OPINIóN
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Estadista y criminal

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On/Off | Pablo Temes

“Los gobernantes rusos más exitosos fueron siempre aquellos en los que se combinaban cualidades de criminales y estadistas”, escribió en su jugosa autobiografía Operaciones especiales el general Pavel Sudoplatov. El célebre espía soviético, el mismo que entre sus grandes aportes a la Revolución organizó el asesinato de León Trotski en México, conocía en profundidad la casta dirigente de su país y pudo, sobre el final de su vida, definir en pocas palabras dónde radicaban las razones del éxito de masas para un político. Sudoplatov murió en 1996 y no llegó a conocer a Vladimir Putin, quien asomó al poder recién en 1999. Sin embargo, no hay que ser muy audaz para sostener que, de haberlo conocido, el gran jefe de inteligencia habría confirmado su singular teoría del liderazgo ruso.

Hay dos análisis principales acerca de cómo fue la llegada de Vladimir Putin al poder máximo en Rusia. Uno sostiene que fue pavimentando ese camino con paciencia y capital político como vicealcalde y responsable comercial y de relaciones exteriores de San Petersburgo, su ciudad natal al comienzo del proceso de desovietización, y luego como director de los servicios secretos. El otro análisis pretende que más bien fue el buen trabajo de relaciones públicas con la familia de Boris Yeltsin lo que condujo a Putin, primero, al cargo de primer ministro y, luego, a candidato a presidente para suceder a un Yeltsin desgastado y derruido, un año después del colapso económico que dejó a Rusia de rodillas ante el mundo.

Ambas teorías pueden ser válidas. Incluso si el hombre hubiera sido sólo un pícaro en el lugar y el momento justo, habría que reconocerle que hizo valer esa picardía como ambición política superior: tener la voluntad de hacerse cargo de un país desmoralizado, desacreditado ante el mundo y con las arcas vacías no sólo requiere orgullo nacional sino una valentía y una ambición al borde de la desmesura.

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Lejos de cualquier imagen heroica, la aparición de Putin sorprendió porque su aspecto era el de un hombre gris. La designación de un hombre trivial y su falta de distinción respecto del resto de los ciudadanos coincidió con lo que ya se percibía como una suerte de nostalgia, un sentimiento que siguió al vacío provocado por el derrumbe de la URSS. En Putin se fusionaban las dosis ideales de carisma y burocracia que en poco tiempo le permitirían convertirse en un líder al estilo soviético.

Su relación laboral previa con los servicios de inteligencia y con las fuerzas de seguridad en general fueron de gran ayuda para lograr un poder omnímodo a través de presiones salvajes a los empresarios –los llamados “oligarcas”, beneficiarios de las privatizaciones amistosas de Yeltsin–, el férreo control de toda forma de crítica y protesta, la compra y la creación de medios, y las limitaciones a veces criminales de investigaciones de personas y organismos vinculados con los derechos humanos. “Sé que esto va a terminar mal”, llegó a decirle la periodista e investigadora Anna Politkovskaya a una amiga semanas antes de ser ejecutada por un sicario, un sábado de 2006, en el ascensor de su edificio moscovita.

“Sé que no voy a morir en mi cama”, vaticinó. Politkovskaya fue una crítica durísima del gobierno y de la figura de Putin básicamente por la actuación de las fuerzas militares en Chechenia y adquirió estatura de mártir luego de su asesinato. En medio de un clima de sospecha generalizada, Putin halló una poco sutil forma de descalificarla y despegarse del asesinato cuando dijo que Politkovskaya le hacía más daño muerta que viva. Esa práctica, la de minimizar la relevancia del asesinado, se repetiría años después con otra víctima: el conocido político opositor Boris Nemtsov, acribillado en un puente a pasos del Kremlin un viernes por la noche a fines de febrero de 2015. “No era un político popular”, le dijo entonces a la prensa su vocero, Dmitri Peskov, haciéndose eco del estilo inclemente de su jefe. Esa vez, sin embargo, Putin mandó enseguida sus condolencias a la madre del muerto.

 La sensibilidad no parece un atributo del estratega Putin, como pudo observarse tempranamente, durante el hundimiento del submarino Kursk en 2000 y durante las tomas de rehenes por parte de terroristas chechenos en el teatro Dubrovka de Moscú (2002) y la escuela de Beslán, en Osetia del Norte (2004), que costaron la vida de cientos de personas. No lo fue tampoco ante el escándalo por los abusos de sus hombres en contra de la población civil en las guerras en Chechenia ni ante los diferentes hechos criminales que en estos años se fueron llevando una a una las vidas de abogados, defensores de derechos humanos y políticos opositores.

(Me corrijo: la sensibilidad aparece como atributo en Putin cuando le acercan una mascota de cualquier especie. Ahí sí estalla toda su capacidad de amor y las fotos recorren el mundo.)

Sólo con estar detrás de las noticias se advierte que el trámite judicial que sigue a los crímenes de opositores en Rusia tiene un patrón: en primer lugar, rápidamente se encuentra al o los ejecutores, cuyas figuras, por lo general, coinciden con los motivos de la muerte que el gobierno esgrime desde un primer momento. La mayoría de las veces los acusados son hombres chechenos. Se suceden luego larguísimos e intrincados procesos judiciales, siempre amañados, turbios y desgastantes para los familiares de las víctimas y también para la prensa. Nunca se da con los autores intelectuales de esas muertes violentas.

El crimen organizado, las mafias, los asesinatos por encargo: todo eso se suele asociar con la Rusia postsoviética. Con la llegada de Putin al poder, y con la larga sucesión de crímenes brutales que pueden darse a pleno día y, en general, permanecen impunes, se fraguaron leyendas inquietantes sobre la figura del presidente ruso. (...)

Vladimir Putin gobierna desde hace veinte años el país más grande de la tierra, en donde las diferencias entre los ciento cuarenta y cinco millones de habitantes que lo pueblan son más que los once husos horarios con los que se rigen. Se trata de un país desafiante por donde se lo mire, que une dos mundos físicos y culturales: Oriente y Occidente. En él conviven cristianismo e islamismo y todavía –pese a la riqueza de la década de los años propicios para los precios de las materias primas– la expectativa de vida en los hombres es de 66,5 años y en las mujeres alcanza los 77. No hay otro país en el mundo en el que la brecha por género sea tan amplia, y esto se debe a que el alcohol hace estragos, las condiciones de vida en las regiones más extremas son casi perversas y la salud no parece una prioridad para el Estado. Un país difícil de domar que, sin embargo, Putin mantuvo bajo control sin fisuras a fuerza de autoridad y enorme carisma durante muchos años. Para ser precisos, durante los años en los que el gas y el petróleo sirvieron como fuerza de extorsión para que Occidente no pasara el límite de la retórica al cuestionar a Putin y las sanciones económicas sólo fueran parte de un arsenal discursivo.

Lo que no consiguió la modesta guerra de unos días con Georgia por las regiones de Abjazia y Osetia del Sur en 2008 lo consiguieron la anexión (“recuperación”, dicen los rusos) de Crimea en 2014 y la guerra en el este de Ucrania que le siguió: la imagen del líder volvió a crecer. Una curiosidad que vale la pena recordar: pocos meses antes de que se tensara la situación en Ucrania, Putin había irrumpido como inesperado adalid de la paz evitando la invasión en Siria que los Estados Unidos y sus aliados estaban dispuestos a lanzar en cualquier momento. Durante ese período, Putin, en modo zen on, ganó créditos reales y simbólicos inimaginables dejando al siempre relajado Barack Obama –por entonces presidente de los Estados Unidos– girando en falso con estampa guerrera. “Putin tiene ese instinto animal de los dictadores: huele la debilidad”, dijo sobre él Garri Kasparov, uno de sus más férreos opositores.

*Periodista y escritora.
Fragmento de su libro Los rusos de Putín.