Se está tornando habitual escuchar críticas al comportamiento de los jóvenes en tiempos de pandemia. El poder político toma medidas de restricción consideradas adecuadas para las circunstancias actuales y los jóvenes parecieran tener una particular tendencia al escaso o al incorrecto cumplimiento de las mismas. "Fiestas clandestinas", reuniones sin protección y en lugares inadecuados, “previas”, y otras modalidades de encuentro, son señaladas como inconvenientes así como reñidas con la racionalidad y aun con la legalidad misma. Muchos comunicadores y personas de diversa pertenencia social, cultural e ideológica, parecieran ensañarse particularmente con los jóvenes (no todos, claro está) y sus conductas.
Ahora bien. ¿Por qué los jóvenes deberían estar dispuestos a escuchar y obedecer los consejos, normas y restricciones, vengan éstos del poder gubernamental, de los medios o de las familias? ¿Acaso deberían tener gratitud o confianza hacia las generaciones precedentes que les dejan un mundo agotado, en gran medida inviable, estrecho, con excesivas dificultades para pensar el futuro, arrasado por la inmoralidad y las pulsiones destructivas de todo tipo? Alguien podría pensar que los jóvenes podrían actuar por cuenta propia y por conciencia más allá del juicio o del grado de confianza que pudieran tener en sus mayores. Sucede que los humanos no creamos nuestro campo de valores y nuestros parámetros de orientación en la vida, así como de verdad y de falsedad, sino en relación a los legados que recibimos de aquellos que nos preceden generacionalmente. Nadie forma conciencia desde sí mismo ni por puro imperio de la razón. Las acciones, los valores, y los deseos (inconscientes en su fundamento) de nuestros mayores nos signan de manera decisiva en los caminos que vamos a emprender. No es sin esos cimientos que podemos entender las distintas posiciones asumidas así como los actos efectuados. Entonces, teniendo en cuenta que no es sin la recepción del legado generacional que los jóvenes van configurando su propio mundo, ¿podemos acaso dejar de lado los efectos de transmisión de los adultos al momento de entender las conductas asumidas por los jóvenes?
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La dimensión trágica del asunto es que a la par que los jóvenes tienden a desconocer, no sin razón que los asista, los mandatos de los mayores, a la vez, no pueden de este modo dejar de repetir el legado de destructividad, agresividad e inmisericordia que han recibido. Es interesante señalar que si los jóvenes no cumplen no es fundamentalmente por rebelión. Es más bien por indiferencia al mundo adulto, lo cual agrava mucho más la situación. Porque hasta la capacidad de rebelión les hemos quitado a los chicos. ¿Por qué? Y aquí viene un punto decisivo. Porque no sólo que el legado es miserable sino que hemos incurrido en el peor de los pecados: renunciamos a nuestra función de autoridad. Y dónde no hay autoridad, la capacidad de rebelión (inherente a la diferencia generacional) queda eclipsada. La situación es: legado de destrucción desde un lugar cobarde y defensivo que no asume la autoridad. Porque al menos el ejercicio de la autoridad genera la posibilidad de la rebeldía. En su lugar, al no existir el lugar de la autoridad, lo que debiera ser un legado transmisible pasible de ser recepcionado, tramitado y objeto de cuestionamiento, pasa a ser un puro exceso de destrucción que se impone sin anticuerpos (por tomar una metáfora bien actual), dejando a quien lo recibe pasivo, inerme y abrumado. Frente a este estado de situación, más que la rebeldía, tienen lugar actitudes de defensa extrema como la indiferencia, la apatía y el desinterés.
Venimos hace décadas renunciando alegremente a nuestro lugar de autoridad. Nos hemos transformado en amigos, en cómplices y hasta en subordinados de nuestros hijos. Los hemos abandonado. Abundan los ejemplos. Basta hacer un repaso por los cambios sobrevenidos en la educación desde hace ya mucho, demasiado tiempo. Pero hay más. A la caída de la autoridad la hemos consagrado con la destitución de la diferencia sexual. Porque la diferencia sexual y la diferencia generacional van de la mano, son correlativas y mutuamente interdependientes. No hay una sin la otra. Ambas son axiomáticas de cualquier cultura que pretenda auspiciar formas libres de vida. En el mundo del TODES, no sólo no hay hombres y mujeres (sino pura diversidad intercambiable, infinita y autopercibida), sino tampoco hay padres e hijos (sino orfandades diversas). Por lo tanto, con la destitución de la diferencia sexual (embrión de totalitarismo del que ya empezamos a ver grávidas consecuencias) la caída de la autoridad empieza a ser estructural, yendo más allá de la mera contingencia epocal. Comienza a tener mayor sustentabilidad porque se va institucionalizando desde sus bases más íntimas. Es el peor de los escenarios.
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¿Realmente vamos ahora a criticar a los jóvenes? ¿Pretendemos acaso que “cuando las papas queman” reconozcan una autoridad a la que nosotros mismos renunciamos? ¿Vamos a exigir que piensen en sus mayores cuando son los mayores quienes primero los abandonamos? ¿Queremos que nos tengan confianza cuando les dejamos un mundo sin horizonte ni perspectiva vital? ¿Queremos que actúen “razonablemente” cuando deberíamos saber que la “razón” se adquiere desde el límite y la diferencia que la autoridad generacional debe brindar desde el amor y el cuidado? Criticar a los jóvenes no hace sino replicar la injuria que les hemos infligido y continuar con el impulso filicida dando rienda suelta a un perverso afán de repetición.
Argentina es un país con experiencias claras de filicidio. Entre las décadas del ´40 y del ´50, el presidente de los argentinos, que buscó erigir su doctrina política en un credo de comportamiento social extensivo a toda la ciudadanía, postuló como una de las “20 verdades” de su catecismo que “los únicos privilegiados son los niños”. Asimismo, se congraciaba públicamente con el hecho de que en las casas se les enseñaba a los niños a decir “Perón” antes que “mamá” y “papá”. Las consecuencias del extravío “paternalista” no se hicieron esperar mostrando el verdadero rostro de los “privilegios” en cuestión: el general tomo como amante a una niña de 14 años de la UES (Nelly Rivas). Veinte años más tarde, a gran parte de aquella generación educada durante los años ´40 y ´50, a la cual bautizó como “juventud maravillosa” (los “privilegiados” de entonces eran la “maravilla” de los ´70), la dejaría a merced de las bandas fascistas de la Triple AAA por él mismo creadas (o, como mínimo, avaladas), dando lugar al inicio del terrorismo de Estado que se terminaría de sistematizar de manera brutal y definitiva con el golpe de Estado de 1976. Perversos y crueles “privilegios” otorgados por una figura señera de la paternidad de los argentinos.
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Y en este sendero filicida, cómo no recordar la guerra de Malvinas: la brutalidad inadmisible de mandar a la muerte impiadosa y segura a chicos de 18-20 años que entregarían sus vidas en la mayor de las vulnerabilidades y en la orfandad más radical mientras sus mayores vitoreaban la triste y cruel “aventura”.