Tarde o temprano, lo queramos o no, lo deseemos o no, lo imploremos o no, el poderoso proyecto transhumanista contemporáneo termina siempre por revelar su verdadera naturaleza: es la culminación del tecnocapitalismo tardío, y aun del tecnofeudalismo, aplicado a la existencia misma. Si el cuerpo es obsoleto, y así nos aseguran eso, podemos venderle al sujeto su actualización infinita, es decir, la inmortalidad como “suscripción premium”.
Al respecto, Byung-Chul Han no deja de advertirlo, y cada vez de manera más enfática y urgente: hemos pasado del “deber ser” disciplinario al “poder ser” ilimitado, y esta supuesta liberación es la forma más sofisticada de autoexplotación. Nos convertimos en empresarios de nosotros mismos, donde el “yo” es un proyecto permanentemente inacabado, frágil, imperfecto, defectuoso, mejorable, y para el que el cuerpo natural se vuelve así la última frontera del mercado: el yacimiento virgen que faltaba por colonizar y rentabilizar.
Así, y como consecuencia tan lógica como esperable de esta nueva y disruptiva sensibilidad de la época, la carne se ha vuelto escandalosa. Transpiro, toso, orino…, ergo estorbo, molesto. Envejecemos, enfermamos, morimos: el cuerpo es la prueba irrefutable de nuestro fracaso como proyecto nacido ya en los albores de la Modernidad, y como una terrible decepción cósmica que no cesa.
En la “sociedad del rendimiento”, que describe nuevamente Han casi a lo largo de toda su extensa y aun así reciente obra (33 títulos), incluso el descanso físico se percibe como improductivo y estéril. El cuerpo que duerme, que se cansa, que necesita, es un cuerpo que resta. La digitalización promete liberarnos de esa servidumbre biológica: algoritmos infinitos, avatares sin fatiga, conciencias transferibles, existencias sin caducidad.
Hace nada más y nada menos que tres décadas, en los años 90 del siglo XX, ya el pensador francés Gilles Lipovetsky había diagnosticado con precisión quirúrgica el “hiperindividualismo” como marco cultural, político, social, cultural y educativo que convierte todo en objeto de consumo y personalización. Pues bien, ahora el cuerpo mismo “hiperindividualista es el último producto/reducto para “customizar”, actualizar, hackear. Sin embargo, bajo esta aparentemente inocua obsesión perfeccionista late algo mucho más oscuro, y que no siempre somos capaces de tan siquiera vislumbrar: el desprecio por lo vulnerable, lo finito, lo mortal. Como advirtió Bauman sobre la “modernidad líquida”, todo lo sólido –y el cuerpo es lo más sólido que tenemos– debe derretirse, desvanecerse en la nada.
Esta hostilidad hacia la carne es, en el fondo, hostilidad hacia lo humano. Porque ser humano es precisamente eso: habitar un cuerpo frágil, sentir hambre y deseo, cicatrizar heridas, envejecer. Lévinas nos recordó que la ética nace del rostro del Otro, de su vulnerabilidad física que nos interpela. Borrar el cuerpo es borrar al otro, y con él, toda posibilidad de encuentro genuino. De este modo, el proyecto transhumanista revela su verdadera naturaleza: es la culminación de ese tecnocapitalismo tardío al que se hizo sobrada referencia, pero aplicado ahora a la existencia misma.
Sin embargo, hay esperanza. Han habla en El espíritu de la esperanza de recuperar la dimensión festiva de la existencia, el asombro ante lo dado. Quizá la resistencia más radical sea precisamente celebrar el cuerpo: sus ritmos lentos, sus limitaciones fecundas, su capacidad de goce y dolor, por lo que precisamos con una profunda humildad aceptar que la mortalidad no es una mera y vulgar anomalía sistémica, el desorden vital por anotomasia, la entropía perfecta, el caos irredimile, sino la condición de sentido de nuestra existencia.
El cuerpo no es obsoleto: es el único lugar donde podemos estar vivos. Y estar vivo –verdaderamente vivo– es abrazar lo imperfecto, lo perecedero, lo vulnerable. Es bailar bajo la lluvia con estas piernas que un día no caminarán, es sentir con esta piel que se arruga, es amar con este corazón que algún día dejará de latir y todo ello porque, en el fondo más profundo del alma, sabemos, o al menos intuimos, pero con espíritu de volcán incandescente, que la verdadera revolución no está en transcender la carne, sino en habitarla con gratitud, paciencia, solicitud y el más entrañable de los cuidados.
*Profesor de Ética de la Comunicación de la Escuela de Posgrados en Comunicación de la Universidad Austral.