La discusión en torno a la Ley de Glaciares vuelve al centro del debate público argentino. En general, estas discusiones se plantean como una tensión binaria: ambiente versus desarrollo, Nación versus provincias, prohibición versus habilitación. Sin embargo, el verdadero nudo del problema es otro: la debilidad del federalismo ambiental en su dimensión de gestión.
La pretensión de modificar la Ley de Glaciares no es una actualización técnica sino un retroceso grave y estratégico: busca debilitar la protección de glaciares y del ambiente periglaciar –las verdaderas reservas ocultas de agua dulce– en el peor momento posible, cuando el país atraviesa estrés hídrico, sequías crecientes y retroceso acelerado de hielos. Al reducir la protección solo a funciones hídricas “comprobadas” y habilitar actividades extractivas bajo criterios difusos, se ignora la evidencia científica sobre su rol climático, ecológico y regulador, se viola el principio de no regresión ambiental y se pone en riesgo el abastecimiento de agua para millones de personas y economías regionales. No se trata de desarrollo versus ambiente: sin agua no hay desarrollo posible. Recortar esta ley es confundir progreso con depredación, comprometer la soberanía hídrica y sacrificar el futuro nacional por beneficios particulares de corto plazo. Defender los glaciares no es ideología ni obstáculo productivo, sino una decisión de supervivencia, de sentido común y de responsabilidad histórica. Con el agua no se negocia.
La Constitución Nacional, tras la reforma de 1994, diseñó un esquema sofisticado y razonable. Reconoció el derecho a un ambiente sano y estableció que la Nación debe fijar presupuestos mínimos de protección ambiental, mientras que las provincias conservan el dominio originario de los recursos naturales. No se trata de un modelo centralista ni confederal, sino de un federalismo cooperativo, basado en la concurrencia de competencias y en la coordinación interjurisdiccional.
El problema es que, a más de treinta años, ese modelo funciona mal en la práctica.
Tanto la Ley de Glaciares como la Ley de Bosques expresan consensos ambientales relevantes. Nadie en su sano juicio discute la necesidad de proteger glaciares, ambientes periglaciares o bosques nativos. Lo que sí genera conflicto es cómo se implementan esas leyes en un país federal, con enormes asimetrías territoriales, productivas e institucionales.
Los problemas son conocidos, recurrentes y estructurales: déficit de capacidades estatales que limitan inventarios, monitoreo, evaluación y control; procedimientos fragmentados que analizan los impactos por jurisdicción y no por sistemas ecológicos (que trascienden jurisdicciones administrativas); ausencia de instancias técnicas de coordinación con criterios y metodologías comunes; y una creciente conflictividad y judicialización que suple, muchas veces, la falta de decisiones administrativas sólidas y oportunas.
En este contexto, cada intento de revisión normativa, en lugar de fortalecer el sistema, suele profundizar la desconfianza entre Nación y provincias, y entre Estado, sector productivo y sociedad civil.
Cuando las normas ambientales se aplican sin coordinación efectiva, emerge un riesgo preocupante: el confederalismo ambiental de hecho. Cada provincia actúa como si fuera soberana plena en materia ambiental, incluso cuando los impactos trascienden su territorio. Esto genera externalización de impactos ambientales a otras jurisdicciones, inconsistencias regulatorias que afectan inversiones y protección ambiental por igual, debilitamiento de los presupuestos mínimos nacionales y deriva en una mayor conflictividad social y judicial.
Este deslizamiento no solo contradice el espíritu constitucional, sino que debilita la protección ambiental real. El ambiente –los glaciares, los bosques, el agua– no reconoce límites administrativos.
Fortalecer el federalismo ambiental exige desplazar el foco de la derogación o “flexibilización” coyuntural de leyes hacia una mejora real de su implementación. Esto implica armonizar procedimientos ambientales con estándares mínimos comunes, crear instancias técnicas interjurisdiccionales para ecosistemas críticos (Hidrovía, cuencas hídricas, entre otros), invertir sostenidamente en capacidades estatales, jerarquizar los espacios federales de coordinación como el Consejo Federal de Medio Ambiente (Cofema) y garantizar transparencia y participación temprana, reduciendo la conflictividad y la judicialización.
Lo conveniente es dar una necesaria discusión de fondo. El problema central no es el marco legal sino el déficit de gobernanza ambiental federal. Glaciares y bosques son apenas la punta del iceberg de un problema más profundo que consiste en cómo articular desarrollo, ambiente y federalismo en un contexto de crisis climática, pérdida de biodiversidad y creciente presión sobre los recursos naturales.
El desafío no es elegir entre Nación o provincias, ni entre ambiente o producción. El verdadero desafío es construir un federalismo ambiental maduro, basado en capacidades, coordinación y reglas claras que permitan a nuestro país hacer frente a los desafíos y aprovechar las oportunidades de un mundo que demanda lo que tenemos. Sin eso, cualquier debate legislativo corre el riesgo de ser estéril, o peor aún, de debilitar aquello que pretende proteger.
*Exsecretario de Cambio Climático, Desarrollo Sostenible e Innovación de la Nación. Docente Unsam.