Las crisis económicas en el mundo afectan a toda la sociedad, siendo los sectores más vulnerables los más expuestos a las dificultades. Argentina no es la excepción, y mucho menos en lo que respecta a la salud mental. Las crisis económicas y sociales que interpelan nuestro país de manera reiterada tienen un impacto directo en este aspecto de la población.
Una crisis significativa a la que podemos aludir es la del 2001, en la cual la pérdida de empleo y ahorros, la incertidumbre y la falta de respuestas concretas por parte del Estado provocaron estragos en la salud mental, habiéndose incrementado los casos de depresión y ansiedad durante y posterior a esta crisis. También se registró un aumento en los casos de estrés postraumático, especialmente entre aquellos que perdieron sus ahorros y empleos.
Otro alarmante indicador fue la tasa de suicidios. Según el Ministerio de Salud de Argentina, esta aumentó en un 18% en 2002, en comparación con los años anteriores. Este incremento fue asociado a la desesperación y la sensación de falta de salida económica y social.
Salud mental en Argentina: ¿una ilusión?
Otro período de referencia es el de la pandemia del COVID-19, que, si bien estaba influenciado por otros factores como la incertidumbre frente al virus, la espera de vacunas o el aislamiento social, el aspecto económico jugó un rol fundamental. La actividad económica tuvo recesión debido a la prohibición de circulación y de determinadas actividades.
Gran cantidad de personas perdieron sus empleos o emprendimientos, a la vez que muchos perdieron familiares en circunstancias atípicas como la imposibilidad de realizar un ritual de despedida, como lo es un velatorio. Frente a este panorama, el saldo no fue positivo: el 46% de las personas manifestó niveles elevados de ansiedad y el 25% síntomas de depresión moderada a severa, mientras que el 70% experimentaron algún tipo de estrés relacionado con la pandemia.
Las consultas por problemas de salud mental aumentaron en un 40% en comparación con años anteriores"
Simultáneamente, hubo un notable incremento en la demanda de atención psicológica y psiquiátrica, tanto en el ámbito público como en el privado. Las consultas por problemas de salud mental aumentaron en un 40% en comparación con años anteriores.
Lo alarmante es que la pandemia ha culminado, pero los datos no han vuelto al estado previo. El riesgo de padecimiento de trastorno mental de la población general es del 9,4%, siendo éste más alto en la población de menor edad.
El 45,5% considera que está atravesando alguna crisis, siendo las preponderantes la vital y económica. Los más perjudicados son los jóvenes de estatus socioeconómicos menores, quienes además exponen la imposibilidad de acceder a tratamientos psicológicos.
Las causas subyacentes de esta situación son la falta de proyección a mediano y largo plazo, escasez de empleo, dificultades para sostener la formación académica, independizarse y tener acceso a una vivienda. En pocas palabras, autorrealizarse a partir de un proyecto de vida.
El argentino es un ser sufriente
Lo anteriormente expuesto nos permite inferir que, tal como ha ocurrido en otras crisis, los factores socioeconómicos tienen un impacto no solo en el desencadenamiento de las alteraciones de la salud mental, sino en el abordaje de las mismas, ya que muchas personas no cuentan con los recursos económicos para afrontar un tratamiento acorde ni con coberturas médicas que se lo faciliten.
Mientras tanto, en épocas de diásporas de sentido, en las que el individualismo y la indiferencia tienden a predominar como modelo cultural, social y político, el desasosiego y la falta de respuestas por parte de las instituciones del Estado conducen a las personas a una profunda incertidumbre.
Sumado a ello, la polarización e irritabilidad social que deviene del plano político ha profundizado la tan mencionada grieta, incluso al punto de quebrar vínculos, arrojándonos a un estado de mayor disgregación, soledad e individualidad.
Naturalmente, estos aspectos generan un impacto en la salud mental: en los vínculos interpersonales, en la manera de relacionarnos, en la propagación de la agresividad como modo imperante, en la falta de confianza hacia el prójimo, que en ocasiones puede ser visto como un enemigo por lo que elige o piensa.
Será nuestra tarea, como ciudadanos, comenzar a poner en agenda esta problemática tan postergada para que los gobiernos comprendan que el fortalecimiento de la promoción y tratamiento de la salud mental supone una inversión de gran valor social, comunitario y, sobre todo, de salud general poblacional, dado que no hay salud sin salud mental.