Desde que comenzaron las movilizaciones en Estados Unidos como reacción a la muerte de George Floyd, la conflictividad aumentó dramáticamente. Hay toques de queda en 40 ciudades, la Guardia Nacional se activó en 23 estados y las fotos de militares patrullando las calles de la capital producen asombro. Las raíces del conflicto deben buscarse en elementos estructurales de la sociedad estadounidense, pero la estrategia del Presidente Trump aumentó la polarización, la inestabilidad y la violencia. Su decisión de mandar tropas a los focos de conflicto, sus mensajes agresivos o su decisión de reprimir una protesta pacífica enfrente de la Casa Blanca generaron más violencia. Todo esto empeorará la crisis política y económica que están viviendo los Estados Unidos.
Está claro que el racismo sistémico estadounidense es anterior a Trump: se remonta a fines del siglo XVIII. El país se construyó sobre un experimento institucional peculiar: la decisión de unir dos regiones claramente diferenciadas como el Norte liberal, capitalista y burgués y el Sur autoritario y esclavista con economía de explotación. Esto estuvo lejos de ser un mero detalle histórico: la convivencia entre el norte y el sur fue siempre delicada. El compromiso de Missouri de 1820, por ejemplo, estipulaba que por cada estado libre que se admitiera a la unión, se debía incluir uno esclavista para mantener el equilibrio político entre ambas zonas. Para las elites del norte la esclavitud primero (hasta 1865) y la segregación racial (hasta 1965) fueron el precio que había que pagar para mantener al país unido. Así, la cuestión de la raza se mantuvo como un el elemento clave y divisivo en la política estadounidense. Estudios sobre comportamiento legislativo en aquel país muestran que la cuestión racial es tan importante como el eje izquierda-derecha para explicar el comportamiento de los representantes.
El "combo explosivo" que estalló en Estados Unidos
A su vez, la pandemia mostró una vez más la profundidad de las desigualdades raciales. La pérdida de empleos récord es desproporcionadamente peor entre los afroamericanos respecto a su participación en la población. Esto agrega una inquietante capa de descontento al racismo sistémico.
A esta combinación desastrosa de racismo y crisis económica se suman las actitudes del Presidente que agravó ambas. Por un lado, su respuesta caótica y desordenada a la pandemia generó una crisis sanitaria que ya se cobró cien mil muertes, y que va por más. A su turno, su respuesta a la crisis racial escaló los niveles de violencia. Esto no es una sorpresa: el conflicto, la colisión y la furia son lenguajes naturales para Trump. Es un ámbito en el que se mueve como pez en el agua. Azuzar esas divisiones es parte de su genio político. Así llegó a la Casa Blanca, y así actuó desde que la ocupa, creando un clima hostil que le permite ocultar el caos de su administración.
Militares condecorados acusan a Trump de amenazar la democracia en EE.UU.
El problema radica en que esto afecta la estabilidad política. Una serie de investigaciones llevadas a cabo por el mismo gobierno de los Estados Unidos (la Kerner Commission, por ejemplo) concluyeron que la violencia policial empeora la situación y genera más violencia que la que resuelve, y recomendaban abandonar las tácticas policiales agresivas. Y que hay alternativas a la represión policial.
Pero Trump no tiene planes de des-escalar el conflicto. Hay una explicación para ello. La experiencia de las movilizaciones raciales de la década del sesenta nos dejan dos lecciones: La primera es que la protesta social es clave para conseguir reformas. La segunda es que la violencia y la preocupación por el orden tildan el electorado para la derecha. Esto último explica la estrategia de Trump: el Presidente quiere que la elección de noviembre se plantee en términos de mano dura, apelando implícitamente a un discurso racial. Estados Unidos se enfrenta ahora a un futuro de polarización violenta, de la que el Presidente es el principal responsable.
* Doctor en Ciencia política y docente universitario (UTDT - UNSAM).