OPINIóN

Polifonía y soledad: la subjetividad de la época, la locura y la creación literaria

En un mundo en el que cada vez más la soledad muestra su cara problemática -rasgo acentuado por la pandemia- me parece necesario reflexionar sobre la pugna creciente entre la tendencia al aislamiento y las ganas de vivir con otros.

Soledad
Soledad | Pexels

“En la soledad sé una multitud para ti mismo” escribe Montaigne, idea que conversa con el “yo parlamentario” de Paul B. Preciado. Postulaciones muy diferentes en cuanto al origen y sus alcances que, sin embargo, comparten una característica fundamental: la presencia de los otros en nosotros. En otras palabras, son distintas formas de decir que habitamos el terreno de la polifonía y la interdiscursividad.

En un mundo en el que cada vez más la soledad muestra su cara problemática -rasgo acentuado por la pandemia- me parece necesario reflexionar sobre la pugna creciente entre la tendencia al aislamiento y las ganas de vivir con otros.

Para empezar, una distinción necesaria que introduzco con una pregunta: ¿las voces escuchadas interiormente en algunas patologías mentales merecen también el nombre de polifonía, como la pluralidad de voces que un novelista hace jugar en su prosa o un orador hace resonar en su discurso? En este artículo brevísimo intentaré decir algo al respecto. Luego, aplicaré esta disquisición a una crítica de la soledad en nuestra época.

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Qué es la soledad

Para exponer lo que quiero decir es necesario cuestionar de raíz las entidades diagnósticas de la psicopatología. Por ejemplo, la polifonía como multiplicidad de voces que con su interacción constituyen un plexo discursivo es considerada como radicalmente distinta de lo que ocurre en la patología, donde la presencia de “fenómenos elementales” -audioperceptivos, por ejemplo- abonarían la suposición de una entidad nosográfica determinada. En este caso, los elementos discretos fónicos referidos por los pacientes hablarían fuera de discurso.

Lo dicho señala un problema flagrante: tal “entidad nosográfica”, si nos atenemos a la terminología de uso corriente en los tratados de psiquiatría y psicopatología, no es una esencia. Entonces, para empezar, consideremos que más bien se trata de una entidad de no-ente, planteo paradójico si no francamente contradictorio.

 

El sujeto barrado

“Un ser de no-ente”, ese es el modo en que Jacques Lacan caracteriza al sujeto en 1960. Algo que es pero que, sin embargo, no tiene entidad. Se trata de una formulación lógicamente imposible. Allí, en ese punto de imposibilidad habita, sin embargo, ese operador clínico tan caro a la teoría lacaniana: el sujeto. Se trata de un supuesto a una serie de fenómenos clínicos de los que el analista forma parte; como no podría ser de otro modo, está implicado en el asunto.

El que acabo de señalar es un problema bien serio: el clínico forma parte del problema, por eso mismo la entidad nosográfica no puede existir por fuera de un contexto social en el que dos cuerpos interactúan en un tipo de relación mediada por la palabra. Así las cosas, si alguien escucha o no voces de su lado, eso formará parte de la trama discursiva que se establezca entre paciente y analista.

¿Por qué tenemos miedo a expresar lo que pensamos?

En cuanto a la polifonía en la literatura, ella fragua la narración, la construcción de los escenarios, los personajes y la urdimbre que los entrecruza. Nadie diría que una obra literaria, por el hecho de ser ostensiblemente polifónica e incluso de instrumentalizar una mostración de dicho recurso, sea producto de una mente enferma.

Por poner un ejemplo de nuestro medio, la novela Boquitas pintadas, de Manuel Puig, no solo está construida polifónicamente -como probablemente todas las novelas- sino que además muestra en primer plano este recurso en la técnica de escritura que utiliza: el cambio de registros discursivos, de tipografías e incluso de estética gráfica según el tipo de fuente documental citado: nota periodística, denuncia policial mecanografiada, epístola personal, carta documento, obituario, etc.

Siguiendo con el ejemplo de Boquitas pintadas, el autor construye con elementos fragmentarios -como si se tratara de un collage- una trama argumentativa atrapante, consistente, genial. Él ha sabido hacer de lo fragmentario, con elementos discretos, un todo superador que, además, tiene el estatuto de un objeto artístico. Este, como tal, hace lazo con los otros en el mundo de la cultura.

En cambio, cuando los restos lenguajeros, siempre fragmentarios, parasitan el pensamiento y se autonomizan en una especie de carnavalización de la lengua desbocada, todo se pone patas para arriba y lo que podría ser una fiesta también podría devenir un caos informe, incompatible con lo socialmente aceptable. A esta autonomía carnavalizada de la lengua, una especie de discurso disparatado no sin lógica pero incomprensible para el Otro del consenso social, se le suele llamar locura.

El temor a la soledad

Soledades y fragmentos

El discurso interiorizado hace posible que alguien como Gabriel García Márquez, para tomar otro ejemplo ilustre, se encierre durante meses a escribir Cien años de soledad y sin embargo no esté solo. Como sabemos, la tarea de un escritor es solitaria por naturaleza pero, retomando el planteo inicial, eso no significa que esté aislado. Al contrario, quien escribe se ampara en la soledad para escuchar mejor las voces que lo habitan en el silencio.

Contaba Ray Bradbury cuál era su forma de escribir. Al concluir la jornada no cerraba nunca un párrafo, lo dejaba inconcluso aun con una oración abierta. A la mañana siguiente bien temprano, desde la cama, escuchaba algo así como un rumor de voces, murmullo de gentes que le hablaban tumultuosamente desde la página empezada en su escritorio. Él se aproximaba sigilosamente y hasta acercaba uno de sus oídos al papel para tratar de entender qué le decían esas voces. Cada mañana, entregarse a esa polifonía pululante era su modo de retomar la escritura.

Dejarnos hablar por voces autónomas tiene sus consecuencias. Decía mi querido padre hace muchos años, cuando quien escribe estas líneas era todavía un niño: “todos tenemos defectos, simplemente a algunos se nos nota más”. Si aplicamos esa idea a los efectos de las voces que más o menos independientes de nuestra voluntad nos hablan, podríamos decir lo mismo. A algunas y a otros se nos nota más el tipo de soledad desde donde respondemos fragmentariamente a ellas.

Lo fragmentario es bífido: alude a las voces pero también a quienes supuestamente las oímos, ya sea que con ellas nos dejemos transformar en personas inaceptables para con la moralidad y la pacatería hegemónicas; seamos artistas geniales como Puig, García Márquez o Bradbury; acaso un modesto columnista. 

 

 

 


* Psicoanalista. Doctor en Psicología. Magíster en Psicoanálisis. Especialista en Metodología de la Investigación. Profesor de y Licenciado en Psicología (UBA). Ha publicado Vivir mejor. Un desafío cotidiano (Paidós 2021); La función social de la esquizofrenia. Una perspectiva psicoanalítica (Eudeba 2020); Clínica de la elección en psicoanálisis. Vol. I y II (Letra Viva 2013), entre otros