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Carta abierta a Jonatan Viale: odiAR

Nuestro peculiar ‘odio argentino’ es muy reciente en la historia universal, pero solo porque antes no existíamos. No nos pertenece el derecho de autor, puesto que no lo inventamos, apenas lo perfeccionamos.

Jonatan Viale
Jonatan Viale | Pablo Cuarterolo

Estimado Jonatan:

Su podcast ‘Una máquina de odiar’, sobre el odio que nos identifica a los argentinos como el café a los colombianos y la relojería a los suizos, me pareció estupendo; sin embargo, como periodista más viejo –solo tengo tres años menos que su padre–, me permito corregirle un desliz que, supongo, se enlaza con su envidiable juventud.

Nadie en su sano juicio, o sea nadie ajeno a la argentinidad, puede negar que vivimos en un país donde el odio tiene más territorio cultivado que la soja y desde tiempos anteriores a los que el trigo nos identificaba en el mundo tanto como la carne bovina. Al resaltar ese ‘nuestrodio’, usted da en el blanco con la precisión del marplatense Carlos Díaz Sáenz Valiente (campeón del mundo en tiro, con récord, en 1947, curiosamente la misma semana en que nacía su papá Mauro). Pero usted cree que ese odio fundamentalista es contemporáneo por aquí, más precisamente que lo parió el incalificable Luis D’Elia en una entrevista radial dada al fallecido Fernando Peña, audio que usted reproduce en su bien editado video.

No, Jonatan, no es así. No cometa el pecado de juventud de su particular generación, de creer que todo comenzó cuando se popularizó internet. El mundo es más antiguo, incluso mucho más que los dos mil años que el catolicismo clavó a partir del calendario gregoriano. Y el odio, como la inquina, el detestar y la abominación, la procacidad, el maldecir y la reprobación violenta sin argumento, también son más viejos que matusalén, aunque no den signos de senilidad.

Es verídico que nuestro peculiar ‘odio argentino’ es muy reciente en la historia universal, pero solo porque antes no existíamos; así, no nos pertenece el derecho de autor, puesto que no lo inventamos, apenas lo perfeccionamos, ampliamos y extremamos, como hicimos con el tango, aunque a este le dimos nombre propio. También no diría que somos sus nuevos propietarios pero sí sus principales accionistas.

Desde que la Argentina es tal, el odio es como la corriente del río Paraná, nos atravesó siempre y nos bañó tantas veces que vivimos empapados de él; en cualquiera de sus muchas y diabólicas formas y versiones: aborrecimiento, desprecio, insulto, tirria, ojeriza, encono...

Su indignada y oportuna columna surge a partir de la quema de libros de la ensayista Beatriz Sarlo, en una librería de Liniers. Una respuesta violenta y peligrosa a la intelectual que habitualmente quiebra una regla de oro criolla, la de expresarse por impulso emocional y adopta una cláusula olvidada en estas pampas, la del pensamiento racional, pero... días atrás, en un tema que hoy sensibiliza a todos, usó una metáfora desafortunada como ella misma expresó al disculparse. “Me ofrecieron la vacuna por debajo de la mesa”, había dicho al explicar su rechazo a una invitación oficial para vacunarse, en una campaña del gobierno, antes que el resto de la población.

El dicho de Sarlo no fue apropiado, pero tampoco para que tomase la dimensión que alcanzó en un país en el que, cuanto más se sube, más se resuelve debajo de la mesa. ¿Quemar sus libros? Por la condenable fogata, usted censura a ese discípulo de D’Elia, quién más que un simple librero de Liniers es otro anónimo minero de la grieta, y compara el hecho con la quema de libros que tanto caracterizó al nacismo. Bien parangonado, claro, pero a los menos ilustrados, los que solo se informan por imagen, les hace creer que fue Hitler quien comenzó con esas hogueras, los lleva a suponer que las importamos desde una Alemania que hoy nos avergüenza doblemente, por lo que fue cuando nosotros ‘éramos’ y por lo que es ahora que nosotros ‘no somos’. Y no es así.

Grupos de odio en Argentina

Si bien aquella triste jornada del 10 de mayo de 1933, en la Bebelplatz de Berlín, fue paradigmática, el Führer tampoco inventó esa práctica. Existe desde que el papel aceptó tinta para palabrear en él. Los Papiros de Ipuur, en el Egipto de 2175 años antes de Cristo, fueron los primeros que ardieron. En la Alejandría del emperador Diocleciano, en el año 212, era un hábito común, como lo fue en Oriente, en la China de Qin Shi Huang, alrededor del año 212 a.C. Quemar escritos que irritan, parece algo común en la historia del mundo y de la humanidad.

Nosotros, aquí, en la siempre exaltada Argentina, después que así la llamamos y tras replegar los ñandúes a la Patagonia, copiamos a chinos, egipcios y alejandrinos antes que los repitiera Hitler y que el librero de Liniers mereciese su atención, Jonatan. Aunque hubo algunos menos notorios en el siglo XIX, están registradas por lo menos tres ocasiones más recientes con quemas en proporciones mayúsculas: en la amañada democracia de 1919 y en las dictaduras de 1943 y 1976. A todos estos casos no los motivó un resbalón de Beatríz Sarlo, sino el falso temor de un masivo desembarque ideológico bolchevique; por ello se prendieron fuego supuestos libros comunistas y otros impresos, en general judíos, que no les gustaban a sus cómplices eclesiásticos, herederos del gen inquisidor de Tomás de Torquemada.

Ocurrió muchas veces, sí, pero la que más indigna entre todas ellas, quizá, sea la que usó los fósforos de Hipólito Yrigoyen, en 1919, cuando el pogromo de la llamada Semana Trágica. Si bien todo comenzó con protestos de operarios hartos de ser explotados, terminó con la muerte de centenas de obreros y judíos, entre ellos niños y ancianos. Y más que eso, con el abuso sexual de incontables mujeres judías, con la persecución de todos los judíos y comunistas y con la quema de todos los libros de todas las bibliotecas judías de la Capital Federal. Barrios como Once y Villa Crespo fueron arrasados por la policía, el ejército y las milicias de Irigoyen una década antes que la SS y la Gestapo comenzaran a contar sus víctimas.

En aquel tórrido enero de 1919, los comandos del entonces antisemita y gobernante partido Radical, con la fingida excusa de que los huelguistas querían instaurar la República del Soviet en Argentina, cometieron torturas, salvajismos y atrocidades a mansalva y sin punición. Todo ello, mientras Hipólito Irigoyen los dejaba hacer esperando el inicio del año lectivo para acosar a sus alumnas, como lo denunció la intachable Alicia Moreau de Justo. Las bibliotecas judías Avangard y Poale Sion, de la porteña calle Ecuador, guardaban tesoros que nunca consiguieron reponerse. Todo tan humillante como que este es el único pogromo que la historia latinoamericana registra. No hubo otro en ningún otro país abajo del rio Bravo...

Qué dice la carta documento que Axel Kicillof le mandó a Beatriz Sarlo

Usted, Jonatan, por su sangre judía, no puede ignorar este capítulo que los ‘radichas’ supieron borrar con maestría de falsificador al punto de convertir un genocida como Irigoyen en prócer y, en consecuencia, tampoco puede creer y transmitir que los ‘K’ son los más malos de la historia o que el gobierno de Macri fue el peor de todos. Ambos no merecen los votos que tuvieron y tienen, pero usted, politólogo y comunicador, no puede convencerse de que el problema es la ‘grieta’ actual. No, ahora es grieta, pero antes era ‘grieteta’, que es grieta con teta, porque siempre nos separaron para mamar de una ubre que daba mucha leche. Hoy maman de lo que nos presta el FMI y del odio público, antes de lo que era nuestro y de un odio más subterráneo. El apocalipsis no es una modernidad.

Sin derivarnos en otras ramas de este árbol argentino, que necesita ser podado moral y racionalmente de una vez por todas, aproveche su fama y talento para unir partes y no para mantenerlas separadas. Omitiendo la verdad histórica se tergiversa la actualidad, así como circunscribir todo a la actualidad amputa la historia, impidiendo que se entienda el proceso como un todo. No induzca a la gente a creer que antes nos amábamos tanto y ahora no nos queremos nada. No. Antes éramos mejores en muchos otros aspectos, pero en odiarnos entre nosotros, siempre fuimos parecidos. Se notaba menos porque no existían las redes sociales ni un periodismo tan comprometido con sus propios intereses, ajenos a la objetividad, como sucede en los últimos tiempos.

Comunicadores como usted, que imagino libre e independiente, en vez de darle micrófono a los que apedrean, usen su fuerza de divulgación para pedir justicia histórica, que Hipólito Irigoyen no le dé nombre a ninguna calle o plaza de la república. Para retirarlo de la memoria y de la historia, como se apartó a Isabelita Perón o a Jorge Rafael Videla, que no tienen avenidas ni monumentos recordándolos. Corregir las líneas torcidas del ayer puede ser un primer paso para enderezar el hoy y, tal vez, para que los muchos libreros de Liniers que pululan por ahí, entiendan que quemar libros no es el camino a transitar (leerlos es mejor).

Tampoco lo es gritarles a los jueces como les grita Cristina, ni dejar los cofres vacíos como dejaron los amigos de Mauricio. Nadie tiene autocrítica, ni los unos ni los otros. Ni la prensa. Macri, en vez de comprar papel higiénico para limpiarse de lo que hizo, lo usa para imprimir un libro donde contará mentiras, como si en todo quisiese emular a los devastadores anteriores que también son los posteriores en el curioso círculo vicioso vernáculo. El ojo por ojo y diente por diente solo alimenta la fiesta mediática.

La prensa es la tercera pata del odio nacional. No ayuda a apagar el fuego; cuando dice hacerlo, de sus mangueras no sale agua sino gasolina. Los mensajes rara vez son imparciales, en general manifiestan rechazo, aversión y rencor, solo se reproducen los linchamientos y se pregunta con cizaña. Hay animosidad y fobia, al punto de militar con orgullo –vehículos y periodistas– en vez de avergonzarse. Los Fernández y los ‘K’ o Macri y sus ‘Cardenales’, poco serían y nada significarían si el periodismo no los usara, para vender con el odio que ambos lados reproducen como conejos alzados.

Biblioteca del odio

Aunque aumentado, es el mismo odio que heredamos de quienes nos independizaron, aquellos que lo expresaban contra quienes nos colonizaron, en definitiva ellos mismos, porque los indígenas no estaban en Plaza de Mayo ni los pueblos originarios fueron convidados al Congreso de Tucumán. Nos independizamos con traidores, infieles y desleales vestidos de patriotas que, a su modo, nos enseñaron a odiar. Y después y ahora, todos nosotros, con banderas de colores opuestos y fanfarrias oficiales lo maduramos científicamente, pero a lo largo de la historia el reloj del odio siempre se detiene a la misma hora...

Desde entonces y hasta hoy, de toda la inmigración que recibimos, pudimos haber tomado la tenacidad vasca, la laboriosidad piamontesa y la intelectualidad judía, o la positividad polaca, el pensamiento griego y la convicción alemana; pudimos habernos contagiado de la profundidad rusa, de la valentía romana y de la filosofía hindú, o del respeto escandinavo, del civismo inglés y de la paciencia china; pudimos haber adoptado la paz suiza, la hospitalidad turca y la generosidad húngara, o la transparencia portuguesa, el nacionalismo francés y la caridad irlandesa; o simplemente pudimos apropiarnos de la alegría de las comunidades negras y de la ética japonesa, pero no, hicimos ‘la nuestra’. Escogimos el odio que es universal a todos los pueblos, lo sumamos en una rara alquimia matemática y obtuvimos el mayor índice de odio, entre iguales, que se conozca en tiempos de pandemia.

Pareciese que amaramos odiar. Por ello, Jonatan, quiero robarle un minuto más a usted y una frase al poeta ruso Fiódor Tiútchev, quién dijo de su país lo que puede parafrasearse aquí: “Argentina no se puede entender con la mente, en Argentina solo se puede creer”. Y ese es el problema del odio argentino, que es emocional, casi religioso, una cuestión de fe, peor aún, de fe ciega. Hasta que no prevalezca la razón, aunque sea para odiar con algún sentido lógico, seguiremos siendo un país paradójico, de pobres ricos y analfabetos letrados, de obreros universitarios y profesores huelguistas, donde solo se podrá aprender a hacer cine, asado, empanadas y a... odiAR, con destaque mayúsculo en nuestra abreviatura postal, en el AR final.

Le dejo mi abrazo con la esperanza de que olvide los libreros de D’Elia, luche sin violencia verbal para que Hipólito Irigoyen vaya al lugar que le corresponde en la tienda del olvido, no crea que Sarlo es una víctima nueva, ni que nuestro odio es contemporáneo. Todo es muy antiguo y si todavía existe y se perpetua es por nosotros. La historia es mayor que nuestras vidas, Jonatan. Y que el rating. No juzgue al paquete por el envoltorio, ábralo, encontrará más libros y más cenizas de las que la actualidad ofrece. Hágalo por todos nosotros, no por la abuela gritona ni por el niño malcriado...

Saludos a su padre.

 

(*) Ex director asociado del Diario Perfil, primera época.