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Jeffrey Sachs: “Aquí no necesitan terapias de shock”

El economista más consultado por países en crisis analiza la Argentina y el mundo. Fórmula antiinflación. Boom chino. Efecto Trump. Burbuja financiera, deuda y peligros.

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SALIR DE LA POBREZA: “Argentina debe reforzar la infraestructura y los servicios públicos y redistribuir el ingreso: los ricos deben pagar más impuestos. Eso es lo más justo”. | obregon

—En los años 80, uno de sus éxitos fue la salida de Bolivia de la hiperinflación con una terapia de shock. En Argentina, el Gobierno decidió no aplicar terapias de shock para no producir un excesivo estrés en los sectores económicos más bajos, por lo que optó por bajarla gradualmente durante un período de cinco años. ¿Prefiere la terapia de shock en lugar del gradualismo? Y si es así, ¿por qué?

—Si hay hiperinflación, una inflación de más del 50% mensual, la historia demuestra que el enfoque correcto es la terapia de shock. El fin de la hiperinflación nunca ha sido gradual. Siempre se hizo, literalmente, de un día para otro. En Bolivia la hiperinflación terminó en septiembre de 1985, en una semana, y ese fue el camino correcto. Estuve trabajando para terminar con la hiperinflación en varios países más, y siempre fue en períodos cortos. Argentina no enfrenta una hiperinflación. Tiene más que ningún otro país, pero hoy sufre una persistente inflación del 20%. Lo que Argentina necesita no es esa terapia de shock, ni tampoco tantos experimentos que se han intentado aquí. Lo que hace falta es un marco de presupuesto a mediano plazo, un marco fiscal a mediano plazo y cierto consenso con la sociedad, que ha sido lo más difícil para ustedes desde la década de 1940. El país ha andado durante generaciones de un lado a otro, entre militares o civiles, entre peronistas y antiperonistas, sin objetivos ni indicadores compartidos claros, ni instituciones de mediano plazo. Es fácil para mí decirlo, pero es muy difícil de lograr. Mi propio país vive este tipo de división, hoy, y somos incapaces de tener una visión a largo plazo. Vivimos en la dimensión temporal de la mente de Donald Trump, que es de diez minutos. No tenemos ni siquiera una estrategia de un día o de una semana; mucho menos una estrategia de diez años. En mi país se siguen votando recortes de impuestos para conseguir satisfacción inmediata. Ambos países están profundamente divididos. Las políticas persisten hasta la próxima elección y luego todo puede cambiar, y eso no funciona. Hablo de Estados Unidos, pero también de Argentina. Es una realidad.

—¿Estados Unidos se está “argentinizando”?

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—Estamos dentro de un proceso que, creo, es más una “brasilización”. También tenemos los mayores escándalos de corrupción. Es un desastre. Hemos perdido la capacidad de pensar en el futuro. Si se tratara de un individuo, lo enviaríamos a un psicólogo, no a un economista.

—¿Cuál es su opinión de la lucha antiinflacionaria del gobierno de Macri?

—No sigo lo que sucede aquí todos los meses, realmente. Mi recomendación es un marco a mediano plazo.

—¿El mediano plazo sería cuántos años?

—Cinco años. Un plan fiscal a cinco años. Mi recomendación es buscar el consenso, algo inusual en Argentina. Argentina es una sociedad movilizada, hiperpartidista, tiene en su historia mucha corrupción política, mucha mala conducta, y esas divisiones han sido parte de su historia, sobre todo desde los años 40 en adelante. Es mucho tiempo. Es hora de seguir adelante. Una visión moderna, joven, basada en el consenso, con metas a largo plazo, porque este es un país que lo tiene todo; será un cliché, pero es verdad. Un país hermoso, con gente maravillosa, talentosa, y demasiado conflicto político.

—¿Qué receta debería aplicar Venezuela para salir de la hiperinflación que hoy tiene? ¿Cómo trataría la inflación en Venezuela?

—Primero, que el señor Maduro renuncie… Después de su renuncia, la inflación desaparecerá. Venezuela está en guerra civil. El chavismo es, otra vez, la historia de la política hiperagresiva, el populismo. Venezuela es uno de los países más ricos del mundo. Ha sido bendecido con tanto petróleo que se ha suicidado más de una vez. Lo único malo allí es la política. Chávez le hizo un daño enorme a Venezuela. Tuvo buenas ideas sobre justicia social, pero un Estado personalizado. Cualquier Estado creado sobre la base de una persona está mal, es nocivo, sea peronismo, chavismo o estalinismo. Es un error grave personalizar la política. Chaves lo hizo, y su sucesor, que es mucho menos talentoso, es un matón, lamento decirlo. No soy una persona agresiva, solo describo hechos concretos. Es hora de que se vaya, para que Venezuela pueda reconstruir algo de su política. La idea de mantener viva esta revolución personalizada utilizando medios opresivos está destruyendo el país. La idea de una Venezuela hambrienta es inverosímil. Si me preguntaran “¿Cómo harías para que Venezuela tuviera hambre?”, ni siquiera tendría la creatividad para destruir tanto. Con tanta riqueza… es algo inimaginable.

—¿Por qué había muchos más casos de hiperinflación en el mundo hace algunas décadas y hoy hay tan pocos? Venezuela, por ejemplo, es una de las excepciones.

—En general, las hiperinflaciones surgen a causa de guerras y revoluciones. Casi todas las hiperinflaciones se produjeron después de la Primera o la Segunda Guerra, o de revoluciones como la bolchevique. Bolivia fue una situación inusual. Era la primera hiperinflación en tiempos de paz. No hubo revoluciones, fue simplemente la inestabilidad política y la crisis financiera lo que la provocó. Desde entonces, hubo hiperinflaciones asociadas con el colapso de Yugoslavia y la URSS. La hiperinflación de Zimbabue sucedió en un Estado personalizado. La produjo el señor Mugabe, que era un matón. Tuvo sus momentos positivos, pero luego decidió que era dueño del país, y utilizó la brutalidad y la corrupción para aferrarse al poder. Por cierto, aclaro que estoy en contra de cualquier cambio de régimen generado por Estados Unidos. Cuando hablo de cambiar de régimen, me refiero a la política interna, no a la intervención externa.

—Pero en Argentina, en 1989, tuvimos un 2.000% de inflación. No es un 25.000 pero sí 2.000% de hiperinflación. En Brasil, en 1994, alcanzó el 1.000%.

—Esos fueron ejemplos post gobiernos militares. Las conmociones financieras de los años 80, lideradas por Estados Unidos en 1982 por Paul Volcker, crearon la crisis de la deuda latinoamericana; esas dictaduras no pudieron hacer una gestión social y política digna y Estados Unidos no tuvo idea de cómo reestructurar estas deudas. Estuve muy involucrado en esos debates, al principio de mi carrera, como asesor macroeconómico. Esas hiperinflaciones provenían de la bancarrota fiscal y la transición del régimen militar, y se extendieron por toda América Latina, una región que albergó muchas hiperinflaciones. Casi que inventó la hiperinflación. Sus economías, dependientes de recursos naturales y capitales externos, siempre corren el riesgo de sufrir una crisis fiscal. Así fue en América Latina durante 200 años. Para manejar la crisis fiscal sin imprimir dinero se necesita estabilidad política, una relación constructiva con los acreedores externos y consenso social. Cuando se ha pasado por tantas hiperinflaciones, como en Argentina o Brasil, todo el mundo es inteligente y sabe que el dinero es una amenaza. ¿Cuánto cambio a dólares? ¿Cuánto cambio a otra cosa?

—Todos son economistas.

—A cada fluctuación, y eso provoca una inestabilidad más marcada aún. Pero también significa que el valor de un medio plazo profesional, compartido y estable es muy importante. La estabilidad de Argentina no debería depender, o ser percibida como dependiente, de una elección de resultados. Lo más importante es ser una sociedad donde se puedan tener elecciones, alternancia de poder, y no a todos hablando de inestabilidad. Es un regalo que pocos lugares del mundo tienen, pero eso hace la diferencia. En Europa hay elecciones. Piense en Alemania. Hace meses que no tienen gobierno.

—O España.

—Sí, España un poco más, por Cataluña. Pero no hay que preocuparse de que todo eso termine con el orden social. No se vive una situación como la de Venezuela, donde ni siquiera se pueden tener elecciones porque la economía está en crisis y la sociedad, enfrentada. Hay gobiernos de coalición que van, vienen, y no transforman radicalmente.

—Con el “quantitative easing”, Ben Bernanke logró aumentar la oferta de dinero sin que se generaran tensiones inflacionarias. ¿Hay un cambio de paradigma en la inflación?

—No. Pero estamos dentro de una nueva burbuja financiera, donde hemos obtenido dinero fácil de todos los bancos centrales. El BCE, la FED, el Banco de Japón, el Banco de Inglaterra, el Banco Popular de China, de todos, que han estado en modo expansivo después de 2010, después de la crisis financiera. En general apoyé esto, porque cuando se atraviesa un pánico financiero como el que el mundo vivió después de Lehman Brothers se necesita liquidez. Pero la aumentamos de manera descabellada. El mejor ejemplo de esto es el bitcoin, a 10 mil dólares la moneda.

—Había llegado a 20 mil.

—El bitcoin, en mi opinión, tiene un valor cercano a cero, pero está cotizado a 10 mil dólares la moneda. Eso es parte de esta burbuja financiera en la que estamos inmersos. Los precios financieros están muy altos. El mercado bursátil de EE.UU. subió un 27% en 2017. Las materias primas subieron. Los bancos centrales necesitan pasar a políticas moderadas para alejarse de esta fuerte expansión. Estamos ante un riesgo de inflación. Algunos de estos precios de activos van a ajustarse a la baja, y ojalá no inventemos un nuevo paradigma. Cada vez que aparece un nuevo paradigma suele ser un signo de una burbuja, no de un nuevo paradigma.

—Entre 2008 y 2017 Estados Unidos, Europa y Japón expandieron la cantidad de dinero cuatro veces más que el crecimiento de su PBI sin que se generaran tensiones inflacionarias. ¿No es distinto el fenómeno de la inflación en el siglo XXI que en el siglo XX?

—Si esto hubiera sucedido en Argentina, habría hiperinflación. Pero eso es porque la gente entiende que el peso siempre puede empeorar. En Estados Unidos, la conflictividad en la vida normal respecto de la inflación es bastante baja, no se piensa en la conversión rápida. Ha sido así desde principios de los años 80, cuando alcanzamos picos de inflación de dos dígitos, pero bajos, un 10% o 12%. El país no tiene altos niveles de inflación desde la guerra civil. Lo que los bancos centrales no han aprendido a hacer es a evitar las burbujas financieras, por lo que a mediados o a finales de los 90 la FED era muy expansiva. Alan Greenspan dijo que estábamos en un nuevo paradigma y que teníamos la burbuja puntocom. Luego, con George Bush, para salir de la recesión tuvimos una política monetaria expansiva, y después del 9/11/01 política monetaria expansiva otra vez. El mercado de valores volvió a estallar. Hicimos la afirmación de una nueva economía y luego tuvimos la catástrofe de Lehman Brothers. Luego de Lehman volvimos a la liquidez masiva y le dimos un nuevo nombre: quantitative easing (flexibilización cuantitativa). Tuvimos ocho o diez años de crecimiento bursátil, y recordemos que cuando el mercado de valores está subiendo todos los que tienen acciones se creen genios. Nadie dice: “Esto es por la FED, o por la liquidez”. Piensan: “¡Soy tan inteligente!”. Y se sienten felices. Los precios financieros se han sobrepasado y estamos en una burbuja en este preciso momento.

—¿El hecho de que no haya presiones inflacionarias cuando todo el mundo está volviendo a crecer puede indicar que los aumentos de productividad que genera la tecnología son un contrapeso deflacionario?

—No. La inflación es un fenómeno monetario. La tecnología es un fenómeno real. Se podría tener un gran avance tecnológico dentro de una suba de precios. No confiaría en el avance tecnológico para detener las burbujas, o la inflación. Son fenómenos diferentes. Los salarios reales no aumentan debido al cambio de la tecnología hacia el capital, lejos del trabajo. Hay muchos robots sustituyendo la mano de obra, aprendizaje automático, redes inteligentes. Para cualquier nivel de precios, el crecimiento de los salarios nominales es bajo, pero eso no impide que los precios de las materias primas suban.

—Usted escribió, junto a Joseph Stiglitz, el libro “Escapar de la maldición de los recursos”. ¿Hay una maldición, o una trampa, en la abundancia de recursos naturales al confiarse en que el desarrollo vendrá del aumento del precio de las materias primas?

—Absolutamente. La vasta riqueza en recursos naturales per cápita de América Latina desplazó a las economías hacia una vida basada en la riqueza a partir de los recursos naturales, alejada del enfoque en la tecnología. En el este asiático, donde no hay recursos naturales, los políticos han entendido desde hace cien años en Japón, cincuenta años en China y Corea,‒que su estrategia debe basarse en la tecnología. Si uno vive de las materias primas tiene altibajos, es vulnerable a las crisis, enfrenta luchas económicas y políticas. Hay otro problema con las materias primas. Ya no se puede vivir del petróleo, el gas y el carbón, pese a que Argentina todavía pretende hacerlo. Es un error. Estamos a punto de abandonar los combustibles fósiles. No escuchen a Donald Trump: él tampoco va a existir. Lo que nos acompañará en el futuro será la energía eólica, solar, hidroeléctrica y otras tecnologías de baja emisión de carbono. Las materias primas primarias son buenas para obtener riqueza rápidamente, pero no son tan buenas para lograr estabilidad. Hace 33 años que trabajo en el desarrollo de políticas y cada vez que voy al este de Asia ellos hablan de lo último en tecnología; cada vez que vengo a América Latina, ustedes hablan de conflicto social.

—O del precio de las materias primas…

—Sí, y ese puede no ser el punto de partida correcto. Estuve en China el mes pasado y visité Huawei, el mayor productor de telecomunicaciones, software y hardware. Están a la vanguardia de la tecnología informática mundial. Tienen sistemas inteligentes para ciudades, salud, redes energéticas. Hay 80 mil ingenieros de I+D (investigación y desarrollo) dentro de esa empresa. Fue muy impresionante para mí observar el desarrollo liderado por la tecnología. Eso es China hoy. Me gustaría venir a Buenos Aires, que me lleven a una empresa de alta tecnología y me muestren el futuro de la tecnología aquí, y luego sentir que es una gran base económica para los próximos cincuenta años.

—El Consenso de Washington en los 90 y el Tratado de Libre Comercio fueron rechazados por los países atlánticos de Sudamérica porque suponían ventajas para Estados Unidos y desventajas para los países de la región. Pero ahora es Trump quien no quiere estos tratados. ¿A quién benefician más? ¿Por qué hay tanta contradicción? El beneficio, ¿es para Estados Unidos o para América Latina?

—Un acuerdo comercial, por sus principios básicos y económicos debe ser mutuamente beneficioso. La causa por la que deberíamos abrir el comercio al mundo es que ayuda a todos, no ayuda más a unos que a otros. Pero en un país el libre comercio puede perjudicar a ciertos grupos mientras ayuda a otros. Entonces pueden darse ganancias nacionales, pero problemas de distribución interna. En Estados Unidos tenemos libre comercio con China, que ayudan a nuestra economía en su conjunto, pero favorece intereses capitalistas mucho más que intereses laborales. Si usted es un trabajador en una industria de producción, tal vez haya perdido ingresos, o incluso su trabajo, debido al comercio con China. Quien sea parte de la economía de servicios avanzados, habrá prosperado, y si es un consumidor también, porque la mayoría de nuestros productos de consumo, como mi teléfono, fueron fabricados en China a un muy bajo costo. Entonces, ¿el comercio con China es bueno para Estados Unidos? Sí. ¿Es bueno para todos en los Estados Unidos? No. ¿Entonces? Es un problema político interno del país, donde deberíamos mejorar la redistribución para asegurarnos de que los que hayan perdido sean compensados, parcial o totalmente, por aquellos que ganaron. Entonces viene el señor Trump, un hombre elemental, tal vez enfermo mentalmente –clínicamente digo, no políticamente–, y decide anular estos acuerdos. No entiende nada. Pero lideró una campaña que decía: “Estamos perdiendo contra los violadores mexicanos, contra los revisionistas chinos y contra los terroristas musulmanes”. Pura demagogia política, pero también un concepto limitadísimo, de un simplón rodeado de gente no muy inteligente, rica y nada inteligente. La afirmación “perdimos” es errónea. Lo que falta es sentido de la redistribución, y aquí culpo a los estadounidenses más ricos. Porque si uno vive en Nueva York, como yo, ve más megarriqueza de lo que uno puede imaginar. Cada año conozco a algunas de las personas más ricas del mundo, aunque no sea parte de su círculo social ni político. La riqueza que tienen es increíble. Nunca ha sido tan grande. Y se puede ver, por cierto, en la ciudad de Nueva York porque los restaurantes más elegantes están repletos. Pero si vamos a Queens, Brooklyn o el Bronx, hay tiendas con frentes clausurados por todos lados. Por lo tanto, son dos sociedades. El problema no es atacar a China, ni a México. El problema es poner nuestra propia casa en orden mediante una redistribución. Que los ricos den algo a cambio. Pero eso es lo opuesto al mundo Trump, que nos arrastra a una situación peligrosa. Espero que se vaya pronto, porque no está preparado para ser presidente de Estados Unidos.

—Brasil no solo creció exponencialmente entre 2003 y 2012 por el aumento del precio de las materias primas, sino también por el aumento de los flujos de capital. ¿Puede esperar Latinoamérica un nuevo ciclo de flujos de capitales?

—América Latina pasó un período muy bueno de 2003 a 2012 porque fue el superciclo de las materias primas. Hubo entradas de capital y reformas económicas y sociales positivas en Brasil, con Cardozo y con Lula. Hubo gran expansión de la educación, mayor enfoque en ciencia y tecnología. ¿Qué pasó después? Su sistema estaba tan contaminado por la corrupción, que esa putrefacción terminó creando una crisis en la que todavía se encuentra. Es la política la que venció a Brasil. En los años 2013-2014 di un discurso muy optimista sobre Latinoamérica. Dije que todos los factores estructurales subyacentes, sobre todo el aumento de la educación, fueron el gran beneficio a largo plazo. Luego vino el colapso masivo del sistema político. Yo espero que Lula no quiera ser reelegido. Brasil tiene políticas que indican que la gente que ha sido condenada no puede postularse. Es mejor que llegue una nueva generación, limpia. Lo mismo con Venezuela. La corrupción que se extendió por toda la región –a veces fue una sola empresa la que repartía el dinero por todas partes– causó daños enormes. No existe una razón intrínseca para que América Latina esté en esa situación. Sus principios básicos para el desarrollo sostenible son muy fuertes. Este es el granero del mundo en un mundo donde los alimentos son muy importantes. América Latina será capaz de alimentarse a sí misma y alimentar al mundo. Argentina podría abastecer de energía a toda Sudamérica con el viento, la energía solar y su potencial hidroeléctrico. La región andina tiene un enorme potencial de energía eólica, solar y de energía hidroeléctrica masiva que aún está infraexplotada. Argentina es un país muy instruido. Otras partes de la región han hecho grandes avances en educación. ¿Qué les falta? Consenso político, un conjunto claro de metas, un consenso social básico sobre la inclusión y la política. Y falta la comprensión institucional para construir las universidades, la base tecnológica como núcleo estable para los próximos cuarenta años. ¿Dónde están sus ingenieros? ¿Dónde está la red ecológica? ¿Dónde están los sistemas informáticos? Todo esto se puede desarrollar.

—Por primera vez desde la crisis de Lehman Brothers, Estados Unidos, Europa y Asia están creciendo simultáneamente. ¿Esto indica que se superó la gran crisis de 2008?

—Sí. Pero necesitamos evitar la próxima. Estamos rodeados de burbujas, tenemos que cambiar las políticas monetarias de expansión, a estables. Tenemos que superar las inestabilidades de Trump, así que... las macroeconomías son cíclicas, vulnerables a los cambios bruscos, a las burbujas. ¿Las hemos conquistado? Absolutamente no. ¿Estamos superando la crisis de

2008? Sí.

—En cualquier caso, ¿seguirán subiendo progresivamente las bajísimas tasas de interés mundial de estos últimos años?

—Deberían. Deberían hacerlo porque los tipos de interés son cíclicamente muy bajos ahora. Estas burbujas están relacionadas con el QE (quantitative easing) y todos los principales bancos centrales, por lo que deberíamos esperar que vuelvan a los tipos de interés normales. Me gustaría decirles algo a los asesores financieros. Hagan gráficos del comportamiento a diez o veinte años. Busquen tendencias históricas a largo plazo, no solo a dos años. Hacer una proyección a largo plazo puede dar mucha perspectiva.

—En 2017 los precios de las materias primas subieron 13% sobre 2016. ¿Cree que subirán, se mantendrán estables o bajarán?

—Creo que serán volátiles.

—Subirán y bajarán, las dos cosas.

—Sí, y en la próxima crisis financiera que vendrá, bajarán. El motivo para la subida es, en parte, una corrección de la recesión posterior a 2008. Heredaron la volatilidad. Yo creo en una inversión media en términos reales, y a largo plazo. Buscaría cualquiera de estas para las grandes desviaciones del ajuste de inflación en relación con el largo plazo.

—¿Dónde puede surgir la próxima crisis mundial? ¿Cuál podría ser el próximo desencadenante, como fueron la crisis de las hipotecas en 2008, la crisis asiática de 1997, el lunes negro de 1987 o la crisis del petróleo en 1973?

—Si miramos 2008, 1997 y 1987, todas fueron crisis lideradas por Wall Street, incluso la asiática, porque siguió a la devaluación del baht tailandés, y la repentina y exagerada retirada del capital internacional de Asia. Lo que demuestra que el sistema financiero basado en los Estados Unidos ha sido inestable. Ese tipo de crisis siguen siendo posibles. La crisis del petróleo de 1973 fue en parte financiera, y en parte geopolítica. La peor crisis del mundo podría venir de Corea del Norte, y los riesgos pueden ser horribles. El objetivo número 1 en el mundo debería ser evitar una guerra nuclear. Créame, eso haría que cualquier otro tipo de crisis fuera mínima, en comparación.

—La aparición de un cisne negro que restrinja el crédito y el flujo de capitales hacia los países en vías de desarrollo afectaría muchísimo a un país como Argentina. ¿Qué remedio podría aplicar la Argentina si esto sucediera?

—En primer lugar, grandes reservas de fondos financieros para amortiguar la situación, y evitar que dependan de la buena voluntad de su capital a corto plazo, o de sus materias primas. Un presupuesto que no esté siempre en el máximo déficit financiable, pero que esté bajo control. Un marco a mediano plazo, acuerdos de canje con otros bancos centrales para que, si algo sale mal, no se desate el pánico sino que haya una solución. Buenas relaciones con China y con Estados Unidos, de modo que haya una economía diversificada. Hay tres grandes centros económicos en el mundo: Europa, Estados Unidos y China, son tres bloques financieros emergentes. Para que un país como Argentina se mantenga diversificado, debe ser amigable con todos. Este ya no es un mundo liderado por Estados Unidos.

—En su libro “The shock doctrine”, Naomi Klein sostiene que el capitalismo explota las crisis nacionales para impulsar políticas de shock que, de otra manera, no sería aceptadas. ¿Está de acuerdo con esa idea?

—Creo que el principal aspecto del capitalismo es que hay diferentes estilos. Mencionaría las dos variantes tradicionales, y luego una tercera. Una ha sido la variedad anglosajona, más neoliberal. La segunda, el capitalismo de mercado social o socialdemócrata, que sería Escandinavia y Alemania. Soy un admirador de la segunda categoría. Ambos tipos de capitalismo se construyen sobre no poca codicia, pero el primer tipo de capitalismo tiende a promoverla, mientras que el segundo tipo de capitalismo trata de acotarla: “Aceptamos cierto nivel de codicia, y mantenemos la economía en marcha”. Mientras que el modelo anglosajón, especialmente el estadounidense, dice: “Nos encanta la codicia”. Naomi Klein escribe sobre la variante norteamericana extrema del capitalismo.

—¿El capitalismo es una ideología o una cultura? ¿Es una cultura de la codicia?

—Sí. El capitalismo, históricamente, es una especie de acuerdo faustiano en este sentido. En la Edad Media, la economía era una economía agraria y en Europa se guiaba por principios eclesiásticos. No se utilizaban precios justos. La idea era que había un marco moral y una sociedad rural estable. El capitalismo surgió con el descubrimiento de América, las primeras empresas capitalistas fueron las de las Indias Orientales y las del Sur. Estas sociedades de capital conjunto salieron a explotar las nuevas rutas comerciales, a producir algodón, azúcar, tabaco, oro, plata. El capitalismo era un acuerdo faustiano en el sentido del doctor Fausto: significaba aprovechar la codicia para el desarrollo. La codicia es una fuerza poderosa. La gente codiciosa moverá montañas, destruirá bosques tropicales, creará guerras, esclavizará gente, todo para generar riqueza. La riqueza es una adicción increíblemente poderosa. El capitalismo se sirvió del instinto más poderoso que tenemos para la economía, y creó este dinamismo que no se había visto nunca antes. No existe un sistema económico que pueda compararse con el dinamismo capitalista. Puso la codicia en el centro del sistema y todos miraban hacia otro lado mientras la gente era esclavizada, o se cometían genocidios para quitarles sus tierras a los indígenas. En el siglo XIX, el capitalismo se enfrenta a sus dos grandes contrincantes. Uno, el socialismo, que dice: “Esta codicia es cruel, mejor tengamos una sociedad dirigida por el Estado”. El segundo fue la socialdemocracia, que dice: “Podemos domar esa codicia”. El socialismo del siglo XX que conocimos creó sus propias atrocidades. Eliminó el dinamismo y creó tanto poder estatal que desató fuerzas imposibles de controlar. La idea socialdemócrata, que llegó a Escandinavia en la década de 1930, y a Alemania después del nazismo, resultó ser el mejor modelo. Se acepta cierto nivel de codicia como un mal que hay que tolerar, no elogiar.

—¿De qué se trata esa tercera variante del capitalismo que antes había mencionado?

—Esa tercera variante es una especie de mercado estatal que China está en proceso de idear. Un sistema diferente. Una parte estatal maneja una economía de mercado importante que ha demostrado ser exitosa en la construcción de infraestructura, educación y competencia. ¿Produce una vida satisfactoria, una ideología de bienestar? Eso está por verse. Porque China es muy codiciosa, con todos los riesgos del gobierno unipartidista. Tiene, desde 1978 –ya entramos en el cuadragésimo aniversario de Deng Xiaoping–, un éxito económico increíble con un importante punto en contaminación masiva que ahora están asumiendo. China tiene muchas ventajas y podría hacer un aporte tremendo. Soy optimista en este aspecto, pero esta historia se está desarrollando hoy, y también es imprevisible.

—En los años 90 se suponía que, al hacer competitiva la economía de un país, se terminaría haciendo competitiva su política. El modelo a copiar era el de Corea del Sur y muchos de los tigres asiáticos del siglo XX. Pero China y Rusia muestran que puede haber capitalismo con partido único, como en China, o elecciones sin una verdadera democracia, como en Rusia. ¿Se desacopló la economía de mercado de la democracia liberal?

—Por ahora, sí. China tiene una economía de mercado y no es una democracia liberal. Funcionó durante treinta años, eso es innegable y plantea preguntas sobre el futuro. El modelo liberal democrático de Estados Unidos está en crisis, por lo que ya no es un paradigma. Nuestro sistema está paralizado, dividido, corrupto, y por lo tanto es difícil decir que sea el sistema que se debería tener. Los grupos de presión se volvieron tan poderosos, que ahora dirigen en gran medida el gobierno. Tenemos cuatro, muy grandes: Wall Street, las grandes petroleras, las grandes compañías de salud y el complejo industrial militar. Escriben las leyes, literalmente. La administración no tiene el espacio para hacerlo. Por lo tanto, cuando se redacta el proyecto de ley de impuestos, es presentado por los miembros de los grupos de presión. La democracia liberal estadounidense no está funcionando. Para volverla competitiva debe ofrecer un producto mejor, una verdadera representación, bienestar y una sociedad justa. Si todo lo que tiene para ofrecer es Donald Trump, está afuera. Ese es el problema. Tenemos que hacerlo mucho mejor si queremos que prevalezca ese modelo. Soy partidario de la democracia liberal, pero me gusta cómo funciona el sistema sueco. Mucho mejor que el estadounidense, menos corrupto y menos dominado por grupos de presión. No creo tanto en los sistemas presidenciales. Si me preguntaran sobre una reforma constitucional en cualquier lugar, estaría firmemente en contra de un sistema presidencial fuerte.

—¿Es acertada la figura del “fin de la historia” de Francis Fukuyama para metaforizar que no hay nada superior al capitalismo?

—No. Desafortunadamente la historia no se termina, porque la capacidad humana, tanto para la historia positiva como para la negativa, continúa. Hay dos razones por las que la historia no termina. Una es esta revolución tecnológica que cambiará nuestras instituciones, nuestra política y la naturaleza de nuestra economía. La otra, la catástrofe ecológica, que cambiará la manera en que el mundo funciona. Hay una tercera razón por la que la historia no termina: el poder en la política. Capaz de hacer que, aunque las cosas vayan bien, exista una tendencia a hacerlas mal. Pensemos en Europa en julio de 1914. Era dinámica tecnológicamente, estaba en paz y en auge científico y de bienestar. Y explotó la Guerra. Dios no lo permita, pero Fukuyama cometió un error trivial al tomar un momento y declararlo “el fin de la historia”.

—¿Cuál es su opinión sobre el libro de Thomas Piketty “El capital del siglo XXI”?

—El gran punto de Piketty es el aumento de la desigualdad y la tendencia a que nuestras economías se vuelvan –él no lo dice, lo digo yo– más intensivas en capital a causa de los cambios tecnológicos. Esas fuerzas agravarán la desigualdad. No creo que haya leyes estrictas de desigualdad, pero hay fuerzas del mercado que deberían ser contrarrestadas. El determinismo histórico no me parece la mejor visión. La elección sí, es la idea correcta. Las soluciones, en mi opinión, están en el enfoque socialdemócrata.

—Las encíclicas del papa Francisco critican el capitalismo desde la perspectiva de la doctrina social de la Iglesia. ¿La doctrina social de la Iglesia fue una tercera vía entre el capitalismo y el comunismo? ¿Qué opina sobre el Papa?

—Sí, en realidad, desde 1891 las doctrinas sociales de la Iglesia han estado a favor de una economía de mercado, pero en contra de la codicia. Por lo que volvemos a nuestra discusión de que teníamos que aceptar el acuerdo faustiano tal como es. Cuando León XIII introdujo el Rerum Novarum en 1891, se refería a la industrialización. Había un orden industrial nuevo, y dijo: “La Iglesia no está en contra del mercado, no está en contra de la propiedad privada, pero la propiedad privada tiene que vivir dentro de un marco moral”. Eso dice Francisco en el Laudato si’. Lo mismo. Creo que es una idea maravillosa. Una economía de mercado en un marco moral. Es lo que necesitamos, y el Papa lo pide: “No les hablo solamente a los seguidores de la Iglesia, hago un llamado al mundo todo”. Debatir sobre ese marco moral con los chinos, con los indios, con los africanos, con los latinoamericanos, con mi país. Creo que puede haber un marco moral común, de lo que es decente, de lo que es correcto. Es la idea básica más importante y lo que necesitamos en el mundo actual: el diálogo moral. No tenemos mucho de eso. Sigo de cerca los discursos del presidente Xi. Habló en el XIX Congreso del partido el mes pasado, en China, y mencionó muchos conceptos morales. ¡Fantástico! Esa es mi idea de hacia dónde el papa Francisco se dirige con esa importante contribución. Tiene razón. Las enseñanzas sociales de la Iglesia tienen mucho que decirnos.

—¿Qué quedó del BRIC (Brasil, Rusia, India, China)? ¿Hoy son solo China e India?

—Es Brics, así que deberíamos preguntar por Sudáfrica también. Ya hemos hablado sobre China. La India es otra historia compleja, pero está logrando un progreso económico y la tecnología de la información podría ser un facilitador de su desarrollo. El gran desafío de Brasil es limpiar su sistema. Cada vez que visito Brasil, desde hace treinta años, mis amigos brasileños me dicen: “No te imaginas lo corrupta que es nuestra política, y aun así el sistema funciona”. Pero, por lo visto, en los últimos cinco años dejó de funcionar porque estaba tan corrompido que colapsó. Alguien dijo: “¡Miren qué corruptos que son!”. Y así, como el emperador sin ropa, los fiscales actuaron. Fue algo espantoso. Ese es el gran desafío de Brasil. El gran problema ruso es la geopolítica. Se remonta a la discusión de Gorbachov sobre la ampliación de la OTAN, y a las reacciones de Putin. Están en una espiral descendente de hostilidades mutuas que, en general, no suelen tener un buen final. Tenemos que volver a una idea compartida de las tres grandes partes. Eurasia, que es la Unión Europea, las naciones occidentales principalmente; Irán, Asia Central, la antigua URSS y las naciones del este; y el sur de Asia.

Son más de 3.500 millones de personas. Hay tanto trabajo importante que hacer para vincular esas economías… Si las principales regiones de Eurasia dijeran: “Bueno, ¿por qué estamos discutiendo tanto?”, habría un auge de inversiones en los próximos cuarenta años que harían que Eurasia sea sostenible económicamente, e integrada al mundo. Esto sería muy constructivo. Rusia, si miramos el mapa, se asienta entre China y Europa. Así que mejorar el transporte, la conectividad, la energía renovable, las redes que conectan Europa, Rusia y China, sería un boom para Rusia. Y sería fantástico, tanto para Europa como para China. Si se mira la geopolítica como economía cooperativa, no como ganadores y perdedores competitivos, pueden surgir oportunidades fantásticas que solucionen muchos problemas. Y eso es lo que necesitamos.

—¿Qué opina de la manera en que Argentina resolvió su problema con la deuda externa?

—No seguí a fondo los detalles, así que no puedo hablar del resultado exacto. Argentina fue ejemplo de un problema permanente que ya señalé en 1987, 31 años atrás: no hay ningún régimen institucional internacional para manejar la deuda soberana, excepto los fondos buitre, las Cortes Federales norteamericanas y las negociaciones entre un gobierno y sus agresivos acreedores. El sistema está mal. Se necesita decirles a los fondos buitre: “No podemos acceder a los términos del acuerdo”. Sucede otra vez con Grecia, que está en marcha desde hace ocho años, y con Puerto Rico. Los fondos buitre juegan con las reglas de siempre, toman deuda a costo muy bajo y luego exigen el pago completo, esperando que las Cortes honren sus reclamos. No hablaré de los términos de los acuerdos argentinos, pero sí diré que tenemos un fracaso institucional permanente que cada año, o cada dos años, atrapa a otro país en esta trampa. Es muy doloroso y conduce a resultados terribles.

—Algunas de sus reformas económicas que funcionaron muy bien en países como Bolivia y Polonia fracasaron en una economía más grande como la de Rusia. Usted lo atribuyó al “triunfo de la política sobre la economía”. ¿A qué se refiere con eso?

—Un asesor económico es, a fin de cuentas, solo un asesor. Hace casi cuarenta años que lo hago. El trabajo se basa en dos principios. Uno, hacerlo lo mejor que pueda ser concebido y explicado. Segundo, no tener ningún interés financiero o personal en el tema. Uno es independiente, se basa en su trabajo y en su salario académico. Esos son mis principios. El consejo tendrá éxito si es de calidad, realista; si fue creado en un contexto político particular; y por último, si puede combatir los dos grandes vicios de la sociedad: la corrupción y los planes a corto plazo. La economía necesita al menos diez años para lograr un buen resultado. Suelo decir: “Incluso ya sin hiperinflación, Bolivia seguía empobrecida; si quieres resultados reales, se necesitan diez o veinte años, porque la economía real se basa en la inversión, la tecnología, la infraestructura, la educación, no en trucos”.

—¿Y qué sucedió en el caso de Polonia?

—En ese caso, el asesoramiento fue darles un buen consejo, que resultó ser útil para los intereses norteamericanos y para la política polaca de la época. Les gustó lo que dije y adoptaron las ideas. En Rusia, la situación era más compleja: el colapso del imperio, el fin del régimen, el complejo industrial militar, las enormes divisiones de la sociedad. No había consenso sobre qué hacer y enormes intereses corruptos enfrentados. Daba consejos, pero no eran aceptados internamente, porque había una gran batalla ideológica. La corrupción aumentaba y renuncié. Odio la corrupción, no puedo luchar contra ella como asesor, no quiero ser parte. Así que me fui. Estados Unidos actuó de forma muy equivocada. Yo era partidario de Gorbachov, creía en su visión idealista. No entendí la mentalidad neoconservadora americana hasta muchos años después, cuando vi la expansión de la OTAN, las guerras en Oriente Medio, la ideología de “América primero”. Solo mirando hacia atrás entendí por qué los Estados Unidos tomaron, en 1992 y 1993, lo que yo creía eran pésimas decisiones. No querían ayudar a Rusia. Querían ganar la Guerra Fría. Si vemos la geopolítica como una lucha de suma cero, donde algunos están arriba y otros abajo; o como la ve Trump en su visión simplista, con asesinos y perdedores –porque es lo que su padre le enseñó–, solo se trata de una enfermedad mental, una forma peligrosa de ver las realidad. Porque los chinos no se ven como perdedores, no quieren verse así. Los Estados Unidos no deberían verse como asesinos, ni siquiera como ganadores. Deberíamos estar viéndonos como un pueblo que vive en un momento frágil, peligroso y difícil, en el que tenemos que trabajar juntos para encontrar soluciones. No adhiero a la política hiperpartidista, en la que tú ganas, robas e intentas mantenerte en el poder. Pero esa es la clase de política que, por desgracia, se impuso.

—En la aplicación de su plan antiinflacionario en Bolivia, usted contó entre sus ayudantes con el nuevo ministro de Economía de Chile, Felipe Larraín, y el ex presidente del Banco Central de Argentina Martín Redrado. ¿Mantiene alguna relación con ellos?

—Hace mucho que no veo a Martín. En el pasado fue un amigo maravilloso, pero hace muchos años que no estamos en contacto. Con Felipe sí nos vemos bastante seguido. Lo nombraron ministro de Hacienda de Piñera, como en 2010. Bromeamos entre nosotros, porque yo soy centroizquierda, y él, centroderecha, pero nos parecemos mucho.

—Usted fue el director de su tesis.

—Sí, lo fui, y hemos sido amigos y colegas cercanos. Es un ministro de Finanzas meticuloso, profesional, honesto y utiliza excelentes herramientas de la macroeconomía. Da consejos profesionales excelentes. Tal vez sea el ministro de Hacienda más profesional que conozco a nivel mundial. Sabe todos los números, mira toda la información todo el tiempo, mantiene una perspectiva a mediano plazo, sin rodeos, y ha administrado las finanzas públicas de manera impecable. Una parte importante del éxito de la gestión Piñera y esta elección ganada tienen mucho que ver con él.

Pobreza cero

—Uno de sus libros es “El fin de la pobreza”. Argentina empujó hacia la pobreza al 30% de su población y el presidente Macri tuvo como lema de su campaña presidencial “pobreza cero”. ¿Es posible el fin de la pobreza o “pobreza cero”?

—En mi libro y en mi trabajo para las Naciones Unidas, el tipo de pobreza que estoy tratando es lo que llamamos pobreza extrema o pobreza absoluta. Cuando la gente no puede satisfacer sus necesidades básicas: una alimentación adecuada, agua potable, saneamiento, acceso a servicios básicos de energía como la electricidad, acceso a la atención sanitaria. Este tipo de pobreza debería desaparecer de este mundo rico que tenemos, y escribí que eso podría lograrse para el año 2025. Los Estados miembros de las Naciones Unidas votaron en 2015 a favor de acabar con la pobreza extrema para 2030. Para un país rico como Argentina, esto no tiene nada de obvio. Nadie en Argentina debería estar privado de sus necesidades básicas, nadie debería tener hambre en el “granero del mundo”, nadie debería carecer de acceso a los servicios básicos de salud, ningún niño debería ser incapaz de ir a la escuela, ningún hogar carecer de agua potable y saneamiento. La mayor parte de la pobreza argentina no es extrema, sino más bien relativa. Las personas pueden satisfacer sus necesidades básicas, pero están muy por debajo de la mayoría de la sociedad. ¿Qué debe hacer Argentina para vencer esa pobreza relativa? Uno, reforzar los servicios públicos para asegurar que las escuelas, los hospitales, la electricidad y las rutas satisfagan las necesidades de todas las comunidades. El otro es, simplemente, un medio de redistribución del ingreso, asegurándose de que los ricos paguen impuestos adecuados y que estos se transfieran según sea necesario, para apoyar a familias pobres, jubilados, discapacitados, desocupados; para la readaptación laboral y para los que no tienen aptitudes para la economía moderna. En política se llama socialdemocracia, y es la filosofía en la que creo. Los países que mejor la han desarrollado son los del norte de Europa: Suecia, Dinamarca, Noruega, Alemania, los Países Bajos. Redujeron la pobreza relativa a una proporción muy pequeña y solo un 5% de los hogares está por debajo de la mitad del ingreso medio. Argentina y Estados Unidos hacen lo mismo. En mi país no hay pobreza baja, pero sí pobreza extrema, hogares tan necesitados como en los lugares más pobres del mundo. Suelen ser comunidades afroamericanas u otras comunidades minoritarias. Están indefensos, son discriminados, están en regiones remotas, sufren enfermedades que deberían haber sido eliminadas hace cien años.

—Pero no en la misma proporción que en Argentina.

—En una proporción pequeña, pero tenemos mucha pobreza relativa, porque Estados Unidos está profundamente dividido por la raza, por la etnia, por la región, por la ideología, algo que no es tan distinto a Argentina. Ambos países tienen mucha desigualdad. No tenemos una socialdemocracia efectiva; no existe un consenso sobre temas básicos como la redistribución del ingreso, el pago de impuestos, las responsabilidades de los ricos. Por eso seguimos siendo sociedades divididas.

—El fin de la pobreza apelando a la ayuda y el asistencialismo genera al mismo tiempo un estancamiento, porque le quita a la persona o un conjunto de ellas la necesidad de desarrollarse por sus propios medios y evolucionar.

—La idea de que si se ayuda demasiado a los pobres se les quita el poder a los ricos, o que se quitan las motivaciones de los pobres es, en mi opinión, una ideología cruel del siglo XIX, llamada darwinismo social. Es una visión muy equivocada. Claro que los incentivos importan, pero si los ricos pagan impuestos, dicen mis observaciones y la historia, aún tienen incentivos para ganar dinero, no detienen el esfuerzo. Y si se ayuda a los pobres con asistencia sanitaria y buena educación, se les da una gran ayuda. Lo que margina a los pobres es el hambre, la falta de educación, la desesperanza. Ayudar a los pobres de ninguna manera es quitarles ningún incentivo.

—¿Por qué en Estados Unidos prosperó el darwinismo social?

—Surgió en el pensamiento social después de Darwin. Herbert Spencer fue un sociólogo que tomó la teoría de la evolución de Darwin y la convirtió en una teoría social. Una idea cruel. En Estados Unidos hay una escritora terrible, Ayn Rand, que escribió novelas de mala calidad y luego se convirtió en filósofa. No es filósofa, solo una señora grosera que fingía serlo. Su propuesta fue muy mezquina, y por desgracia tiene muchos seguidores, como el presidente de nuestra Cámara de Representantes, Paul Ryan. Si pudiera, él pondría en marcha un sistema desagradable e injusto basado en Ayn Rand. También tenemos dos hermanos súper ricos, David y Charles Koch, con una fortuna de 100 mil millones de dólares heredados de su papá, como suele pasar con esta gente tan egoísta. Son agresivos, los llamamos “libertarios”;‒“neoliberales” les dirían aquí, son agresivos, ingenuos, nada inteligentes y con ideas peligrosas. No son agradables. Su idea es: “No ayudemos a los pobres”, como escribió Ayn Rand. Esa es la raíz de la maldad y la inmoralidad, no la raíz de una buena sociedad.

—¿Cuál es su opinión del plan social que existe en Argentina, la Asignación Universal por Hijo, y la Bolsa Familia en Brasil?

—En general, la idea del apoyo social condicional básico es una buena idea. Puede ser corrompida, puede ser mal utilizada, pero la idea de que la familia pobre debe tener apoyo es una vieja idea democratacristiana. ¿Cómo se puede tener un hogar pobre y permitir que los niños padezcan daños cerebrales o un desarrollo limitado porque no reciben buena nutrición, inmunización, o no van a la escuela? Es un pensamiento horrible el dejar sufrir a cualquier niño. Son los inocentes de nuestra sociedad, sufriendo por la pobreza de sus padres. Este tipo de apoyo familiar no es una idea revolucionaria, es solo una buena idea que toda sociedad decente debería considerar.

China, Rusia, Cuba y el comunismo

—Gorbachov salió del comunismo haciendo reformas políticas, mientras que Den Xiaoping salió del comunismo haciendo reformas económicas. ¿Por qué China tuvo más éxito que Rusia?

—Hay algo básico que la gente debería entender, que es algo contradictorio, y eso es que el ingreso per cápita en Rusia, hoy, es significativamente más alto que en China. Pensamos en China como una gran historia de éxito económico, y pensamos en Rusia como una gran crisis. Sin embargo, Rusia tiene un ingreso per cápita mucho más alto que China. ¿Cómo se puede armonizar esto? China vivió una rápida transformación: de una pobreza rural a una afluencia urbana. Eso fue una enorme transformación, la más rápida de la historia. Un gran éxito para Deng Xiaoping. La historia de Rusia fue diferente. En 1991 el país se independizó y ya era una sociedad urbana y una economía industrial, pero no una economía industrial urbana exitosa. Rusia era un Rust Belt,‒cinturón industrial, un complejo industrial militar con ciudades ocultas que no aparecían en los mapas, lugares en Asia central alejadísimos de los mercados mundiales, construidos por la paranoia del sistema stalinista, sin viabilidad económica. China se encontró en una fase de construcción, de 1978 hacia adelante, y Rusia en fase de reestructuración. Construir suele ser más fácil, uno comienza desde cero. Hay que tener políticas sólidas, buenas ideas y bastante suerte durante un largo tiempo, y China lo tuvo. Rusia tuvo problemas porque la reestructuración significa que muchas cosas deben caer para que otras surjan. Lo más difícil fue desarmar ese complejo militar industrial, porque era el núcleo del sistema de planificación central stalinista. Eso fue violento y traumático, en medio de la pérdida de la propia URSS, porque el pueblo, especialmente los rusos soviéticos, estaban orgullosos de su imperio. Ese trauma fue muy grande. Luego fui testigo y protagonista de un hecho político importante, cuando Gorbachov estaba en el poder y dijo: “Necesitamos cooperación, una relación abierta entre Europa y la URSS que se extienda desde el Atlántico hasta el Pacífico”. Una visión idealista que apoyé. Pero ciertos políticos de mi país tenían una visión diferente, que era: “Ganamos, tú perdiste: ahora pagarás el precio y tomaremos el control”. La idea de los neoconservadores de Chaney, y la de varios presidentes desde entonces, era extender la OTAN a Hungría, Polonia y la República Checa.

—Europa del Este.

—Sí, para luego ir al Báltico y extenderla a Georgia y Ucrania. Putin se sintió acorralado. Eso era la anticooperación. Era dominación occidental, y por lógica reaccionó de una manera dura en Ucrania. Mi interpretación, desde la perspectiva rusa, es que ellos no aceptarían el cerco de la OTAN. China fue inteligente y dijo: “Somos parte del sistema internacional; no peleamos con nadie, solo queremos ganar dinero y desarrollarnos”. Las relaciones con EE.UU. eran buenas, los mercados estaban abiertos, y China se desarrolló muy rápido, mientras que Rusia se quedó con un conflicto que comenzó hace ya más de diez años y se volvió muy serio. Ahora los estrategas de Estados Unidos ven a China como una amenaza. Y dicen: “China está en tres rankings de amenazas a nuestra seguridad”. Es nuestra nueva doctrina, de hecho. Están los terroristas; los “países rebeldes”, con Corea del Norte e Irán encabezando la lista, y las “potencias revisionistas”: China y Rusia. Esta es la visión de los líderes de la seguridad estadounidense, que quieren conservar su dominio en el mundo. Una doctrina peligrosa, porque en nuestro mundo dominar significa provocar conflictos. Mi país siempre se orienta hacia el conflicto, porque muchos estadounidenses piensan: “Somos el número uno del mundo y queremos seguir así; y si hay una potencia revisionista como China, hay que detenerla”. Pero China es demasiado grande para ser detenida. Y si China fuera “detenida”, eso implicaría una enorme confrontación. Y por último: ¿qué significa “revisionista” para estos derechistas norteamericanos? Quieren decir “esos países que no aceptan a EE.UU. como líder, quieren un sistema multipolar”. Bien: coincido con ellos. No creo que EE.UU. sea el único líder mundial.

—Su recomendación a la Rusia poscomunista fue: “Empiécese con el abandono de la intervención estatal, libérense los precios, promuévase la competencia en la empresa privada, véndanse las empresas estatales tan rápido como sea posible”. ¿Volvería hoy a recomendarle lo mismo a un país en la situación de aquella Rusia?

—En realidad, no recomendé eso de vender empresas estatales lo antes posible. Lo que dije fue que Rusia debía pasar de una economía planificada centralizada a una economía de mercado; debía liberar los precios, promover la competencia y corporativizar sus empresas, ponerlas bajo el imperio de la ley. En el sistema estatal estaba la Agencia Central de Planificación.

—La Gosplan.

—Pero cuando la Gosplan fue eliminada, esas empresas se quedaron sin gobierno. Por eso dije que necesitaban una junta directiva, una estructura legal y un marco contable. No creía en una venta rápida porque pensé que todo sería corrupto, y no era mi responsabilidad asesorar en privatizaciones. Me mantuvieron lejos de eso, porque yo no estaba a favor de lo que ellos hacían. Solo asesoré en la macroeconomía, cómo controlar el déficit presupuestario y cómo negociar con los países occidentales sobre finanzas. Mis recomendaciones no tuvieron éxito porque EE.UU. rechazó todo lo que les recomendé. Quería que Occidente fuese más cooperativo. Mi visión siempre ha sido la de una economía mixta. Soy socialdemócrata, filosófica e ideológicamente. Creo en un dominio fuerte del Estado, junto con un dominio fuerte de los mercados. Mi economía favorita es Suecia, no soy partidario del tipo de visión neoliberal.

—¿Cómo cree que debería ser la salida de Cuba del comunismo? ¿Cuál es su idea para el futuro?

—La realidad para Cuba es que enfrenta un embargo y una hostilidad por parte de Estados Unidos que lleva casi sesenta años. Serán sesenta en 2019. La mentalidad estadounidense durante un siglo ha sido la de dominar. Cuando el país se independiza, una de las primeras cosas que se hicieron en los años 1820 fue la doctrina Monroe, “América para los (norte)americanos”. “Manténganse alejados”, les dijeron a las potencias europeas. Eso fue de una soberbia enorme. A partir de 1898, el país pasó a ser una potencia al capturar un pequeño imperio en Cuba, Puerto Rico y las Filipinas, y aún tiene la colonia de Puerto Rico, que yo no llamaría colonia, pero el Congreso la tratan como si lo fuese. Abandonó a Cuba en 1901, pero con la enmienda Platt, decía cosas como: “Decidiremos sobre tu política, dirigiremos tu país como queramos, acatarán nuestra política exterior y nos quedaremos con la bahía de Guantánamo”, que Trump acaba de ratificar como propia. Es interesante. Trump dijo: “Debemos quedarnos con Guantánamo”. ¿Les preguntó a los cubanos? Porque es parte de su territorio… pero no para la mentalidad estadounidense. Castro fue una afrenta tan grande a la hegemonía norteamericana, que nunca pudimos superarlo como país. Cuando llegaron los anticastristas y armaron la poderosa base política de Florida, eso también fue decisivo para los votos en el Congreso. Y así estamos luego de sesenta años, sin haber eliminado las barreras comerciales. Nunca nos hicimos responsables por el bloqueo, solo seguimos haciéndoles demandas. Esto hace imposible que Cuba se ajuste, porque ellos quieren la soberanía. Recuerdan cuando los marines intervenían, se acuerdan de Batista, de la época de corrupción de los años 50 con los casinos, el juego y la hegemonía del mercado estadounidense. Los cubanos no quieren eso. Así que estamos en un punto muerto. Estuve en Cuba el año pasado y me reuní con académicos cubanos, no con el gobierno. Deberíamos tener talleres, estudios sobre cómo reintegrar la economía cubana. Cómo avanzar, cómo abrirnos a un tipo de cambio unificado y a la inversión, sin abusos. Pero es imposible con las políticas de hoy, con estos derechistas agresivos, señalando con el dedo, acusando, tan ignorantes de la historia.