Para Pascal, si la filosofía no sirve para la vida no vale la pena dedicarle siquiera una hora, a lo cual Ismael Quiles solía acotar: “y una hora ya es demasiado”.
Quiles concibió a la filosofía como una “sabiduría vital de los últimos problemas humanos”; es “sabiduría” en cuanto se trata de una síntesis superior de los conocimientos del hombre y es “vital” en cuanto tal síntesis sólo alcanza toda su evidencia y su fuerza cuando es profundamente vivida. Sacerdote jesuita, orientalista, filósofo; Quiles fue un educador que además legó una filosofía de la educación fundada en su concepción del ser humano que fue enriqueciendo en diálogo con pensadores de Occidente y de Oriente.
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Me es imposible sintetizar tal filosofía; me limito a proponer que de su obra surge que, en última instancia, toda educación auténtica es o tiende a ser filosófica en el sentido antes apuntado. De acuerdo con su antropología, de raigambre cristiana, la persona humana tiene un “centro interior” que constituye: “… la realidad primaria y originaria del hombre, su esencia más simple y fundamental, aquélla en la cual se apoya toda la realidad del hombre, y que nos explica toda su manera de ser y de obrar.” A tal centro denominó “in-sistencia”, a saber, un ser que está “firme en sí-mismo”. Desde luego, se trata de una “in-sistencia encarnada” que descubre en el mismo ahondamiento de su centro interior la necesidad constitutiva del vínculo con el otro. En la educación fundada en esta antropología, el educando es el primer artífice de un crecimiento de sí, opuesto a un mero narcisismo.
Por otra parte, el proceso educativo consiste en despertar y desarrollar buenos hábitos morales, cognitivos y prácticos que se obtienen por la repetición de actos correctamente realizados. Téngase en cuenta, sin embargo, que todo hábito puede tornarse en un automatismo que cercena la propia libertad, pero precisamente el hábito bueno es, por definición, aquel que concuerda con la esencia del hombre, con su centro interior. De ese modo, la “repetición” del hábito bueno no es ciega o mecánica, sino que es creativa como la repetición del buen músico. De allí que el hábito -en cierto sentido “filosófico”- de estar atento a ese centro interior constituya una suerte de orientación fundamental del proceso educativo.
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La educación se funda, para Quiles, en los hábitos esenciales que consisten en el hábito de la autoconsciencia o cultivo del “estar en sí” y en el hábito del autocontrol y la autodecisión, que consiste en recoger y controlar las propias tendencias, advirtiendo y corrigiendo aquello que es negativo y cultivando la paz interior. Por cierto, también es esencial el hábito del amor que constituye el modo fundamental de relación con el otro y, asimismo, el hábito de la Trascendencia o apertura a Dios. A ello se suman los múltiples hábitos integrales, imprescindibles para el vínculo con la sociedad y el cosmos y, por último, los hábitos complementarios que dependen de las inclinaciones y capacidades individuales. Pero todo hábito es conducente si se funda en una toma de consciencia de ese centro interior y ello requiere, tanto del ejercicio “filosófico” sostenido de “pensar bien” cuanto de la atención silenciosa de sí; esta última propia de ciertas prácticas filosóficas antiguas, de los ejercicios ignacianos y las prácticas yóguicas, entre otras. Podría objetarse que una educación no puede ser filosófica si ya parte de un determinado modelo antropológico. Sin embargo, no se olvide que tal modelo es ontológicamente dialógico y, por ello, invita a la propia indagación y al diálogo riguroso y libre. Podría resumirse, acaso, esta búsqueda valiente de la verdad con las palabras de San Pablo 1, Tesalonicenses, 5, 21: “Examinadlo todo; retened lo bueno”.
* Decano de Filosofía, Letras y Estudios Orientales.