La moda tiene que ver con las costumbres de cada época. La escritora británica Virginia Woolf dijo que la ropa cambia nuestra visión del mundo y la visión que tiene el mundo de nosotros. Inspirada en esa frase, es que propongo pensar sobre los modos de vestirnos en pandemia. Sorprendida, leo en las noticias que en el 2020 volvió la moda de los 90 y no puedo dejar de pensar que no me di cuenta. Inserta en zoom de trabajo, forzada a aprender por tutoriales cómo arreglar el calefón, qué tipo de auricular elegir e idear un tapabocas casero, desesperada ante el estallido de mensajes de todo tipo que me interpelaban por whatsapp, no supe nunca en todo el año que estábamos atravesando la vuelta de la moda casual, las zapatillas para el día y la noche, los colores pasteles.
¿Será por eso que usé cada día sólo un buzo limpio sobre el pijama para ir a la reunión virtual del trabajo?
Lejos de querer debatir con modistos e influencers, me pregunto si lo que realmente ocurrió no será que usamos todo el año zapatillas porque simplemente el día y la noche lo tenemos mezclados. Atravesados por el dolor, asistimos a ver las noticias rotativas que nos hablan de vacunas, ingresan a nuestras casas las imágenes de camas de terapia intensiva y burbujas familiares en la playa. En ese marco, realmente nos importa poco qué nos ponemos encima de nuestros agotados cuerpos.
A cada momento nos enteramos de la pérdida de un amigo, las dolencias de un familiar. Vivimos, deseamos, gozamos y lloramos en medio de la incertidumbre y la tensión que nos provoca el miedo permanente y cotidiano, con el fantasma del Covid 19 jaqueando nuestra existencia.
Todo lo que es importante desaparece en un instante, ante un resultado azaroso, si es que el cuerpo nos da cuenta de síntomas que nos obligan a hacernos el PCR, el hisopado o lo que sea para saber si el virus logró atravesarnos.
Por ratos fingimos que todo sigue igual. Nos vamos a vacaciones, festejamos cumpleaños, regalamos desayunos por internet, nos convertimos en expertos en app de celular, pero no es cierto: estamos tristes, preocupados, angustiados y con justas razones.
Es cierto que la ropa que usamos es siempre un sello de identidad y, por eso, nuestra indumentaria hoy refleja esa angustia y esa incertidumbre. Pasamos del pijama permanente de la cuarentena, al jean y la zapatilla día y noche para llevar adelante una sociabilidad fragmentada, signada por el distanciamiento y el miedo al contacto.
Estamos agotados. Tenemos que pedir turnos para todo, hacemos colas para entrar de a dos en los locales. Nos cambiaron la vida, de un día para el otro y nadie tiene la culpa. No hay con quien enojarse. La pandemia nos jaqueó en el trabajo, en el estudio y en el amor. A todos por igual, vivamos en cualquier punto del planeta y tengamos cualquier edad y situación.
Esta nueva realidad nos lleva a tener otras expectativas. Quienes por años vivieron apilados unos sobre otros en pequeños departamentos donde llegaban a la noche para reponerse de largas jornadas laborales, en una carrera infernal por “triunfar” en su profesión, ahora sólo desean dos metros cuadrados de pasto donde sentarse al final del día, tras maratones virtuales, gracias a “santa internet”, un servicio más necesario que el agua.
Hay quienes opinan que la pandemia tiene que ver con el anunciado descuido del medio ambiente, otros creen que se trata de un castigo divino ante tanta injusticia social que todos permitimos sin cuestionarnos, muchos están convencidos que es pura mala suerte.
Lo cierto es que transitamos la “era de las zapatillas”, vamos a todos lados caminando o en bicicleta. Se acabaron los tacos y las plataformas. Y cuando todo esto termine, ojalá se ponga de moda la solidaridad, el respeto, el cuidado, la responsabilidad, más amor y menos egocentrismo. Al fin y al cabo, estamos todos juntos en este barco movedizo que es la vida. Y si la utopía de que salgamos de esta crisis siendo mejores se concreta, ¿qué importa que cada uno se vista como quiera?
*Periodista y escritora.