Sea en debates académicos, columnas de opinión, redes sociales o mesas de bar, el populismo volvió a estar de moda. ¿Volvieron los hombres fuertes? Quizás nunca hayan dejado la escena, pero mientras antes se le dedicaba mucha atención a la Venezuela chavista, a partir de 2016 el estilo de liderazgo carismático, personalista, de izquierdas y que divide a la sociedad se puso un nuevo traje: el del nacional-populismo de derecha, con su carácter antiglobalización y su propuesta de división entre “nacionales” vs. “inmigrantes”.
Movimientos y partidos políticos extremistas siempre existieron, sin embargo, una vez que la más antigua democracia le enseñó al mundo Trump, líderes con características semejantes pasaron a ganar protagonismo en otros países. El peligro no está demasiado lejos ni para la cuna del iluminismo. Le Pen y su discurso xenófobo y anti-Unión Europea llegaron a la segunda vuelta de las elecciones en Francia.
Durante mucho tiempo era la izquierda la que criticaba el proceso de globalización. Los partidos izquierdistas asociaban el mundo globalizado a los supuestos males del libre mercado y demás pautas que tradicionalmente defendía la derecha. Las críticas a este proceso se las apropiaron también intelectuales, como el geógrafo Milton Santos y los sociólogos Boaventura de Souza y Zygmunt Bauman. Para el último, la globalización significaba “privación y degradación social” y sería ella la que llevaría a las sociedades a una progresiva separación y exclusión social.
La ironía es que, más recientemente, han sido los líderes de la ola populista conservadora quienes se identificaron como contrarios a la globalización. Y, precisamente, por el motivo opuesto. Si en las últimas dos décadas el mundo globalizado probó no generar la liquidez que suponía Bauman, sino acercar distancias culturales entre la gente, a los populistas no les interesa las sociedades multiculturales ni tampoco integrar a las personas migrantes. Por el contrario, es muy propio del populismo segregar. Al poner la culpa de todos los males del país en la inmigración, defienden la vuelta del Estado-Nación como última instancia y la salida de su país de organismos internacionales como la Unión Europea. El Cono Sur no se ha quedado fuera de esta nueva lógica derechista con la elección de Bolsonaro en Brasil. Con un discurso de odio hacia los grupos en situación de vulnerabilidad (mujeres, negros e indígenas), utilizando símbolos nacionalistas y sin interés en la política exterior, el líder del país vecino siguió la moda de la polarización y el enfrentamiento político.
Según el informe de este año del V-DEM, uno de los principales índices que miden la democracia en el mundo, el promedio de la ciudadanía global disfruta de los mismos niveles de democracia que en 1989. Los últimos 30 años de avances democráticos estarían erradicados. ¿Exageran? De igual importancia debemos destacar que, cuando se mide cada región de manera separada, el resultado puede no ser tan pesimista. En Brasil, por ejemplo, no estamos tan mal como en 1989, cuando la redemocratización justo comenzaba.
La historia suele ser cíclica. Líderes conservadores llegan al poder por el descontento ciudadano con los gobiernos progresistas que lo antecedieron. Con el notable fracaso de la derecha populista, la ciudadanía de Estados Unidos decidió castigar a Trump y no darle la reelección. En Brasil, las principales encuestas de opinión sugieren una probable victoria y vuelta de la izquierda al poder, dando cuenta de un efecto similar al ocurrido en Estados Unidos.
El debate respecto a la salud de las democracias está en alza. Hay datos para alarmarse y, al mismo tiempo, hay evidencia para señalar que esa alarma es una exageración. En 2022, no creer en la globalización es ser contrario a la tolerancia y, por lo tanto, a la democracia. Lo que es cierto es que la democracia nunca debe darse por dada. Hay que siempre luchar por ella en todas partes y en todo momento.
*Doctoranda de la Universidad Federal de Pernambuco (UFPE-Brasil) y miembro de la Red de Politólogas.