OPINIóN
una novela por entregas

La niña que leía sentada en el piso

(5ta parte)

28_09_2024_piso_martatoledo_g
| marta toledo

No queda mucho más para contar de lo que vivimos juntas durante el día de hoy. Por la noche pedí una pizza, comimos en silencio, luego la acompañé hasta la habitación, se puso su pijama, se metió en la cama y, para no sentir su rechazo, ni siquiera me acerqué a intentar darle un beso.

Fue un día largo.

Sin duda, el domingo más largo del que tenga memoria.

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Sin embargo, dentro de todo, se me ocurre que el sacrificio ha valido la pena, que hubo algún progreso. Al leernos mutuamente en voz alta, descubrí su fuerte personalidad. Su seguridad. Sabe lo que quiere y sabe también lo que no quiere. Debido a eso, cualquier tratamiento va a resultar complicado. Se la nota muy cómoda, decidida a continuar viviendo como vive. Entonces, la pregunta que me hago es la siguiente: ¿está bien o está mal procurar sacarla de esa burbuja de libros en la que habita?

No lo sé.

Si bien es cierto que no lo eligió, que fue una necesidad, que la lectura en un principio la salvó del silencio y de la extrema soledad a la que la sometieron tanto la odiosa presencia de su madre como la cobarde ausencia de su padre, ahora, esa elección se ha cristalizado y, si de repente aparece una molesta señora con ganas de mostrarle alguna otra posibilidad de relacionarse con los demás, no da la impresión de que el asunto le interese demasiado.

Repito que no lo sé.

Y, aunque suene horrible tanta sinceridad, agrego que por suerte mañana será lunes y podré por fin devolvérsela a Paloma. Estoy desbordada.

 

⸺—Buen día, ¿la señora Paloma?

⸺—No se encuentra, ¿en qué puedo ayudarla?

Sentada detrás del enorme escritorio de siempre, la que me contestó que Paloma no se encontraba era una chica rubia que no llegaba a los veinte años.

Muy extraña la situación.

Para mí, claro, no para L.

L pasó junto a la muchacha sin siquiera mirarla cargando su libro y se dirigió a paso firme, como seguramente lo había hecho durante toda la vida, hacia el fondo del local, hacia la puerta cerrada del depósito. Pero no pudo entrar. La chica dejó el escritorio de un salto, se interpuso en su camino y le explicó que eso era un depósito de materiales en desuso y que ahí solo podían ingresar los empleados de la biblioteca. Por supuesto, la nena no entendía nada de lo que decía la mujer e intentaba esquivarla sin conseguirlo.

Me acerqué hasta ellas de inmediato.

Y le pedí lentamente a L que por favor se sentara allí mismo, en el piso, que todavía no podía entrar al depósito, que me permitiera continuar conversando con la chica, que pronto, cuando llegara su madre, el asunto iba a solucionarse.

L se sentó, cruzó las piernas y abrió La vuelta al mundo en ochenta días.

No parecía molesta.

La que estaba molesta era yo. Muy molesta. O desesperada, mejor.

⸺—Perdón, señorita, la nena es la hija de Paloma, sabe a qué hora ella llega.

⸺—No.

⸺—¿Cómo que no sabe?

⸺—No, no lo sé. Y no creo que hoy venga, el viernes pasado la señora se pidió unas vacaciones que tenía atrasadas. A mí me mandaron en su reemplazo.

⸺—¿Vacaciones?

⸺—Sí.

⸺—¿Sabe por cuántos días?

⸺—No.

Los bolsos con la ropa de L habían quedado cerca de la puerta de ingreso a la biblioteca. Los miré, luego miré a la nena leyendo con las piernas en cruz junto a la puerta cerrada del depósito y creo que entendí todo.

Muy plana, Paloma.

Y yo demasiado redonda.

 

Un lunes de locos. Imposible. Eso ha sido el día de hoy. Ya es de noche, tarde, y aunque lo único que necesito, ahora mismo, es dormir de un tirón cuatrocientas horas o más, debo dar cuenta de lo ocurrido, no sé si mañana recordaré los detalles, tiendo a borrar aquello que me hizo daño con cierta facilidad.

Fui Paloma.

Todo el día, fui Paloma.

En principio, apenas escuché que la muchacha no sabía cuándo volvería de las vacaciones su madre, me acerqué hasta L y la sujeté de un brazo obligándola a que se pusiera de pie. Se paró, caminamos hasta los enormes bolsos que habían quedado cerca de la puerta de la biblioteca; enojada, muy enojada, no me despedí de la chica e, incluso, vi o imaginé que la nena se dio la vuelta para mirarla unos segundos con algo de ternura y de incomprensión antes de salir.

Luego.

Anduvimos hasta mi consultorio en silencio.

Entramos, le pedí a mi secretaria que mudara un par de metros su escritorio para hacerle lugar a L, le dije que allí, al lado de ella, podría sentarse en el piso a leer, la niña se sentó y leyó durante horas, solo dejó de hacerlo cuando mi secretaria le pasó un sánguche y una botella de agua mineral. Atendí a mis pacientes y, al terminar, le pedí que por favor dejara de leer y se levantara, que ya era hora de irnos. Luego, cuando llegamos a casa, preparé algo rápido, comimos en silencio y, media hora más tarde, entré en su habitación, le quité la novela de Verne de las manos y la obligué a acostarse.

Un día fui Paloma.

Una mierda de día.

 

Ya estoy en la cama. Llorando. Y el llanto me hizo recordar que no escribí ni una sola palabra de lo mucho que lloré hoy.

El día entero, lloré.

De a ratos con lágrimas para afuera y de a ratos sin lágrimas, para adentro.

Tampoco escribí que, cuando llegamos al consultorio, le pedí a mi secretaria que llamara a Paloma. Pero no lo hizo, no hizo falta: el único teléfono que tenía de ella era el de la biblioteca.

Hay otras cosas que no escribí.

La desesperación y la angustia, por ejemplo. Quizá lo haga mañana. O quizá lo haga nunca. No creo que sea sencillo escribir acerca de tantas y tan íntimas calamidades.

 

Salté de la cama muy temprano. Y escribo salté en lugar de desperté, porque, en verdad, casi no dormí. La cama no es un buen lugar para reflexionar cuando una está angustiada y desesperada. Por eso salté y vine hasta la cocina y hasta el café. Ansiosa, además de café también comí, una tras otra, sin parar, tres tostadas con queso y mermelada. Fue lo que encontré. Si hubiera encontrado una vaca, también la habría puesto entera sobre las tostadas, lo juro. 

No sé qué hacer con la nena.

Y no sé lo que hacer con mi vida.

Me he convertido en madre. Involuntariamente. A los sesenta años de edad. Sin la menor experiencia y un poco tarde, me da la impresión. Pero no soy la madre de L. Creo que no debería perder de vista ese detalle. No lo soy. Soy su terapeuta. Voluntariamente en este caso y con una larguísima experiencia.

No soy su madre.

Tendré que repetírmelo como un mantra.

Aunque sepa que los mantras nunca deben comenzar con un no, que el universo no comprende los no y que, entonces, lo más probable es que ocurra aquello que no deseamos que ocurra.

Lo sé.

Perfectamente, lo sé.

No obstante, estoy dispuesta a desafiar al universo. Espero que por esta única vez haga una excepción y sepa entenderme, es la única salida que imagino a la desesperación y a la angustia.

Paloma ya volverá.

Su ausencia no será eterna. Más temprano que tarde, sus vacaciones finalizarán y tendrá que volver a sentarse detrás del escritorio de la biblioteca. 

No soy su madre.

Soy su terapeuta.

Entonces, mejor será gastar las escasas energías que me quedan en meditar algún esquema que pueda sacar a L de su encierro de libros y ayudarla a involucrarse con el resto de las posibilidades humanas.

No soy su madre.

Ya estaba más tranquila cuando fui a despertarla. Me calmó revisar mi biblioteca y encontrar lo que buscaba, la edición de De la Tierra a la Luna que leí cuando era una nena. Aunque sus páginas se habían teñido de amarillo, estaba en buenas condiciones. Se la llevé y le conté que era el libro que más había disfrutado cuando tenía su edad, que me encantaría que lo leyera y que, si le gustaba, se lo regalaba. Me lo quitó de las manos, bajó de la cama, se sentó sobre el piso con las piernas en cruz, lo abrió y comenzó a leerlo. Me quedé mirándola un rato. Dejé pasar el tiempo suficiente y, finalmente, le hice la pregunta que necesitaba hacerle.

⸺—¿Extrañás a tu mamá?

⸺—No.

Aunque hizo el acostumbrado gesto de mover unos centímetros el dedo índice de su mano izquierda a la altura de la boca y luego apuntarme con el mismo dedo, respondió que no sin siquiera levantar los ojos del libro. Sin detener la lectura, me animaría a decir.

La dejé y fui a prepararle el desayuno.

No soy su madre.

 

La casualidad es el motor que mueve nuestras vidas. Puede que suene medio naif, pero es lo que pienso. Los sistemas, los métodos, el estudio, todo ayuda, está bien, reconozco que aportan lo suyo, sin embargo, así como el amor nos ocurre casualmente, así el mundo se transforma por ínfimos y casuales milagros cotidianos.

Es lo que creo.

Y este es mi cuaderno, el lugar mudo en donde puedo afirmarlo sin el estúpido temor de que cualquiera me refute a los gritos.

Cuando revisaba la biblioteca en busca del libro de Verne para L, encontré unos viejos apuntes de mi época de estudiante universitaria. Algunas notas personales acerca de Los santos inocentes de Miguel Delibes. No pude sino repasarlos. Y una nota, por sobre las demás, me llamó la atención. No lo recordaba. La novela no tiene puntos, solo seis, uno en cada final de capítulo, también cortes arbitrarios, pocas mayúsculas y los guiones de diálogo brillan por su ausencia.

Durante días, desde que L irrumpió en el consultorio de la mano de su madre, he invertido buena parte de mi tiempo en elucubrar formas para tratar su extraño desorden de conducta.

Pero nada.

No se me había caído ninguna idea.

Hasta que me topé con estos apuntes juveniles. Ahí estaba escondido y olvidado, me parece, el camino que debo comenzar a desandar. No solo por el asunto de la ausencia de puntos y de cortes arbitrarios y de sus muy escasas mayúsculas. También por mi propia escritura de esas anomalías. Seguramente cuando tomé esas notas estaba en clase y debía apurarme para no perder nada de aquello que explicaba el profesor: tampoco en mis notas había puntos ni comas ni mayúsculas, muchas veces las palabras estaban cortadas o unidas con otras más etcéteras y etcéteras.

La casualidad.

El motor de la vida.

 

No tengo nada imprescindible que escribir acerca de lo que fue este día. Atendí a mis pacientes, uno tras otro, mientras L leía De la Tierra a la Luna en el piso, al lado del escritorio de Carla, mi secretaria. Lo único realmente importante acaba de suceder: después de cenar, le pedí que por favor hiciera un esfuerzo, dejara el libro sobre la mesa, y me acompañara hasta la terraza del edificio para mirar un rato la luna.

Increíblemente, accedió sin chistar.

Había luna llena.

Y nos recostamos a observarla sobre las baldosas frías. Disfruté de la maravilla. Era la primera vez que estábamos juntas sin algún libro de por medio. Además de la paz del momento y de la alegría de compartir una luna tan gigante y tan blanca, la sentía cerca, la sentía viva.

⸺—¿Te gusta?

Le pregunté y no me contestó.

Por eso, levanté un poco la cabeza y la miré. Tenía los ojos cerrados, parecía dormida. Me preocupé. En silencio, le acomodé el mechón de pelo que le tapaba una de sus mejillas, no quería que se diera cuenta de mi preocupación. Como no abría los ojos, volví a mi posición anterior y cerré yo también los míos. Lo primero que noté fue que la luna seguía ahí, que no desaparecía, que quedaba su memoria en algún rincón de los párpados. Una imagen que no era fija, que se movía, que se apagaba y se encendía, que se hacía más grande o más pequeña, que estaba viva.

Me gustó.

Tanto que hasta llegué a olvidarme de que la nena yacía a mi lado.

Ella fue la que me sacó de ese ensimismamiento. Una de sus manitos me acomodó un mechón de pelo detrás de la oreja. Me estremecí. Levanté la cabeza y golpeé sin querer contra su brazo. De inmediato le pedí mil disculpas, le dije que era una tonta, que me había asustado. Claro que lo dije tan rápido que ella no alcanzó a comprenderme. Aunque, en esta oportunidad, no le importó la velocidad de mis dichos. Sonreía. Parecía feliz.

⸺—Lindo.

⸺—Linda.

⸺—No.

Enseguida le expliqué, morosamente, que luna era una palabra femenina, que por eso había que referirse a ella como linda y no como lindo. Entonces largó una carcajada. La primera carcajada de su vida, con toda seguridad. Después se sentó, me miró a los ojos y repitió lindo. Y agregó, entre risas y tomándose su tiempo, que lindo era que un señor hubiese imaginado que se podía construir una nave que llegara tan lejos, que le gustaba bastante más el libro que esa cosa redonda y plana que colgaba del cielo.

Lo redondo, lo plano y los libros.

Siempre.

No me animé a contradecirla, no era el momento para hacerlo, no creo que contarle que otros hombres ya habían construido esa nave y que, incluso bastante antes de su nacimiento, cuando yo tenía casi su misma edad, había visto por televisión como un par de ellos caminaban a los saltos sobre la superficie de esa cosa redonda y plana.

 

Continúa la 6ta parte

Sábado 5 de octubre