El aniversario cincuenta del primer número de Satiricón, que empezó a salir en noviembre de 1972, se produjo en un contexto en el que no resultan extrañas las preguntas sobre los “límites del humor” y la denominada “cultura de la cancelación”. Y uno no puede dejar de pensar qué hubiera hecho con esos tópicos aquella publicación que cambió la forma de hacer humor gráfico en la Argentina, y que fue censurada por gobiernos de diverso signo, tanto civiles como militares.
Hija de un tiempo convulso y cámara de resonancia de muchas de las tensiones de su época, Satiricón tuvo que lidiar, durante su breve y accidentada primera encarnación, con las vicisitudes de una época en la que los cambios políticos se producían de manera a menudo demasiado vertiginosa y contundente. En menos de cuatro años, la revista navegó como pudo (y cuando pudo) el momento final de la dictadura presidida por Lanusse, el espejismo efímero del camporismo, el interinato transicional de Lastiri, la breve pero intensa tercera presidencia de Perón (que había realizado su primer regreso al país unos días después del primer número de la revista), el mandato trunco de Isabel y, finalmente, los días iniciales del Proceso, que impediría que aquella publicación siempre díscola siguiera convocando lectores.
Una pretensión de masividad que a menudo se saldó con resultados exitosos
Porque si algo no le faltó a Satiricón fueron lectores: a cuatro meses de su primer número la revista ya tiraba más de 33.000 ejemplares por edición, un número nada desdeñable incluso para los parámetros de una época de grandes tiradas, y que aun así palidece ante los 250.000 que llegó a tirar un año después. Porque la fórmula disruptiva también podía salir de un grupo de editores con enfoque de publicistas, y dibujantes forjados en una industria que les permitía, sin pruritos, publicar aquí, allá y acullá.
Según la socióloga Mara Burkart, que ha investigado largamente el tema, la publicación “reactivó tipos de risa que hasta ese entonces estaban replegados o habían perdido su efectividad”, a la vez que articuló de un modo que para entonces resultaba novedoso dos temáticas que irritaban al poder: la política y el sexo. Ninguno de esos temas era novedoso para las publicaciones humorísticas: por nombrar algunos antecedentes inmediatos, Rico Tipo había cultivado el registro picaresco desde mediados de los años 40, mientras que el humor político había ocupado un lugar central en Tía Vicenta, hasta que fue clausurada por Onganía a comienzos de la autodenominada Revolución Argentina. Lo que sí resultaba novedoso, en cambio, era la potencia enunciativa, más enfática y con menos ambages, y el modo de ecualizarlos. El nombre mismo de la publicación alude a aquella filiación: por un lado, entroncaba con el clásico “Satirycon” de Petronio, obra seminal del humor latino, pero también con la reversión fellinesca y no exenta de erotismo estrenada en 1969; citas eruditas y cine de autor para un público al que se presuponía culto, de clase media y liberal en sus costumbres y prácticas. Hoy tal vez diríamos progresista, pero dejemos esa discusión para otra nota.
Si algo no le faltó a la revista fueron (decenas de miles de) lectores
Como fuera, aquello se combinaba con una pretensión de masividad que por momentos se saldó con éxito. Por otro lado, también se filiaba en la tradición de una publicación rusa preexistente, la revista liberal Satirikón, que entre 1881 y 1925 había tenido que lidiar primero con la censura de los zares y luego con la de los revolucionarios soviéticos. Así, según se explicita en el número 1 de la revista argentina, la publicación buscaba ser “un gajo de aquel Satirikón (…) que no fue ni blanco ni rojo sino de libre cabeza y de corazón abierto a la gracia de la vida”.
Dirigida por Oskar Blotta (hijo), a quien secundaba Andrés Cascioli (futuro director de Humor Registrado), y asistían Carlos Ulanovsky y Mario Mactas, la publicación aglutinó un staff de nombres consagrados, como los ex Primera Plana y Confirmado Flax y Faruk, Landrú (creador y artífice de Tía Vicenta), Basurto, Oski, César Bruto, Oscar Blotta (padre) y Siulnas. Sin embargo, el tono de la publicación lo daban sobre todo los jóvenes que cultivaban un estilo más punzante e irreverente. Muchos de ellos protagonizarían el recambio en las publicaciones humorísticas de las décadas siguientes, como los dibujantes Viuti, Crist, Caloi, Fontanarrosa, Grondona White, Izquierdo Brown, Sanzol, Daniel Branca y Tomás Sanz, y los redactores Jorge Guinzburg, Carlos Abrevaya, Ricardo Parrotta, Carlos Trillo, Alicia Gallotti, Viviana Gómez Thorpe y Alejandro Dolina. Todos ellos convergieron en una empresa que por momentos parecía reírse de sí misma, de todo y de todos (y todas), desde una gestualidad autosuficiente y casi siempre desacralizadora, incluso cuando abordaba el registro menos corrosivo y más costumbrista. Ya desde el slogan, “la revista que empieza donde muchas terminan”, queda en evidencia que aquello no estaba exento de cierta pedantería.
El fenómeno Satiricón debe ser pensado en sintonía con los discursos sobre la modernización cultural, que no escasearon en la Argentina desarrollista y posdesarrollista, y la expansión de las industrias culturales. Sus artífices permanecieron al margen de la lucha armada, y no se destacaron por su militancia en algunos de las estaciones posibles de la izquierda política. Sin embargo, esgrimieron la sátira, por momentos en forma descarnada, como un arma de intervención simbólica en las discusiones de su tiempo. Tal vez hayan sido las columnas de Mario Mactas las que más hicieron por darle el tono “ideológico” a la publicación, una suerte de “tercera posición”, que buscaba tomar distancia de las “viejas formas de opresión”, pero también de los nuevos “sistemas de codificación de la vida”, a menudo esgrimidos en forma “prepotente” por quienes intentarían “imponer la oscuridad de ideas viéndolas como antorchas encendidas”. El tono general de aquellas columnas de pretensiones filosóficas fue el de un creciente liberal-conservadurismo, que reivindicaba la libertad en las prácticas personales y exaltaba la individualidad frente a la uniformidad que pretendían imponer la política y el mercado, al tiempo que no abjuraba de la necesidad de orden político.
Satiricón debe ser pensado en sintonía con los discursos sobre modernización cultural
La revista nunca concibió al sexo como un tabú y lo abordó en forma desprejuiciada. Algunas secciones, como las que firmaban Alicia Gallotti y María Eugenia Eyras, incluso abordaron temas de sexualidad femenina, algo poco habitual para la época. Sin embargo, aquellas columnas convivieron con otras enunciadas desde posiciones claramente filiadas en el machismo imperante. Satiricón no promovía la reproducción acrítica del ideal de la mujer reducida al espacio doméstico, pero tampoco entroncaba con los discursos feministas más sofisticados, que ya habían tenido su lugar en semanarios como Primera Plana o Panorama. Lo que predominaba era una suerte de celebración satírica de la liberación sexual. Pero cuánta sátira estaban dispuestos a soportar los gobiernos de la época. A juzgar por los resultados, no demasiada. En abril de 1973, cuando la dictadura de Lanusse se encontraba en retirada, el número 6 fue calificado de “inmoral” e inhabilitado para la venta y la circulación por la Municipalidad de Buenos Aires. Y habría más: entre septiembre de 1974 y diciembre de 1975, ya con Isabel Perón en la presidencia, la revista directamente debió dejar de publicarse, y quienes la hacían debieron refugiarse en medios menos exitosos surgidos para paliar la situación, como Chaupinela y Mengano.
El encolumnamiento con la defensa de una moral “argentina” a la que se presuponía católica, y con la idea de seguridad nacional, que consideraba potencialmente peligroso y ajeno no solo al ideario socialista o marxista, sino a las expresiones culturales que pretendían distanciarse del mainstream, hizo de una censura descentralizada en niveles nacional, provincial y municipal una llave maestra de intensidad inusitada en los meses que antecedieron al golpe del 76.
Satiricón regresó a los kioscos a fines de 1975, pero más conservadora
Con Blotta a la cabeza, pero ya sin Cascioli ni Ulanovsky, que se había exiliado, Satiricón regresó a los kioscos a fines de 1975 con una línea editorial bastante más conservadora, aunque todavía permeable a posiciones heterogéneas. Nada de aquello pareció preocupar demasiado a los sobrevivientes de la vieja guardia: los alejamientos más significativos ya se habían producido en 1974. Los nombres relevantes que parecían dar el tono de aquel regreso eran los de Mactas y Rolando Hanglin, el nuevo Jefe de Redacción. Detrás de la tapa icónica del número 26, que sería el último y saldría con el título “El demonio nos gobierna” (¿Isabel Perón? ¿su entorno? ¿la sociedad argentina en su conjunto?), había entrevistas al exmilitar Francisco Manrique y una nota de fondo en la que Bernardo Neustadt se quejaba contra las presiones que había recibido en febrero del 76 para el levantamiento de su programa televisivo, a pesar de que siempre había invitado a representantes de todo el arco político, sindical y empresarial.
“Blotta, Ula y yo hacíamos la revista —le dijo Mario Mactas a la investigadora María Noel Álvarez en 2019—. Ula se marchó. Yo permanecí, en una actitud más escéptica y conservadora. En la seguridad de que la revolución iba a fracasar e íbamos a pagar las consecuencias. Y las pagamos casi sin beberla”. Desde marzo de 1976 ya no hubo lugar para Satiricón, ni siquiera en aquella versión morigerada. En las décadas siguientes, la revista ensayaría sucesivos retornos, pero sin la repercusión esperada. Para los lectores, el recambio natural fue Humor Registrado, la revista de Cascioli que empezó a salir, con una impronta menos corrosiva, a mediados de 1978. La parte relevante de la historia de Satiricón había terminado con aquel número 26, cuya última palabra publicada fue “Adiós” y llevaba la firma de Bernardo Neustadt. Había empezado un Tiempo Nuevo.
Publicado originalmente en la revista Panamá