Uno de los aspectos que se hizo mucho más evidente es que la brecha digital, al interior de los países más pobres y desiguales del mundo, y entre estos y los países más ricos, es absolutamente abismal, por lo cual no se puede hablar de un acceso democrático a esas tecnologías. Pero aún en el caso de las personas y naciones que parecían más preparadas para afrontar los procesos educativos empleando todas las herramientas tecnológicas disponibles, como sucedáneas o intermediarias entre los docentes y los educandos, el balance demuestra que al menos los fundamentos de una educación integradora, dialógica, crítica y social, por la que aún se lucha en muchas escuelas del mundo, se vieron más amenazados que nunca.
Aunque no se hayan conocido y probablemente tampoco leído entre sí, dos educadores contemporáneos como el brasileño Paulo Freire y el estadounidense Neil Postman coincidían en una cosa importante: la educación es primordialmente un hecho social basado en la presencia y el lenguaje humano, en la palabra de educadores y educandos, no en tecnologías electrónicas y digitales; de tal suerte que éstas solo pueden constituir un auxiliar en los procesos de enseñanza-aprendizaje, más no un sustituto de los dos lenguajes que resultan imprescindibles en ellos: la oralidad y la escritura. “Durante más de cuatro siglos, los profesores, mientras concedían un lugar preeminente a la imprenta, han permitido que la oralidad ocupara su lugar en el aula y por eso han logrado una especie de paz pedagógica entre estas dos formas de aprendizaje, de manera que lo valioso de cada una de ellas pueda ser explotado al máximo”, dice Postman en su libro “Tecnópolis”.
A raíz de la prominencia de la dimensión espectacular en el medio de masas por antonomasia, la televisión, en su libro de 1985 “Divertirse hasta morir. El discurso público en la era del show business”, Postman decía que con aquella se había producido un cambio en los discursos socioculturales y políticos: “Porque en la televisión, el discurso se transmite fundamentalmente mediante la imagen visual, lo que significa que este medio nos brinda una conversación de imágenes y no de palabras”. Si se traslada esta idea a la naturaleza multimedia de las TIC quizás se encuentre la posibilidad de un equilibrio entre imágenes, palabras y sonidos; pero, como toda herramienta tecnológica, su eficacia en contextos educativos depende del uso inteligente y creativo que le den educadores y educandos, en la medida en que no termine suspendiendo el diálogo necesario entre ambos.
Freire, por cierto, no era contrario a la incorporación de las tecnologías en la educación. Aunque no alcanzó a vivir la masificación de internet (murió en 1997), el gran educador brasileño era partidario del uso de computadores en los procesos educativos. En una entrevista de 1989 dijo al respecto: “Pienso que la educación no se reduce a la técnica, pero no se hace educación sin ella. […] Creo que el uso de computadoras en el proceso de enseñanza-aprendizaje, en lugar de reducir, puede expandir la capacidad crítica y creativa de nuestros niños y niñas. Depende de quien las usa, en favor de qué y de quién, y para qué”. Por tanto, habría que preguntarse si mediante la tecnología se está logrando esa expansión crítica y creativa, e intentar responder a los interrogantes que formulaba Freire respecto del uso de computadores y hacerlo extensivo a todas las TIC.
Para Postman, la forma de los textos escolares se parece al discurso televisivo
La queja reiterada de que los educandos cada vez leen menos, que es una lucha diaria el lograr que medianamente lo hagan, no es nueva. Postman la expone claramente en su libro atribuyéndola a la decadencia de la era tipográfica, esto es, del libro impreso, en la segunda mitad del siglo XX debido al ascenso irrefrenable de la televisión que se convierte en el medio tecnológico más omnipresente y dominante, lo cual llevó a que la información, la política, la educación, la religión y la cultura en general se adaptaran, o intentaran hacerlo, a ese discurso espectacular de la televisión. “La televisión no extiende ni amplifica la cultura literaria: la ataca. Si la televisión es la continuación de algo, lo es de una tradición iniciada por el telégrafo y la fotografía a mediados del siglo XIX, y no por la de la imprenta en el siglo XV”, asegura Postman. En este punto habría que preguntarse qué tanto ese carácter de la televisión ha permeado a las nuevas TIC. O mejor aún, si pueden escapar las TIC a esa dimensión.
Postman se mostraba escéptico ante el potencial educativo de la televisión dada su naturaleza de espectáculo y entretenimiento. Según John Dewey, citado por Postman, “aprendemos lo que hacemos; la televisión educa enseñando a los niños a hacer lo que ella exige que hagan, y eso está tan alejado de lo que exige el aula, como lo es la diferencia entre leer un libro y ver una obra de teatro”. Frente a un aprendizaje basado en una cultura tipográfica la televisión está en desventaja, como concluye Postman: “En otras palabras, de acuerdo con los estudios más serios, mirar la televisión no aumenta significativamente el aprendizaje, es inferior a la imprenta y es menos probable que cultive un pensamiento de orden elevado y deductivo”.
“La televisión no extiende ni amplifica la cultura literaria: la ataca”
En contraste, el entusiasmo por el potencial educativo de la televisión —y, por ende, de las demás TIC— es defendido por otros autores. Es el caso del educomunicador catalán Joan Ferrés, que llega a manifestar lo siguiente: “En definitiva, el binomio televisión-educación sólo se puede resolver en clave de espectáculo: educar para el espectáculo y desde el espectáculo”. ¿Significa ello convertir el aula en algo semejante a un programa de televisión? No precisamente. Ferrés propone dos alternativas: una es la incorporación del video en el aula para desarrollar distintas actividades, sin privilegiar ninguna asignatura ni excluir otras, usándola bajo distintas modalidades: video-lección, video-apoyo, video-proceso, programa motivador, programa monoconceptual y video interactivo. Esto implica desarrollar las actividades desde y con el lenguaje audiovisual. La otra es a partir de la selección y el visionado de imágenes televisivas, algunas deliberadamente educativas y otras menos o nada educativas, para discutirlas en clase o usarlas como motivación para otros temas. De todos modos, convendría preguntarse si tiene que ser la televisión un modelo para la enseñanza.
La respuesta podría estar en Postman cuando señala que “la contribución principal que la televisión hace a la filosofía de la educación es la idea de que la enseñanza y el entretenimiento son inseparables”. ¿Qué implicaciones tiene este hecho? “Los educadores, desde la primaria hasta la universidad, están aumentando el estímulo visual en sus lecciones; reducen el volumen de explicaciones a las que sus alumnos deben atender; confían menos en la lectura y en los trabajos escritos; y, de mala gana, están llegando a la conclusión de que el principal medio para conseguir el interés de los estudiantes es el entretenimiento”, dice Postman. Y parece responder así a las propuestas didácticas audiovisuales de Ferrés:
“Parecería que los libros se han convertido en una ‘ayuda audiovisual’; que el principal vehículo del contenido de la educación es el espectáculo televisivo, y que su argumento principal para reclamar un sitio preeminente en la asignatura es que es entretenido. Es cierto que la producción de la televisión se puede usar para estimular el interés en las lecciones, o hasta como punto de enfoque de estas. Pero lo que está ocurriendo aquí es que el contenido de las asignaturas escolares está siendo determinado por el carácter de la televisión y, lo que es peor, que ese carácter aparentemente no está incluido como parte de lo que se está estudiando. Uno podría pensar que el aula es el lugar apropiado para que los alumnos se informen sobre la manera en que todos los tipos de medios —incluyendo la televisión— condicionan las actitudes y las percepciones de la gente. Puesto que nuestros estudiantes habrán mirado aproximadamente dieciséis mil horas de televisión antes de haber terminado la educación secundaria, deberían surgir preguntas, aun en la mente de los responsables del Departamento de Educación, sobre quién les enseñará cómo mirarla y cuándo no mirarla, y con qué actitud crítica lo harán”.
Postman tomaba nota de algo que ya en la primera mitad de los años ochenta, cuando escribió su libro, estaba sucediendo: la forma y contenido de los textos escolares se asemejaba más al discurso televisivo que al propiamente educativo. Postman y Ferrés publicaron estas reflexiones sobre la televisión en una época (los ochenta) en la que la Media Literacy o alfabetización mediática, en el contexto anglosajón, y la Educación en materia de Comunicación, propuesta por la UNESCO en un contexto mucho más internacional, se intentaban aplicar desde los setenta en varios países de América y Europa, teniendo ya a la cultura visual como desafío y a la televisión como su mayor portadora. Además, Postman escribía sobre la realidad educativa de su país, los EE.UU., y Ferrés sobre la de España, y ambas no eran muy distintas entre sí en lo concerniente a la filtración de lo audiovisual en la educación.
Resulta muy difícil ser creativos en literatura si ni siquiera sabemos leer
En efecto, desde ese tiempo se hablaba de incluir en la escuela una alfabetización audiovisual, como resultado del poder e influencia incuestionables que tenía la televisión en el comportamiento de niños y jóvenes, con lo cual se hacía necesario conocer ese lenguaje para comprenderlo, interactuar con él y dejarlo de ver como un enemigo. Por otra parte, no entraba en circulación la expresión TIC, pero ya era común el de Sociedad de la Información. El computador se usaba cada vez más en las instituciones académicas. La telefonía celular estaba emergiendo e internet era aún un sueño.
Derribando mitos sobre las TIC
Como lo dijera Marshall McLuhan, el surgimiento de un medio tecnológico de comunicación cambia la cultura y la vida de las personas radicalmente, su percepción del mundo y la realidad. La masificación de internet en los noventa aceleró esos cambios de forma tal que la escuela parecía no ir a la misma velocidad y adaptarse a esos cambios, como la misma cultura digital se lo estaría demandando. Sin embargo, no es un problema solo de la escuela. Todo lo que ha traído consigo internet y su revolución digital aparejada, más el irresistible maremágnum de información a que nos vemos enfrentados diariamente, es algo que quizás el cerebro humano no puede procesar ni la mente comprender. “Nunca antes se había enfrentado el mundo a un exceso de información y apenas si ha tenido tiempo para reflexionar sobre sus consecuencias”, observaba Postman en “Tecnópolis”.
Durante las dos primeras décadas del siglo XXI las TIC fueron recibidas y empleadas con alborozo, como una panacea dentro de los procesos educativos y comunicativos en general. Por fin se habían superado los problemas de distancia, tiempo, presencialidad, simultaneidad y disponibilidad de información ilimitada sobre todas las cosas. De repente todos teníamos ya el poder de la ubicuidad y de ser tanto receptores como emisores y productores de comunicación (emirecs en la expresión de Cloutier). Para dar la sensación de que todos los usuarios tenían el poder de ser no solo consumidores sino también productores de comunicación digital, se acuñó la expresión prosumers. Parecía, pues, que se había llegado a una democratización de los medios y sus tecnologías, y que estos revolucionarían las formas de enseñar y aprender.
La tecnología y la información van más rápido que la biología, la evolución, la sociedad, la cultura y la educación. Van más rápido de lo que podría ir la humanidad en su conjunto. Las TIC, así entendidas, podrían estar sobreexigiendo a las personas y grupos sociales algo para lo cual no están suficientemente preparadas, aunque lo nieguen. No hemos tenido el tiempo que realmente sería necesario para adaptarnos a ellas, mientras que en el pasado “la cultura occidental tuvo más de doscientos años para adaptarse a las nuevas condiciones de información creadas por la imprenta. Desarrolló nuevas instituciones, tales como la escuela y el gobierno representativo” (Postman, 1992). El resultado de esta distopía es, al menos, un tecnoestrés que la pandemia de COVID-19 elevó y del que el mundo aún no se recupera.
La pandemia fue quizás la prueba de fuego para un uso absoluto de las TIC
La pandemia fue quizás la prueba de fuego para el uso absoluto de las TIC en los procesos de enseñanza-aprendizaje. Significaba, más o menos, poner a prueba la hipótesis según la cual la tecnología terminaría reemplazando a la escuela y que los neoliberales proclamarían al fin que ésta, como siempre se la había conocido, llegaría a su fin. Solo que, para empezar, había dos problemas: uno, que en los países del llamado Tercer Mundo la brecha digital era tan grande que el acceso a internet estaba lejos de ser universal; y dos, que en la alfabetización tecnológica el énfasis había sido puesto en el adiestramiento para el manejo de las TIC y no en su comprensión integral y uso adecuado, que es algo muy diferente y de lo cual adolecemos tanto educadores como educandos. “Hemos llegado a un punto de nuestra evolución humana en que sabemos mucho, sabemos muchísimo, pero comprendemos muy poco o no comprendemos nada”, decía el economista ecológico Manfred Max-Neef.
La pandemia fue también un período en el que por razones del confinamiento las personas y, en este particular, los educandos, estuvieron mucho más expuestos a los medios de información, y en esa medida estos pusieron igualmente a prueba su potencialidad y efectividad educativas. Este fue uno de los dos mitos en ser derribados o, al menos, puestos en tela de juicio, como lo explica el pedagogo colombiano Ancízar Narváez: “existe siempre una implicación política o ideológica que más o menos responde a la creencia de que los medios de comunicación modernos (o sea, la comunicación mediatizada) son más eficientes, efectivos, económicos, progresistas, liberadores que la institución escolar y de que, por tanto, la Educomunicación, así entendida, es en algún sentido más importante que la educación escolar”. La Educomunicación es una cuestión de formar actitudes y competencias culturales para interactuar con los medios y sus lenguajes, y no una superposición de la comunicación mediatizada en la escuela.
El otro mito tiene que ver con las TIC como generadoras por sí mismas de usos didácticos y creativos:
“Lo mismo que en el caso del uso inteligente y crítico, la tecnología solo puede ser usada creativamente si el usuario es competente en el conocimiento de una de las tantas codificaciones o gramáticas que circulan por los medios. Es muy difícil ser creativo en literatura si ni siquiera sabemos leer. En consecuencia, si vamos a ser creativos tecnológicamente, deberíamos tener el metaconocimiento que dio origen a la tecnología, conocimiento que, pese a la ilusión de transparencia […] no se transmite al sujeto con el uso de la tecnología sino que le exige a este el estudio sobre la propia tecnología, dentro o fuera de ella”, apunta Narváez.
La falencia seguiría siendo de índole cultural y no técnica
Para Narváez, entonces, el problema de esta autosuficiencia tecnológica radica en creer que lo técnico subsume lo cultural:
“Es fácil advertir que el concepto de alfabetización que subyace a todos estos nombres parece ser uno técnico, no cultural. Es decir, se refiere a la capacidad que adquiere el sujeto para hacer, que es lo más básico de la tecnicidad humana […] y no a la facultad de codificar. […] En síntesis, estos enfoques de la alfabetización mediática, a pesar de su abundante onomástica, no difieren en la creencia de que las tecnologías nos van a proveer de las competencias culturales (intelectuales, éticas, políticas y estéticas) que precisamente tendríamos que adquirir antes para poder hacer uso más adecuado de las tecnologías para el mejoramiento cognitivo, ético, político y estético”. Seguramente la pandemia puso las insolvencias culturales aún más en evidencia. Y el retorno a la presencialidad no parece haber sido un renovado ir en pos de las TIC como la solución a la problemática educación-tecnología, que tampoco depende de ellas. Más bien parece haber quedado la sensación de una saturación virtual, informativa y tecnológica, y una suerte de tecnofobia. Esto no significa que la tecnología en sí misma sea la responsable, ni mucho menos que sea innecesaria. Aunque cada día aparezca una nueva herramienta tecnológica educativa, la falencia seguiría siendo de índole cultural y no técnica en educadores y educandos, como señala Narváez. El problema no es el dominio de las técnicas. Quizás esto sea lo menos difícil de lograr. En cambio, lo más difícil es conocer y comprender la epistemología de cada medio, de cada tecnología que se use con propósitos y criterios didácticos, ese metaconocimiento del que habla Narváez. Y esa es la tarea a la que se ve abocado todo educador-educando que quiera hacer un uso creativo de la tecnología como una forma de lograr ese mejoramiento integral al que se refiere Narváez. De ese modo se evitaría tanto la tecnofobia como el tecnologismo, entendido en este caso como el uso de la tecnología como un fin en sí mismo, autómata y acrítico.
Hasta aquí todo parecería coherente. Pero quizás el mayor problema sea saber establecer los límites entre una tecnofobia y un tecnologismo, en la escuela y la vida diaria. Encontrar un punto medio que evite tanto el rechazo absoluto de las TIC como su instrumentalización. Postman era, por cierto, escéptico en cuanto a toda la retórica de empoderamiento social y mejoramiento de la educación que se promovía a través de las TIC. Por ello convendría tener siempre presente uno de sus interrogantes: “¿a quién le dará mayor poder y libertad la tecnología? ¿Y el poder y la libertad de quién se verán disminuidos por ella?”.
Como conclusión, se puede afirmar que para lograr los propósitos que plantea el profesor Narváez —trabajar las competencias culturales en el uso de las TIC como un medio que contribuya a mejorar las dimensiones del desarrollo personal— la propuesta curricular humanista de Postman puede constituir un modelo muy interesante, si se la asume también críticamente:
“Estoy proponiendo, en principio, un currículum en el que todas las asignaturas se presenten como una fase en el desarrollo histórico de la humanidad; en el que se enseñen las filosofías de la ciencia, de la historia, del lenguaje, de la tecnología y de la religión; y en el que se ponga un fuerte énfasis en las formas clásicas de la expresión artística. Es un currículum que ‘vuelve a los fundamentos’, pero no exactamente en el sentido que le dan a la expresión los tecnócratas. Y está con toda seguridad en oposición al espíritu de Tecnópolis. No abrigo ninguna esperanza de que un programa así pueda impedir la confianza en una visión tecnológica del mundo. Pero quizá ayudará a empezar y a mantener una conversación seria que nos permitirá distanciarnos de esa concepción del mundo, y así criticarla y modificarla”. Personalmente añadiría a esta propuesta una filosofía de la ecología o Ecosofía, tan necesaria en este momento de crisis climática global, y que matizaría la visión antropocéntrica presente en el planteamiento de Postman, que deja por fuera una perspectiva evolutiva y ecológica del universo, de nuestro planeta, de todas sus formas de vida y de las culturas humanas.
Publicado originalmente en La Cola de Rata