Ayer llegué a París en el primer vuelo que hago desde el comienzo de la pandemia. El avión de Iberia iba vacío, con lo cual las medidas de seguridad fueron llevadas a rajatabla y se diría que estábamos más seguros que en un autobús urbano o el tren. Días antes de volar me hice, voluntariamente, un test PCR para no correr riesgos de sufrir una cuarentena o, peor, sacar de paseo mi posible COVID-19. Francia recomienda a sus ciudadanos no viajar a España; Alemania, desde ayer, ha sumado las pruebas PCR a quienes lleguen a sus aeropuertos desde Madrid y el País Vasco; Italia, también a última hora, ha extendido la medida a todo quien viaje desde España, Grecia, Malta y Croacia [1].
Un camarero, a media tarde, en una terraza de Saint-Sulpice, con un bochornoso 40º y poca gente alrededor, me explicaba que esto es como cuando se cae el sistema: al reiniciar se han perdido algunas aplicaciones, los turistas; otras se han dañado, como la educación y la asistencia en hospitales, y lo peor, el sistema rechaza sustitutos. No me pareció desafortunada su metáfora y más aún cuando la ciudad se encuentra vacía de buena parte de sus vecinos y una ausencia notable de visitas extranjeras. Aquí también reina la calma pero no se sabe si presagia alguna tormenta.
Los rebrotes de coronavirus que preocupan al mundo
En un largo artículo, Le Monde da cuenta de la nueva actitud de los franceses como respuesta a la crisis: el ahorro. Las tiendas están vacías pero las cuentas bancarias han comenzado a crecer y se calcula que durante el confinamiento se han acumulado unos 100.000 millones de euros. No es poco dinero y más si su origen es la ausencia de consumo. Pareciera que una vez terminada la cuarentena, que aquí fue el 11 de mayo, hubo un lógico impulso al consumo, totalmente detenido, pero, rápidamente se reprimió. Los franceses están preocupados. No creen en el futuro: esta es la aplicación, dañada, que omitió exponer el camarero en su tesis. El consumo representa la mitad del PIB y si no se activa todo irá a peor, con lo cual Francia está ante la parábola de los pilotos de Trampa 22 de Joseph Heller: para volar, hay que estar loco y para evitarlo, hay que declararse insano pero al hacerlo, te obligan a volar porque ningún enajenado mental es consciente de su patología. Dicho de otro modo, hemos perdido las gafas y sin ellas no es sencillo encontrar donde las dejamos.
Sin embargo, resulta curiosa la actitud de los franceses que siempre exhiben un nivel de resistencia superior al resto de sus vecinos europeos; ante cualquier circunstancia. Sin duda, una de las claves es 1789 y a pesar de que Emmanuel Macron no es un fervoroso seguidor de esa línea republicana (desprecia la política) debe volver una y otra vez al republicanismo extremo para encarrillar su proyecto. La última vez ocurrió con el conflicto de los "chalecos amarillos". En un punto de máxima tensión, el problema solo se podía resolver por el absurdo ya que la negociación era inviable. Por un lado, los contestatarios sin líder, ya que los "chalecos amarillos" se rigen por un asambleismo radical. Por el otro, un líder sin partido ni estructura partidaria: Macron tiene una mayoría en la Asamblea Nacional compuesta por empresarios y numerosos CEO. ¿Les suena? Los reflejos del presidente se manifestaron primero, en rápidas concesiones (el camino simple) y una gira interminable por todo el país, municipio a municipio, en la que organizaba asambleas de vecinos para hablar de los problemas cotidianos (la solución compleja). Esto hizo la diferencia. Claro, además de su formación académica, fue a la ENA (Escuela Nacional de Administración), por la que pasan todos los franceses que aspiran a la gestión pública. No es lo mismo el ENA que el Cardenal Newman.
Diario de la peste | Una historia conocida
También en París, al igual que en Madrid, se ve en las mesas de las librerías, El mundo de ayer de Stefan Zweig. En la capital de España no se da todavía por perdido el futuro como aquí, pero la recuperación de esta lectura va por ese camino. Cuenta Zweig en sus memorias, publicadas después de su suicidio, que el mundo de su generación, una que crecía a finales del XIX y los años iniciales del siguiente siglo en Viena, no existía la posibilidad de quedarse fuera de juego como le ocurrió a las generaciones anteriores: "Debido a nuestra nueva organización de la simultaneidad, vivíamos siempre incluidos en el tiempo". La seguridad la daban las novedades tecnológicas y científicas reveladas todas al mismo tiempo: el avión, las nuevas comunicaciones, la desintegración del átomo, las medicinas… El idealismo liberal del XIX, "nos llevaba por el camino recto e infalible hacia el mejor de los mundos".
Después, es sabido, todo cambió. Zweig habla de los puentes rotos entre el presente y el ayer, incluso, el "anteayer". No hay futuro en este libro de memorias (alguien dirá que es un oximoron). Los franceses comienzan a dudar del suyo.
MR/FeL/FF