, quiéranlo o no, tienen que involucrarse con fenómenos ajenos a la creatividad que en conjunto conforman un proceso. Tal proceso es doloroso porque implica la incursión de hechos y objetos intrascendentes y contradictorios.”