Milagro en la Argentina. Murió Alfonsín y en acto más que mágico la población comenzó a oír su voz. El muerto habló. Y se lo escuchó con tanta unción como al menos una vez. Aquel 1983 en el que sus manos empalmadas fueron el icono triunfal de otra resurrección. La de todos. Este segundo milagro prueba que el fervoroso líder acabó más político que nunca. Y que como el Cid, venció después de muerto. Cumplió así su último servicio republicano al mismo país tribal que le impidió gobernar.
El toquecito de la Parca unido al julepe genético que subyace en los pliegues del ser nacional, hicieron posible sucediera el asombroso acontecimiento de que RA (desde el otro mundo) le hablara otra vez la Argentina. Sin cabrearse ni pontificar, como solía. Con solo descansar mudo (y enorme) en féretro que más que cajón de regreso fue palco desde donde renovó su mensaje. Les zamarreó la memoria. Les removió la conciencia. Les avivó la antigua emoción.
Bastó se lo expusiera mortal al alcance de ojos y de manos para que descubrieran el tamaño de finado colectivo que perdían. Alfonsin volvía a ser Alfonsin. La orfandad (otra vez) rasgaba las placas de mica de la historia argentina. Salvo en Chascomús, poco se oía su nombre ya en retiro. Pero hubo milagro. Ni en tribus africanas pasa esto de que uno de sus ancianos notables provoque tamaña conmoción por morirse. Aquí sí, porque usos y costumbres instalaron triste moda.
La del vive y jódete, y llegado el muérete, lagrimitas de culpa, profusos obituarios salidos de vaina y el repentino cagazo ante el hecho de quedarse sin guía. Fatal síndrome local. Señorío de la muerte. Vida en vasallaje (“Que vachaché”). Así somos. De vuelo bajo y evitar toda metáfora. Cuánto más crudo mejor. Algo más de 24 horas duró este insólito recupero del sentido común argentino. Tanto, que hasta Kirchner abrazó a Cobos. (sic) Acabado el ritual, meeting marketinero (de los conocidos de siempre) urdió la infamia de aprovechar el milagro y la inercia filial de que alguien se llamara Ricardo Alfonsin. ¿Qué recibió un mandato? Eso no lo creen ni los carmelitas descalzos.
Ni los ex correligionarios (que pocos genuinos quedan) pues, como se sabe, en el país hasta los radicales son peronistas. Estas mutaciones no son raras. Tampoco el milagro de Alfonsin resurrecto. Desde siempre, la historia argentina ensambla en la fabulación monstruosa de Shakespeare. Quien la recorra verá que fue desarrollándose de modo caníbal. Desde su Mayo matriz hasta hoy, creció a golpes de ciego, «rempujando no más..».
Tanta grosería social nos llevó a producir barbaries en serie y odiosos extremos. Morenistas y saavedristas, unitarios y federales, crudos y cocidos (sic), gorilas y descamisados, y así hasta la hecatombe del genocidio. Si en lo privado somos Hamlet, en lo público nos place más ser Macbeth. Desde hace un tiempo el más insólito de ellos aboga con desaforado discurso por la ideología de «el sonido y la furia», que como se sabe, es el ambiente desde el cual un idiota nos cuenta la vida como pesadilla.
Pero allá él. Que como sociedad hayamos pasado de «la sumisión vertical» a «la duda perpetua», del «ordénese y cúmplase» al ruego de...» supone una esperanza. Y el milagro de la resurrección de Alfonsin también. Es la sombra del padre la que ve Hamlet animándolo a meterse en la trama, buscar justicia, actuar. Quizás no hubo ni velorio ni entierro de Alfonsín, sino esa Sombra. Y que la vimos todos.Vaya milagro.
(*) Especial para Perfil.com