El año 2020 significó un trance doloroso y complicado para muchos argentinos, y 2021 arrastra tanto sus lastres como también una historia de fracasos acumulados. Al mismo tiempo, pareciera que estamos dejando atrás lo peor de la pandemia, en términos tanto sanitarios como económicos, lo cual sin duda representa un verdadero respiro para la sociedad.
Sin embargo, no hay mucho para festejar. El sistema social continúa en estado crítico, fracturado, inestable, sin un punto claro de fuga. Un 40% de pobres es apenas el dato visible del iceberg, la fiebre en el termómetro. Por debajo, se encuentran tanto el esfuerzo como el fracaso cotidiano de millones de personas de “salir para adelante”. La inseguridad alimentaria, el hacinamiento, el desempleo, la precariedad, o peor aún, la inactividad forzada, la inseguridad, el ingreso que no alcanza ni siquiera para vivir al día, las deudas impagas, la ignorancia sin escuelas, la enfermedad sin salud, la depresión, la ansiedad, el sentimiento de fracaso, la falta de horizonte, y podríamos seguir… son algunas de las manifestaciones de una pobreza crónica para más de un tercio de la población.
A pesar de la reactivación económica interna que está teniendo lugar en sectores como la industria, la construcción, el comercio o los servicios, a lo que cabe sumar una renovada inversión en obra pública, los niveles de indigencia y de pobreza durante el primer semestre de este año apenas han tenido alguna mejora en términos interanuales o intersemestrales (10,7% y 40,6% respectivamente, según los últimos datos del INDEC). Datos que en realidad no deben sorprender, aunque sí la baja elasticidad que logra el actual rebote económico sobre los niveles de bienestar, sumando incluso como dato hostil el aumento de la tasa de indigencia.
En efecto, el actual panorama social tiene lugar a pesar de una recuperación del PBI de más de 6% para este año, un saldo positivo de exportaciones, una recuperación del empleo y una caída de la tasa de desempleo abierto a menos de 10%. La acelerada inflación y la incertidumbre, y su interacción creciente, hacen estragos en materia de inversión, demanda de empleo y distribución del ingreso.
El rebote económico en ciertos sectores tiene una baja elasticidad sobre los niveles de bienestar
La reconstrucción de una serie de pobreza con una misma metodología usando datos oficiales del INDEC, muestra que los niveles actuales de indigencia y de pobreza son similares a los de 2005-2006. En realidad, podríamos decir que supimos estar peor que ahora, y que quizás la crisis social podría haber sido peor. Es cierto, pero una vez más el signo vale más por su significado que por su significante. En aquellos años no sólo se dejaba atrás un pasado de descomposición, sino que el presente ganaba consenso y tenía sentido para muchos un nuevo pacto social: “tanto mercado-bien privado como sea posible, tanto Estado-bien común como sea necesario”; y, en ese marco, ganaba crédito el relato épico de un futuro de seguro progreso.
Lejos de aquellos frágiles “años de gloria”, el nivel de pobreza no sólo es alarmante, sino que constituye sólo el emergente de problemas más estructurales, los cuales, además, más que resolverse parecen agravarse. Se hace cada vez más evidente que carecemos de un sistema político capaz de organizar el presente a través de proyectar un horizonte de sentido; en donde, entre otras funciones, sea capaz de delimitar las prioridades, los esfuerzos y los sacrificios que habrá que emprender, incluyendo los acuerdos redistributivos que requerirá un necesario programa de estabilización.
Si bien las proyecciones econométricas pueden tener un amplio margen de error, logran muchas veces ser ilustrativos de problemas desafiantes. Según un ejercicio sobre la proyección de pobreza futura bajo diferentes escenarios, se observa que, manteniendo los parámetros económicos prepandemia en materia de elasticidad empleo/producto, salario real y distribución del ingreso, si creciéramos a una tasa constante de 1% anual de aquí hasta el año 2030, si bien la tasa de pobreza lograría quedar levemente por debajo de la situación actual (38,5%), habría en realidad más pobres debido al crecimiento demográfico. Bajo un escenario más optimista, con un crecimiento regular del 2,5% anual, la tasa de pobreza llegaría, luego de 9 años a 30,4%, es decir, a niveles similares a los que teníamos en 2009-2010 o en 2015-16. Y, por último, si tuviéramos al menos la capacidad de crecer al 4% anual, la tasa de pobreza alcanzaría un 23,8%, es decir, recién en este caso alcanzaríamos aquellos niveles de pobreza que denunciábamos como alarmantes hace 35-40 años.
¿Podremos al menos lograr crecer a una tasa del 2,5% anual durante una década? Obviamente, no se trata de un problema económico. Pero tal como enseña la historia: ¿Y si lo peor está por venir? Es posible, pero en tal caso, se hará cada vez necesaria y urgente una renovada ave fénix que nos permita resurgir de las cenizas, y ese dispositivo sólo lo habrá de generar una renovada acción política.
En este contexto, salir de este laberinto requerirá de mucho esfuerzo, honestidad y de un sentido que recupere el valor de formar parte de una misma sociedad. En lo inmediato, el próximo escenario dependerá de la respuesta subóptima que como sociedad le demos democráticamente a la disputa electoral. Y si bien un nuevo orden político crítico habrá de emerger de ese escenario –cualquiera sea él–, el mandato electoral ni la eventual crisis política del oficialismo serán una solución a los problemas estructurales que nos empobrecen y enfrentan.
Ningún resultado electoral resolverá los problemas estructurales que nos empobrecen y enfrentan
Dado un sistema abierto, alejado del equilibrio, en estado de crisis, es de esperar que no haya por delante una única salida frente a esta situación, y que la salida óptima nunca se alcance. Sin embargo, los sistemas bajo esas condiciones logran siempre alcanzar un nuevo equilibrio dinámico que permite recuperar la autoregulación de los desequilibrios. Es ésta un área de vacancia para la acción política si lo sabe aprovechar. Si los actores políticos pudiesen revisar de manera crítica los efectos sistémicos de su propia praxis comprenderían que si siguen cavando el derrumbe es inevitable, y que, si incluso no hace nada, también. Quizás aquí encuentre algún incentivo y reaccione con sentido de futuro. En su defecto, la ley de la gravedad se impondrá, y todo caerá por su propio peso. La pregunta aquí es cuál será el costo de este nuevo fracaso.
Lejos está el problema de ser económico, mucho menos de coyuntura electoral. El sistema social está obligado para sobrevivir a encontrar un punto de fuga, a generar una solución extraordinaria, creando nuevas identidades políticas, nuevos lazos sociales y horizontes imaginables, nuevas normas e instituciones, nuevas formas de liderazgo, nuevos valores sociales… Aunque más no sea para subir un escalón en el espiral. La buena noticia es que, si este cambio es tan posible como necesario, y algunas señales así lo evidencian, se trata de un proceso que ya debería estar gestándose entre nosotros.
*Conicet-UBA . Observatorio Deuda Social Argentina-UCA.