—Para los griegos clásicos, la palabra para la verdad era “aletheia”. Incluye el término “leteo”, que en su lengua tenía dos connotaciones: olvido y ocultamiento. ¿Qué vínculo hay entre memoria y verdad?
—No es una pregunta sencilla. Depende de cómo se conciba la memoria o las memorias. Parto de la premisa de que la memoria es un proceso subjetivo. Nos sucede y rememoramos. Puede haber muchos aspectos, objetos externos, monumentos, libros, películas, pero al final la memoria es un proceso subjetivo. La gran pregunta es la relación entre verdad y subjetividad, que es mucho más amplia que entre verdad y memoria. El pasado ocurrió. Los hechos están ahí. Si se trata de un pasado histórico, social o político, pasó. Lo que no necesariamente está fijado es la interpretación de ese pasado. Y las interpretaciones y los sentidos que le damos a ese pasado dependen de los escenarios de nuestro presente. La memoria no es pasado. Es un presente que trae lo del pasado y generalmente en función de ilusiones futuras. La memoria se ancla, las memorias se anclan en hechos, pero también en muchas sociedades en mitos. En esas que antes llamaban primitivas pero que no tienen nada de primitivas, había mitos. En todo movimiento hay un mito fundacional. Mito no es una mala palabra, ni lo contrario de la verdad.
—¿La memoria tiene un componente político?
—No me gusta hablar de la memoria en singular. Me parece que lo que tenemos, porque tenemos pluralidad de subjetividades, también tenemos pluralidad de memoria. Y tenemos pluralidad de movimientos sociales y políticos. Quizás se trate más de “las luchas por la memoria” que de “la memoria”. Pero dejémonos de embromar: hay un componente político en todo lo que hacemos. Puede tratarse de la gran política o la micropolítica.
—¿La memoria colectiva podría ayudar a resolver la cuestión de la grieta?
—Es un punto álgido. El consenso absoluto y total es la muerte. O es tal totalitarismo que impone silencios absolutos. Democracia quiere decir un reconocimiento de otras y otros, que hay gente que puede pensar diferente y que en el diálogo y en la controversia está el germen de un futuro diferente. Eso se aplica a las memorias también. Si colectivo afirma que todo el mundo piensa o siente lo mismo, ahí no hay memoria colectiva. Incluso dentro de la gente que puede estar en la misma corriente política, lo que se resalta no es lo mismo.
—¿Qué grado de disenso es aceptable y cuál es patológico?
—Ese es el problema. Y el gran desafío de la democracia. El gran desafío es lograr reconocer a la otra y al otro. Cada grupo humano hace su elaboración. Me gusta no ser normativa en esto. Hay que mirar qué hacen los actores, la gente, y cómo se las arreglan para vivir con lo que resulta significativo. Me parece importantísimo no pasar a la violencia. Se puede convivir con diálogo, con disputas y con distancia. Se puede elegir no escuchar una radio sin prohibirla. Las sociedades complejas podemos tener un poco de todo. El asunto es cuando alguien mete el dedo y empieza a hurgar y a molestar, con intervenciones no solo agresivas, sino también erróneas históricamente y también provocadoras para aumentar más grieta. La grieta no se da por sí misma, la hacemos nosotros.
—Freud desarrolló largamente la relación entre memoria y trauma. ¿Cuándo se toma su aporte en las teorías sociales?
—El asunto es qué quiere decir trauma. Está claro que aquellas personas que sufrieron vejaciones especiales seguramente tienen marcas traumáticas. Trauma es un choque. Es algo que nos choca, nos hiere y queda la herida. Lo que me cuesta es la traslación lineal y directa entre lo individual y lo colectivo. Se puede hacer un análisis del individuo y ahí encontrar las marcas de los traumas que sufrió. Uso más la expresión “catástrofe social” que “trauma social”. Es más gráfica.
—¿La catástrofe social también deja heridas?
—La catástrofe social deja muchas heridas. Deja una herida social. Aquí sí la terminología psicoanalítica sirve: esa herida puede ser trabajada, en inglés se usa la expresión working through.
LIBROS. La obra de Elizabeth Jelin es uneflexión comprometida sobre temas tan esenciales como el género y los Derechos humanos. Conocer el pasado como forma de entender el presente.
—¿Puede quedar como herida, pero metabolizada y digerida?
—Puede ser elaborada, metabolizada, digerida, interpretada, reinterpretada históricamente. O quedar como la cuestión de las marcas del trauma, como una repetición casi sin sentido. Escribí y trabajé con psicoanalistas, pero no me considero experta en el tema.
—¿Ese trabajo puede tener un rol terapéutico?
—En esto no hay certezas. Se puede pensar en procesos históricos que superan un conflicto. Las memorias están ahí para ser usadas en esa superación de conflictos. Pero no necesariamente la memoria puntual. No es lineal. Las interpretaciones del pasado nos ayudan a construir futuro. Vivimos en este momento en un período de pandemia que estoy segura de que dejará marcas individuales y colectivas, algunas de ellas bastante profundas. No podemos saber ahora cómo serán.
—¿Quién está en mejores condiciones de producir verdad o de acercarse al relato de los hechos pasados? ¿Las víctimas, los testigos, los historiadores?
—Todos podemos contribuir. No hay una fórmula única. Durante mucho tiempo, en la disciplina de la historia, muchos argentinos muy respetados afirmaban que su disciplina no puede hacer historia contemporánea. Que tienen que haber pasado por un lapso. Si no, no podemos ser objetivos. Venía con el hecho de que la fuente histórica es el documento, que la palabra de la gente no cuenta. Se precisa del papel escrito. Ahí empezó toda una revolución en la propia disciplina. El valor de la historia oral. Recoger testimonios de la gente es una fuente también. Todavía debe haber algunas carreras de historia en las que, si una presenta una tesis doctoral basada en una historia oral, la miran con cara rara. En el juicio de Nuremberg no hubo voces de víctimas. Aparecieron mucho después. El reconocimiento de que la víctima tiene derecho a hablar fue una cuestión bastante contemporánea. ¿Quién construye la matriz fáctica, los datos, la historia? La construye la gente que rememora, los documentos que se encuentran. Todos tenemos un papel posible en la construcción del conocimiento del pasado.
—En cuanto a la Guerra Civil Española, siempre se trae el recuerdo del Pacto de la Moncloa como un punto de inflexión. ¿Hay análogo para la Argentina? Los candidatos presidenciables, desde Sergio Massa o Máximo Kirchner hasta Horacio Rodríguez Larreta eran adolescentes durante la dictadura.
—El tema es qué es la memoria. Si la memoria tiene que ser algo vivido en carne propia o las memorias pueden ser transmitidas. Muchas veces no hay una diferencia sustancial entre una y otra. Se vive con la misma intensidad algo que no le tocó vivir en la calle, pero sí en la vida. Es una experiencia filtrada por el lenguaje. Puedo brindar una anécdota absolutamente personal. Soy hija de padres polacos judíos. Mi mamá llegó a la Argentina en el año 38, cuando ya estaban prohibidas las visas a judíos por la Circular 11. Siempre se hizo la pregunta de sobreviviente: ¿por qué yo sí me salvé y el resto mi familia no? Y y me crié en ese ambiente. La primera vez que fui a Polonia en la década del 80 había pasado mucho tiempo, pero para mí era una experiencia muy propia.
—¿Se puede también producir en los hijos de los 70?
—Absolutamente. Las alternativas son varias. Una puede hacerse carne de eso que no vivió en carne propia o distanciarse e ir para otro lado.
—En uno de sus últimos libros, “Cómo será el pasado. Una conversación sobre el giro memorial”, su coautor Ricard Vinyes dice: “Se ha demostrado que el deber de la memoria es un fracaso”.
—Con Ricard hablamos mucho de esto. Es un tema que nos preocupa. Lo que queremos, y él que estuvo mucho más en la gestión, es pensar que hay un derecho a la memoria.
“Todos tenemos un papel posible en la construcción del conocimiento del pasado.”
—Y no un deber.
—Un derecho. Alguien debe garantizarlo. El Estado tiene que garantizarlo. Tiene que dar espacios, permitir que la gente pueda expresar sus memorias. A nadie se le puede imponer. También hablo del derecho al silencio.
—A no colocarlo en palabras.
—O a no querer. Estudié esto. Lo trabajé y lo escribí vinculado con las violaciones durante la dictadura, acá y en otros lados. ¿Hay que exigirles que hablen a mujeres que sufrieron vejaciones horribles? Son todas cosas muy controvertidas.
— ¿La historicidad sería una forma de darle rigor a la narrativa?
—El hecho no está en cuestión. El 24 de marzo de 1976 hubo un golpe militar. Después viene la controversia: lo llamaremos cívico-militar, o militar.
—Ahí no hay dudas. Pero el tema reaparece ante la cantidad de personas desaparecidas durante la dictadura. La discusión entre si los registros de los 9 mil o los 30 mil.
—Los 30 mil son un número verdadero. En sentido simbólico, es el número emblemático de ese movimiento. Como dijo Vera Jarach, una madre de desaparecida: “Dicen que no son 30 mil. Los que saben cuántos son son los militares. Que nos digan cuántos son y entonces ahí, por ahí cambiamos este cartel”. Los que lo saben son los militares. Hasta que no nos digan, nosotros ponemos esta cifra simbólica. Listo. Punto. Ahí se acaba el debate.
—Escribiste: “En 1998 iniciamos conjuntamente esta aventura política e intelectual que fue el proyecto Memoria, patrocinado por el Social Science Research Council”. ¿Cómo fue la experiencia?
—Fue una iniciativa osada. Decidimos con un grupo de colegas hacer una intervención en el campo cultural latinoamericano. En las transiciones los y las cientistas políticos se preocuparon mucho por la construcción institucional. Temas clásicos de la ciencia política. La sensación que tuvimos era que quedaban por fuera los temas de la construcción ciudadana y de ciudadanía. Y al trabajar sobre qué ciudadanía con los movimientos sociales apareció este vacío en la formación de las generaciones jóvenes de investigadores e investigadoras en ciencias sociales en la región. Había una suerte de disonancia. La gente hacía una cosa y las ciencias sociales estudiaban otra. Nos propusimos mirar qué pasaba dentro de las sociedades. Qué pasaba en la sierra de Perú con Sendero Luminoso. Estudiar qué pasaba con la Fundación Pinochet. Conseguimos un financiamiento, hicimos un programa, tuvimos sesenta becarios, salieron 12 libros. Fue una intervención importante en el espacio intelectual, cultural, regional.
—Algo similar sucede con el periodismo: reflejamos todo el tiempo el poder. Y una parte importante de la historia la hace la sociedad empoderada.
—La sociedad debería tener un protagonismo diferente del que le asignan los poderosos en la historia del presente y en las interpretaciones del pasado. Era historia política y económica. La historia social entró mucho después.
—Dijiste; “Hace cincuenta años no había concepto de memoria social ni de su relación con la historia como lo hay ahora”. ¿Qué aporta poder ver más allá de política y economía?
—Aporta vida, actores, cultura.
—¿Empodera a la sociedad?
—En la medida en que se pueda difundir, sí. Miremos el feminismo. La investigación sobre la situación de las mujeres importaba muy poco a los poderosos. Ahora importa, porque la sobrecarga de las mujeres en la pandemia de las tareas de cuidado sobrepasa lo imaginable. Foucault decía que saber es poder. Hay que visibilizar, mostrar los mecanismos de las cosas.
—¿Sanar la grieta, resolver el tema de la corrupción o mecanismos como la amnistía o el perdón sirven o imponer un cierre del pasado lo deja más vivo que nunca?
—No sé. La historia de las dictaduras nos mostró que las subjetividades no se cierran. Es otra pregunta y otra cosa cuando esas subjetividades se convierten en acción política.
“La historia de las dictaduras nos mostró que las subjetividades no se cierran.”
—Sería el caso de Mandela en Sudáfrica. Tuvo una actitud, pero el pueblo no se olvidó de esa situación. Treinta años después sigue habiendo violencia.
—Sigue habiendo grietas y violencias. También se puede decir que la idea de reconciliación viene de Desmond Tutu. Fue esencial en la Comisión de Verdad de Sudáfrica con esta noción de reconciliación, de origen religioso. Uno se reconcilia porque pecó frente a Dios. La conciliación humana requiere una horizontalidad.
—En la introducción de tu último libro se aclara que, entre las alternativas de modo de escribir, vos optaste por poner una “x” en las palabras que se refieren a personas de géneros diferentes. ¿Por qué una “x” y no una “e” como normalmente utiliza el lenguaje inclusivo?
—Estamos en medio de la turbulencia. Vale la pena tener diversidad de formas y no imponer una. Las chicas muy jóvenes empezaron a hablar con “e”. A mí no me sale.
—¿Y con “x” te sale?
—Con “x” me sale escribir muy fácilmente. Hablar, imposible. Digo otros y otras, a lo largo de mi historia y de mi vida, porque empecé con esto bastante temprano.
—¿Hay un enfoque feminista sobre cómo pensar las memorias?
—Hay una perspectiva feminista para acercarse prácticamente a todos los temas que estamos trabajando. Las perspectivas feministas son en plural, múltiples. Y sí tienen algo importante casi epistemológicamente. Quebremos los binarismos, el blanco y negro, el hombre y mujer, el público y privado. Durante la dictadura chilena una colega lanzó la consigna que pedía democracia en el país, democracia en la casa, democracia en la cama. De ahí surgió la idea de que lo personal es político. Agrego: lo político es personal. La realidad es mucho más gris con más tonalidades que las que impone el corte binario. La fluidez y las ambigüedades vienen del feminismo. El aporte esencial es comprender la pluralidad.
—¿Cómo analizás la transversalidad que produjo el apoyo a la ley de interrupción voluntaria del embarazo?
—Había una demanda social desde hace mucho. Se trabajaba de distintas maneras. Y se condensó en dos temas: el “Ni Una Menos” y el aborto legal, seguro y gratuito. Fueron dos luchas emblemáticas, que lograron en este momento aglutinar a un rango de población y de diversidades muy grande. Es fruto del devenir histórico. Pensemos que hubo una lucha sufragista.
—Claro, primero para que haya voto.
—Una podría decir que ya en la Revolución Francesa, Olimpia de Gouges pedía la representación de las mujeres. Escribió una declaración de derechos de la mujer correlativa con la Declaración de los Derechos del Hombre. Pero el del voto es uno de los derechos políticos. Después vino la posibilidad de elegir pero también ser electas. Hubo que imponer leyes de cuotas porque los partidos políticos no estaban dispuestos a abrir las puertas a las candidaturas de mujeres.
—¿Cuál sería el próximo paso en esa lucha?
—El cuidado. Ponerlo en el centro de la atención de la organización social. La pandemia lo muestra. Hay que poner el centro de atención y hacer girar lo demás alrededor de cuidar a las personas y ser cuidadas. Las matanzas actuales no son casuales. Tienen que ver con un desprecio, una invisibilidad y una falta de reconocimiento enorme a las labores de cuidado.
—¿Y en ese sentido la mujer aporta una mirada especial sobre el cuidado?
—No importa si son hombres o mujeres. Si en vez de pensar en producción se piensa en reproducción y se piensa en cuidar a la gente y se hace girar todo el resto, la economía, la política, pueden pensarse a partir de una organización social bastante diferente.
—¿No podría pensarse que la mujer tiene más sensibilidad en ese punto? Pareciera que tuvieron más éxito las presidentas o jefas de gobierno mujeres en su combate del coronavirus.
—Puede ser. Hay una casi naturalización del rol de las mujeres en el cuidado y poco reconocimiento. Hay una urgencia social en que los hombres asuman también esas responsabilidades.
—¿Qué sentiste cuando el presidente Alberto Fernández dijo que estábamos ante el fin del patriarcado?
—Una ilusión. No es este el momento del fin, pero que alguien, una figura política, reconozca que aquí hay un problema y que es un problema histórico serio, da una cierta esperanza.
Producción: Pablo Helman, Debora Waizbrot y Adriana Lobalzo.