Cuando lo compartí con Agustín Alezzo, hace un par de años, él no atinaba a salir de su asombro. Es que muy pocos estaban al tanto de cuál había sido el proyecto que, desde la prehistoria de la maravillosa gesta de Teatro Abierto, había coincidido, sin proponérselo, con el final de la vida del Grupo Taller, un elenco de 17 actrices, actores y directores formados por Oscar Fessler, un grande entre los directores y maestros de teatro. Lo integrábamos con Aldo Pastur, Gaby Lerner, Cristina Aroca, Ernesto Torchia, Juan Valente, Saúl Cherro, Héctor Monti, Adela Goldberg, Alberto Katherin, Mario Mansilla, Alberto Monzón, Ofelia Pinasco, Carlos Massuh, Beatriz Rocca, Miguel Kant y Ricardo Nogués, y veníamos de estrenar, con excelente repercusión de crítica y público, cuatro espectáculos en cinco temporadas porteñas, a partir de 1976 y sumando, como actores invitados, a Luis Ziembrowski, Jorge Emilio Sosa, Hugo Veronese, Guillermo Aragonés y Héctor Presa.
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El debut fue en el Teatro Payró con “Los indios estaban cabreros”, la farsátira de Agustín Cuzzani, dirigida por Carlos Lasarte y cuya reposición en 1977 tuve a mi cargo, en el Payró y en el Estrellas. Luego presentamos, también bajo mi dirección, en el mismo año, en el Teatro Ateneo -cuando recién asumía Carlos Rotemberg- y con el apoyo del Fondo Nacional de las Artes, “El movimiento continuo”, el primer grotesco de Armando Discépolo y Rafael De Rosa, un espectáculo más tarde invitado por el Instituto Internacional de Teatro de la UNESCO, para celebrar el Día Mundial del Teatro, en el Teatro Nacional Cervantes, junto a Alfredo Alcón y otros actores reconocidos. Y ya en 1978, estrenamos, en el Teatro Estrellas, “Los 15-20” o “El concierto de San Ovidio”, la obra de Antonio Buero Vallejo, con música compuesta por Rodolfo Mederos y escenografía y vestuario creados por Graciela Galán. Desde la dirección artística del Grupo Taller trabajábamos fuertemente en darle vuelo a la irrenunciable vocación de diversificar experiencias e intercambios formativos enfocados en nuestro crecimiento profesional. Por eso desarrollamos, por ejemplo, talleres de entrenamiento actoral con Luis Agustoni e invitamos a Daniel Ruiz, que tuvo a su cargo la conducción del Conservatorio Nacional de Arte Dramático, para que en la temporada 1979/80 dirigiera, en el Auditorio de Buenos Aires, que regenteaba Kive Staiff, “La mandrágora”, el clásico de Nicolás Maquiavelo.
Entre fines de 1980 y comienzos de 1981, el Grupo Taller se planteó refrescar y actualizar sus intereses con un nuevo y apasionante desafío: impulsar un movimiento que recuperara los escenarios argentinos para autores nacionales vivos que, como resultado de los tiempos y las políticas vigentes, habían perdido protagonismo o habían sido proscriptos u obligados a emigrar o a ampararse detrás de otros nombres para poder volver a escribir. Así fue que surgió un proyecto inspirado en el período del “posibilismo” español, durante el cual autores como Sastre o Buero Vallejo, por ejemplo, producían sus obras para referirse a lo que pasaba en el entorno social y político de la España franquista, pero sin hablar de España ni de sus protagonistas reales. Un proceso de delicada elaboración creativa que apelaba a la metáfora desde una perspectiva esencialmente brechtiana, en la que el “extrañamiento” de historias, tiempos y personajes, tomaba distancia, intencionalmente, para buscar la reflexión de los espectadores pero evitando, deliberadamente, correr los riesgos que inevitablemente sobrevendrían sobre las producciones, si el poder de turno llegara a quedar fácilmente en condiciones de sentirse identificado como parte de narraciones o denuncias literarias o dramáticas. Así fue como Buero concibió, precisamente, “El concierto de San Ovidio”, invitando a sus auditorios a sensibilizarse con los padecimientos y miserias que venían enfrentando al poder real con víctimas de la marginación de su entorno contemporáneo pero, intencionalmente, contando una historia que ocurría en 1789 en una barraca de París, con un grupo de ciegos que hacían el ridículo tocando el violín para viandantes que pagaban por verlos y divertirse, engordando los bolsillos de quien explotaba el negocio en una feria.
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Ajustándonos a esta filosofía y a las restricciones que condicionaban severamente a la expresión artística en el contexto local, diseñamos un proyecto que identificamos tentativamente bajo el nombre de “Un Decamerón criollo”. Consistía en crear un espectáculo integrado por varias obras breves a ser escritas por autores que hacía tiempo que no conseguían estrenar piezas en escenarios argentinos, apelando a metáforas y estrategias de “humor y sexo” como envase ideal para poder hablar de nuestra realidad, sin necesidad de que lo explícito pusiera en riesgo a la propuesta ni a quienes se involucraban en ella. Hubiera sido absurdo desoír un llamado de atención que nos había tocado en carne propia, cuando ya en 1978, mientras teníamos en cartel “Los 15-20”, manos anónimas incendiaron las cuatro salas del Teatro Estrellas, en la madrugada de un domingo fatal, luego de sucesivas intimaciones de emisarios del municipio de la ciudad, pidiendo que se bajara un espectáculo de mimo que venía presentando Ángel Elizondo. Consecuentemente, desde este proyecto de “posibilismo argentino”, salimos a tomar contacto con varios autores para interesarlos por la idea: Sergio De Cecco (“El reñidero”), Patricio Esteve (“La gran histeria nacional”), Osvaldo Dragún (“Los de la mesa 10”), Agustín Cuzzani (“El centroforward murió al amanecer”), Roberto “Tito” Cossa (“Nuestro fin de semana”), Ricardo Halac (“Soledad para cuatro”), etc.
El proyecto tuvo una excelente acogida, aunque, por distintos compromisos, algunos autores solo pudieron acompañarlo desde afuera. En cambio, De Cecco, Esteve, Dragún y Cuzzani, aceptaron las reglas de juego y se pusieron a escribir. Cada uno lo hacía, por supuesto, con absoluta libertad de elección en relación con la historia que prefería contar o el tema que le interesaba abordar. Por una cuestión práctica de organización, acordamos que sería yo quien se entrevistaría con cada uno de ellos, cada vez que me avisaran que contaban ya con algún avance en el material respectivo. Solíamos encontrarnos en Argentores y, en el caso de De Cecco, en su propia casa. Luego, el Grupo Taller, en reunión plenaria, escuchaba con creciente excitación, el texto actualizado de cada una de las obras, resumía sus primeras impresiones desde la mirada de espectadores potenciales y yo me encargaba de retransmitirlas a cada autor, para realimentar sus respectivos procesos creativos.
La experiencia venía siendo fascinante. Por la originalidad, la potencia y la diversidad del material dramático que, semana a semana, nos iba enriqueciendo y entusiasmando a todos. Hasta que me tocó leer al grupo el texto que había escrito “Chacho” Dragún y por el que la devolución que me tocaba hacerle al autor nos obligó a pensar si, así como estaba planteada su obra, no estaríamos alejándonos de la filosofía posibilista que identificaba a la producción en la que estábamos trabajando. O, más concretamente, si no había, en el tratamiento de ciertos detalles, algún nivel de exposición poco prudente o que conviniera ajustar desde una picardía más metafórica, a efectos de no acercarnos innecesariamente a la cornisa de riesgo que todos buscábamos evitar, para asegurarnos que nada de un proyecto colectivo tan movilizador pudiera llegar a frustrar los esfuerzos de tanta gente. El título original era “Hay que matar al flaco”. Y con él, se clausuraba, obviamente y con las previsibles consecuencias del caso, cualquier posibilidad de metaforizar al destinatario inequívoco de su propuesta. Dragún no dejó de entender que nos estábamos apartando ostensiblemente del espíritu y el estilo acordados con todos los autores. Sin embargo, no solo decidió que no estaba dispuesto a modificar ni una coma de su texto. Tal era su, en principio, comprensible y compartida necesidad de precipitar, cuanto antes, el final de tanto tiempo de represión intelectual, que su bronca contenida no le permitió atender, en línea con los fundamentos de la convocatoria del Grupo Taller, la invitación a conversar sobre algunos aspectos de su propuesta. Y no reparó en estrategias para expresar su malestar. Retiró su material del proyecto y, de inmediato, se ocupó de persuadir a sus colegas de que, sin mediar conversaciones ni reencuadres posibles, lo imitaran en su decisión, se solidarizaran con él. Nuestra desazón fue enorme. Aunque todavía nos aguardaba entender algo más de lo que estaba pasando. Habían transcurrido unas pocas semanas de esta inesperada deserción y los diarios comenzaron a anunciar, prácticamente con idénticos fundamentos a los del “Decamerón criollo”, que Osvaldo Dragún estaba liderando un proyecto de obras breves inéditas de autores argentinos recientemente convocados. Se llamaría “Teatro Abierto”. Y terminó presentándose al público el 28 de julio de 1981. Pocos días después, el 6 de agosto, un incendio destruía el Teatro del Picadero, la sede de su estreno. Aunque la onda expansiva de la indignación y solidaridad que esto provocó, recuperó afortunadamente el proyecto en otra sala -el Tabarís- para convertir a Teatro Abierto, con sucesivas ediciones, en la epopeya de arte contestatario más trascendente y recordada de la época.
Para desconcierto de muchos, incluyendo algunos autores que estaban al tanto de la gestación de la idea y que también se sentían obligados a amparar decisiones al calor de las tensiones de tiempos tan difíciles, el Grupo Taller no fue invitado a ser parte de Teatro Abierto, desde ningún lugar. Un gran dolor. Y una incontenible tristeza. Que coincidió -o quizás también en algo contribuyó- con el principio de la despedida del Grupo Taller de los escenarios porteños. Aunque haya quedado, imborrable y en cada uno de quienes tuvimos el orgullo y la inmensa alegría de darle vida, el maravilloso acompañamiento de más de cinco años de aplausos y reconocimientos públicos absolutamente inolvidables. Valió la pena. Por todo. Y a pesar de todo.
* Consultoría de Dirección, Formación y Planeamiento Estratégico.