En la jerga de las crisis, el actual gobierno padece, al menos, dos crisis marcadas. Una “crisis de decepción de gestión” cuyo motor es la incongruencia, la falta de comunicación clara, las acciones que subestiman la gravedad de la situación, la negación de escenarios complejos, o el emplazar una falsa imagen con altas expectativas que se disocia de la realidad.
La dinámica característica de estas crisis es que se juegan en el terreno de la falta moral o el descontento. Hechos incongruentes con las promesas aparecen en las respuestas (me mintieron); hechos incongruentes con el estilo (no esperaba eso –lo atípico– o son todos iguales –como típico–).
Pero también tiene un componente de “crisis de mala gestión”, casi siempre originadas en principios de gestión violados (o no anunciados lo suficiente que se perciben inadecuados luego), tales como no ejecutar procedimientos de cara a cumplir objetivos o de acciones correctivas no tomadas a tiempo. La dinámica característica que distingue a estas crisis es que se pierde el control, no hay jerarquía respetada y desaparece el feedback con quienes se sienten afectados.
Y encima, no en su tipología, pero sí en su intensidad, hay síntomas evidentes de estar en una fase aguda de la crisis. Dejenmé describir: aparecen interlocutores reales o autoproclamados a cada rato; el máximo poder reacciona recurrentemente frente a rumores; hay más noticas vía off the record que on the record; concentración temática desmedida (siempre se habla de lo mismo incluso a lo largo de meses); los debates siempre caen en pocas carteras del Gobierno; los duelos simbólicos de estilos se tornan exagerados; la negación de la gravedad de la situación (la responsabilidad “no es del todo mía”); yuxtaposición de mensajes que reflejan discordancias en el Gobierno; exceso de medidas de corto plazo; y una variación constante de estrategias y alteraciones de las medidas tomadas a medida que la crisis avanza.
Entonces se hacen frecuentes los anuncios que no se ejecutan, los anuncios que ya se hicieron o los anuncios que, de tan saraza, no debieran ser anuncios. Y deja aflorar la tentación recurrente de relanzar al Gobierno a cada rato sostenido en un modo macrista de exigir cómo debe ser el escrutinio público: “juzguenmé a partir de ahora”.
En un famoso libro –todavía no escrito pero que quizás se escriba– se diría que, en política, cuando el juego es de 1 enfrentando a 3, es bien difícil salir de esa asimetría en términos de gobernabilidad. Para colmo, citando al gran pensador alemán Otto Kirchheimer, si diferenciáramos a la oposición entre su modo “clásico” (quién no está en el gobierno se opone y ofrece alternativas a las políticas seguidas por el gobierno, mientras sigue reconociendo al mismo tiempo el derecho de ese gobierno a gobernar) y su modo de “oposición de principio” (quienes se oponen al gobierno objetan no sólo al gobierno y sus políticas, sino su legitimidad), la mayoría de los espacios políticos del país se posa en esta segunda categoría.
Pero aparece una novedad: ya no sólo están en esta categoría el espacio libertario y parte de Juntos por el Cambio, sino que ahora es el propio kirchnerismo como fuerza dominante del Frente de Todos que, lejos de debatir, acorrala al Gobierno y lo horada todos los días un poco más.
Las declaraciones radiales de Andrés Larroque, secretario general de La Cámpora fueron elocuentes: “… el Gobierno es nuestro... Nosotros constituimos esta fuerza política, lo convocamos a Alberto y ganamos las elecciones. La intención de voto mayoritaria es a Cristina… pretenden aprovecharse de este gesto magnánimo” (en referencia a la nominación de CFK a Alberto Fernández).
El kirchnerismo está practicando freestyle libre en la modalidad todos contra todos.
El uso de la palabra “nuestro” representa una expresión claramente patrimonialista que unifica o confunde lo público con lo privado. El patrimonialismo produce, como desvirtuación principal, fuertes oligarquías en el poder que se creen propietarias de él.
Por otro lado, de sus palabras se entiende que la nominación, como acto de selección de candidaturas, se torna más importante que el voto ciudadano. La legitimidad de origen pasa así ser un mecanismo interno antes que la propia votación ciudadana en elección general. Y encima, presupone que una intención de voto (un instrumento de medición) importa más que el voto cuando habla que los votos son de CFK.
Y es mucho más que un detalle el uso de la expresión “magnánima” (grandeza de espíritu), como un gesto de mitificación exagerada y peligrosa para liderazgos democráticos en vida que simplemente especulan y generan estrategias utilitarias en base a ello.
Ni siquiera analizaré el uso de la primera persona del plural o su rol institucional o partidario porque, aunque importantes, son hechos ciertamente secundarios frente a la desvirtuación democrática que generan sus palabras.
“Pelea no es”, dijo CFK. “Debate sí, pelea no hay”, profundizó luego. Y la verdad que es discutible esa resignificación tardía de la idea de pelea. Un debate, un debate democrático, se da con reglas. Adentro de un formato de lo posible y, sobre todo, acordado que garantice la argumentación de las partes. Si el castigo cotidiano a la figura presidencial, si el acorralamiento y pedido “amartillante” de renuncia de ministros, si la presentación de proyectos de ley sorpresivos que condicionan al ejecutivo son la constante, más que debate el kirchnerismo está practicando freestyle libre en la modalidad todos contra todos.
Pensar la dinámica actual en el país es, en parte, ver lo que sucede en la región. Los sistemas de partidos mutan hacia formatos multipartidarios. Baste ver lo sucedido en las últimas elecciones en Costa Rica, Perú o Chile. Encima, ganó alguien inesperado y que no respondía a partidos políticos tradicionales o consolidados. Estas “oposiciones de principio” están leyendo ese escenario. Cada quien puja por más y más radicalización. Cada quien juega tácticamente y el desafío a las autoridades actuales suele tener prioridad sobre el logro de cualquier objetivo a largo plazo. Por ahora, un gobierno con un rumbo rechazado por más del 80% ofrece serias garantías para un buen entrenamiento pugilístico.
Pero a la corta y a la larga, el resultado de esto tiene un nombre sociológico y se llama tribalización. Este fenómeno, en parte, fue despojado de la gravedad de sus efectos políticos y pasó a describir agrupaciones sociales de intereses sin que hubiese nada malo en ello. Y de hecho no lo hay. Sin embargo, la noción del tribalismo en política incentiva la autocelebración como práctica que prima por sobre la aceptación social.
El tribalismo es el festejo interno que da identidad a un espacio. Es la pura diferenciación. Es la generación de normas de consenso interno que, a más diferenciadas de las mayorías externas, más aplauso genera. Ese consenso interno casi siempre se logra en la oposición a normas del consenso social. Origina cualquier cosa menos consenso.
Cuando aparecen fenómenos de tribalización en proporciones exageradamente altas, la polarización afectiva partidista hace que sea muy difícil desenredar el hilo y afirmar si el “amor al grupo” es mayor al “odio fuera del grupo”.
Así, las “oposiciones de principio”, se preparan para una puja electoral larguísima, intensa, violenta y políticamente incorrecta que amenaza con hacer mutar a Argentina hacia un sistema multipartidista donde, si todo cuesta más por una inflación que no cesa, el consenso político y social se vuelve aún más caro todavía. Y el Gobierno sólo sobrevive en crisis.
*Director de la Maestría en Comunicación Política de la Escuela de Posgrados en Comunicación de la Universidad Austral. Coautor del libro La Política del Riesgo, de flamante aparición.