Argentina va a presenciar, en las dos próximas semanas, los primeros debates presidenciales obligatorios de su historia. La proximidad de los debates ha abierto sin embargo posiciones encontradas. Alternativamente, se los celebra como un aporte a la democracia, o se los cuestiona como una formalidad. Se lo festeja como un paso adelante a nivel institucional pero se lo relativiza en su impacto electoral
La pregunta que se nos pone delante, crudamente es ¿para qué sirve un debate presidencial? Empecemos por lo más habitual, si acaso impactan en la intención de voto. La teoría sotiene que los debates refuerzan las visiones preexistentes de los votantes y las preferencias por sus candidatos antes que modificar tendencias de plano. A pesar de esto, los debates presidenciales a menudo son leídos como una contienda, con vencedores y vencidos, donde el debate solo tiene valor de acuerdo a su capacidad de modificar la intención de voto. Esta visión resultadista, que establece una relación lineal entre lo que pasa en el debate y lo que sucede más tarde en las urnas, cuenta solo la mitad de la historia. Es una mirada partido-céntrica, posada más en la necesidad de la oferta política antes que en la demanda ciudadana. Un enfoque alternativo, mas allá de los cambios en la intención de voto, analiza si los debates producen conocimientos relevantes para informar a los votantes.
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En un plano concreto, el debate sirve para incrementar la ganancia cognitiva de los electores. Esto nos lleva a la metáfora de John Stuart Mill, que comparó a la democracia con un mercado de ideas. Los electores son quienes seleccionan unas ideas por sobre otras de acuerdo a la información que poseen. Una decisión más informada será una decisión mejor. Los debates son episodios que generan un cúmulo de información que ayudan a los votantes a tomar conciencia del estado de ciertas "variables fundamentales", como el rumbo del país, su economía o la situación social.
Los debates sirven tangiblemente para aumentar el nivel de conocimiento de los candidatos. En todos los aspectos: mejoran el conocimiento de su personalidad, de sus posiciones políticas, y de su actitud ante las posiciones políticas de los rivales. Esto es más cierto aún en lo que respecta a los candidatos menores. Así, Espert, Del Caño y Gómez Centurión cuentan con exactamente el mismo espacio y visibilidad que Macri, Fernández y Lavagna.
Lo que no quiere decir que sea algo banal. A la pregunta de para qué debatir, hay que contestar en primer lugar que la política es esencialmente un largo debate. La idea que funda la democracia liberal es que la discusión debe reemplazar a la violencia como medio para zanjar las diferencias políticas. Es posible sentarse a escuchar y pueden, respuestosamente, acordar en estar en desacuerdo. Cuando los políticos debaten públicamente están escenificando este principio. De ahí lo simbólicamente importante del debate, especialmente en una democracia que quiere dejar atrás la lógica del enfrentamiento y de las diferencias irreconciliables.
Todas estas son razones para valorar positivamente la existencia del debate institucionalizado como parte de las elecciones presidenciales en nuestro país. También son incentivos para seguir estudiándolos. Los debates presidenciales son relativamente una novedad en Argentina y buena parte de Latinoamérica, y apenas estamos empezando a apreciar y a entender sus efectos en el proceso electoral.
* Politólogo, Investigador. Coordinador de Pulsar.UBA